Uno de los puntos en los que creyentes y no creyentes discrepamos más rotundamente es el de la existencia o no de la Verdad. Para un creyente su existencia es no sólo una cuestión de sentido común, algo profundamente racional, sino también de fe. Creer quiere decir convertirse en testigo de la verdad, pero también la Ciencia para nosotros busca la Verdad y no son incompatibles, puesto que ambas tienen el mismo fundamento: Dios.
Jesucristo dice de sí mismo: “Yo soy el camino y la verdad y la vida” (Jn 14,6) y en su encuentro con Pilato le dice. “Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad. Todo el que es de la verdad escucha mi voz” (Jn 18,37), así como proclama: “conoceréis la verdad y la verdad os hará libres” (Jn 8,32). En cambio nos dice del diablo que es “el padre de la mentira” (Jn 8,44). Es decir la existencia de la Verdad es cuestión de fe. Además el octavo mandamiento nos enseña a no mentir. Mentir significa hablar u obrar consciente y voluntariamente contra la verdad. Quien sigue realmente a Jesús es cada vez más veraz en su vida. Suprime toda mentira, falsedad, fingimiento y ambigüedad de sus actos y se hace transparente para la verdad.
La filosofía progre, en lugar de apoyarse sobre la capacidad que tiene el hombre de buscar y conocer la Verdad, considera la imposibilidad de un tal conocimiento, lo que le ha llevado a derivar en varias formas de agnosticismo y de relativismo, hundiéndose así su investigación filosófica en las arenas movedizas de un escepticismo general, llegando incluso a afirmar que la verdad se manifiesta de igual manera en las diversas doctrinas, incluso contradictorias entre sí, por lo que todo se reduce a opinión. El relativismo es una actitud que violenta la estructura más íntima de la inteligencia humana, al contrariar su inclinación natural a conocer la verdad. Pero, para conocer la verdad, hace falta un mínimo de rectitud moral, porque la verdad moral no sólo se abraza con la mente, sino con la vida entera. Si no hay una disposición a ajustar la propia vida a la verdad conocida, y si la razón no gobierna nuestras pasiones, las pasiones gobernarán la razón conforme al conocido eslogan: “Vive como piensas, para que no tengas que pensar como vives”. El autocontrol, el dominio de nosotros mismos y el esfuerzo moral despejan el camino de la mente para conocer la verdad. El estar dispuestos a buscar y encontrar la verdad supone no arrugarse ante la necesidad del esfuerzo, y es que la verdad supone un compromiso con ella y por eso algunos la rechazan. Es indiscutible que toda persona normal sabe que no existe moral ni ética sin libertad, y que es necesario, por tanto, que los valores elegidos y que se intentan realizar en la propia vida sean verdaderos, puesto que solamente los valores verdaderos pueden perfeccionar y realizar a la persona.
No nos extrañe por ello que los relativistas traten de camuflar su falta de principios en nombre de una tolerancia que les haga admisibles el aborto, la eutanasia, la infidelidad, o la ideología de género. Para ellos cualquier convicción, salvo las suyas, claro, es algo intolerable.
Una de las grandes diferencias entre los creyentes y los no creyentes, como lo son los relativistas, es que creemos en el sentido de la vida. Más aún, pensamos que si la vida no tiene sentido, dado que ser felices siempre es nuestra aspiración fundamental, seríamos víctimas de una gigantesca estafa, hipótesis que, ciertamente, no podemos aceptar. Pero para ello necesitamos aceptar la existencia de Dios, porque como dijo San Agustín: “Inquieto está nuestro corazón hasta que descanse en Ti” y sólo gracias a la fe en Dios y en la resurrección de Jesucristo, podemos aceptar que hay otra vida y que la muerte no es el final de todo. Lo propio de una educación que quiera llamarse católica es reconocer que el hombre encuentra su pleno sentido en Dios y que es la luz de la fe la que ilumina nuestro modo de ver las cosas. Un educador cristiano debe ser, como lo fue san Juan Pablo II, un hombre que cree lo que dice, lo dice con entusiasmo y se atreve a decir lo que piensa es verdad y otros no se atreven a decir. Es decir, no sólo un hombre que cree a Dios, sino sobre todo un hombre que cree en Dios.