«Los niños tienen pene y… las niñas, vulva. Que no te engañen». Con esta leyenda comenzó a circular hace unos días en Madrid un bus naranja de la ONG Hazte Oír, y se desataron las iras del progresismo liberal de ese país, tanto de derechas como de izquierdas.
La campaña era, de algún modo, respuesta a otra de la asociación Chrysallis del País Vasco que en enero puso carteles en buses y en el metro con dibujos de niños desnudos y el mensaje «Hay niñas con pene y niños con vulva. Así de sencillo». En esa ocasión, no hubo mayor escándalo. En cambio, el bus de Hazte Oír ha sido objeto de insultos y descalificaciones: se habla de grupos ultraconservadores, de «lgtbfobia» (sic), de «discurso de odio». Un juez fulminó una prohibición de circular del bus por considerar que el texto denigraba a las personas de identidad transexual. Hazte Oír respondió poniendo la leyenda entre signos interrogativos y anunciando que el bus llegaría a otras ciudades españolas.
Puede costar entender que una afirmación que se encuentra en cualquier libro de anatomía y que constata lo manifiesto: que cada sexo tiene sus propios genitales, sea motivo de tanto alboroto. La reacción mediática se entiende cuando se percibe la intensa y extendida penetración social de los postulados de la llamada ideología de género, verdadera «colonización ideológica» según ha denunciado varias veces el Papa Francisco. En la exhortación Amoris laetitia ha dicho que la teoría del «gender», al aspirar a una sociedad sin diferencias de sexo, «vacía el fundamento antropológico de la familia«, y «lleva a proyectos educativos y directrices legislativas que promueven una identidad personal y una intimidad afectiva radicalmente desvinculadas de la diversidad biológica entre hombre y mujer» (Nº 56).
La ideología de género ha encontrado en las personas que presentan una disociación entre su sexo y la autopercepción psicológica de su identidad sexual un instrumento útil para, en un primer lugar, sostener que el sexo no es corporal, sino psíquico, y luego para sustituir la noción de sexo por el concepto plástico y mutable de «género». Se niega, entonces, que sea un concepto «binario» (masculino-femenino) y se auspicia una amplia gama de géneros a las que se añade un caleidoscopio de «orientaciones sexuales». Una persona biológicamente varón -se afirma- puede ser mujer, si así se percibe, pero al mismo tiempo puede tener orientación lésbica, y sentirse atraída por mujeres, que a su vez pueden ser también trans.
Las personas transexuales resultan así manipuladas, dramáticamente, también por aquellos que, sin entender el trasfondo de esta concepción ideológica, piensan que si se les permitiera «cambiar» su sexo legal, como se propone en el proyecto de ley de identidad de género, se lograría una mejor integración social. El sexo, en realidad, nunca cambia, ni siquiera mediando operaciones quirúrgicas y tratamientos hormonales. El transexual masculino operado permanece varón por mucho que se haya sometido a una ablación de pene y a una construcción artificial de una vagina. Se nos dice que una cosa es el género y otra el sexo biológico. Pues bien, si es así, ¿por qué una autopercepción de género debería conducir a una variación del sexo biológico? ¿Por qué tendría que modificarse la constancia del sexo del individuo en el Registro Civil y aplicar el sistema binario masculino-femenino siendo este una mera construcción cultural, propia de una sociedad heteronomizada.
Por cierto, nada autoriza que una persona transexual sea agredida, minusvalorada o discriminada por esa condición. El Movilh tiene razón al protestar porque el sábado pasado una trabajadora de un supermercado se habría negado a vender maquillaje a una transexual, espetándole «no atiendo a personas como tú».
Pero el respeto que se debe a la dignidad de toda persona, cualquiera sea la autopercepción de su identidad o su orientación sexual, no exige la aceptación acrítica de una cosmovisión ideológica que, contra toda evidencia, pretende subvertir la diferencia y complementariedad entre varones y mujeres.
Este artículo fue publicado originalmente por El Mercurio de Santiago.