La celebración en Madrid estos días de las Jornadas del Orgullo Gay nos lleva a preguntarnos sobre cuál es la relación entre Iglesia Católica y Homosexualidad.
Todos los seres humanos, y por tanto también los homosexuales, poseen una dignidad intrínseca que les es connatural, y que es la raíz y fuente de sus derechos. Estos derechos, que no debemos al Estado ni a los poderes públicos, sino a nuestra propia naturaleza humana y a Dios Creador, son inviolables e inalienables, en cuanto inherentes a nuestra naturaleza y además nadie puede quitárnoslos legítimamente, como afirma repetidamente el Magisterio de la Iglesia,
Está claro que la gran mayoría de los hombres siente atracción sexual por las mujeres y lo mismo las mujeres por los hombres. Para muchos, éste es el orden natural de las cosas. Sin embargo una minoría de varones y de mujeres sólo sienten atracción por personas de su propio sexo, o, en grado variable, de ambos sexos. Hay ciertamente una minoría de adultos para la cual la atracción sexual hacia personas del mismo sexo es un factor configurador decisivo de su vida sexual. Todos conocemos a personas de las que no sospechamos en modo alguno su homosexualidad.
Ante todo, recalquemos que el hecho de ser homosexual no pertenece al orden moral. Las tendencias en cuanto tales no son objeto de valoración moral. No es ni una «falta», ni un «pecado», ni un «vicio»: es un hecho. El sujeto que tiene tendencias homosexuales no ha escogido tenerlas, y sería injusto reprochárselas. Hay ciertamente que distinguir entre tendencia y conducta, entre sentimientos y actos. Además, el tener una orientación homosexual no significa que el sujeto quiera ejercer una actividad homosexual. Inclinación y comportamientos están relacionados, pero no se identifican ni se implican incondicionalmente.
Por ello la condición homosexual no es en sí pecaminosa, aunque «constituye, sin embargo, una tendencia más o menos fuerte, una tendencia hacia un comportamiento intrínsecamente malo desde el punto de vista moral. Por este motivo, la inclinación misma debe ser considerada como objetivamente desordenada» (C. para la Doctrina de la Fe, «Carta a los Obispos de la Iglesia Católica sobre la atención pastoral a las personas homosexuales» nº 3, Roma 1-X-1986). La inclinación homosexual no es algo que la persona escoge, pero toda persona tiene la opción de qué hacer con respecto a tal inclinación. Pero es sólo en el momento en que expresa su inclinación en un acto sexual, es decir en un comportamiento, cuando se convierte en sujeto de juicio moral. El homosexual, al igual que el heterosexual, tiene el deber de controlar su vida y actos sexuales, y de hecho muchos así lo hacen. Pensar que es incapaz de ello, es negar que sea una persona libre. Es decir, nadie es responsable de las tendencias que encuentra en él, pero sí del uso libre de estas tendencias.
Sobre el acto en sí «apoyándose en la Sagrada Escritura que los presenta como depravaciones graves, la Tradición ha declarado siempre que los actos homosexuales son intrínsecamente desordenados» (CEC, 2333) y «gravemente contrarios a la castidad» (CEC, 2396). El motivo es que estos actos «son contrarios a la Ley Natural, porque cierran el acto sexual al don de la vida y no proceden de una verdadera complementariedad afectiva y sexual» (CEC. 2357). Pero también la Iglesia considera deficientes, pecaminosas y contrarias a la virtud de la castidad las relaciones sexuales genitales entre personas heterosexuales fuera del matrimonio.
Tanto el Antiguo y Nuevo Testamento designan los actos homosexuales con coherente continuidad como graves desviaciones del plan de Dios sobre el hombre. San Pablo considera los actos homosexuales como perversiones del orden natural instituido por Dios en la existencia humana y de ellos afirma que es uno de los castigos que muestran la perversidad de la idolatría (Rom 1,24-28). El apóstol condena la sodomía masculina y femenina como contra natura y afirma que los sodomitas serán excluidos del reino de Dios (1 Cor 6,9).
Ahora bien el homosexual debe recordar que absolutamente todos los hombres, y por tanto también él, somos queridos por Dios y llamados por Él a realizar una vocación que consiste en el pleno desarrollo de nuestra dignidad humana.
Pero hemos de tener cuidado con no falsificar la doctrina de la Iglesia: «Una de las dimensiones esenciales de una auténtica atención pastoral es la identificación de las causas que han creado confusión en relación con la enseñanza de la Iglesia. Entre ellas se señala una nueva exégesis de la sagrada Escritura, según la cual la Biblia o no tendría cosa alguna que decir sobre el problema de la homosexualidad, o incluso le daría de algún modo una tácita aprobación, o en fin, ofrecería unas prescripciones morales tan condicionadas cultural e históricamente que ya no podrían ser aplicadas a la vida contemporánea. Tales opiniones, gravemente erróneas y desorientadoras, requieren por consiguiente, una especial vigilancia» (C. para la Doctrina de fe, «Carta a los Obispos…» nº 3).
Pedro Trevijano