Con sorprendente fragilidad de espíritu, tantas veces confundida con el amor y la tolerancia, son muchos los católicos que confunden el necesario diálogo ecuménico de los cristianos, con el abandono o la minusvaloración de la crítica justa y dolorosamente ejercida por la Iglesia a los seguidores de Lutero, cuando la unidad de los cristianos sufrió tantas y tan duras pruebas en los tiempos iniciales de la Edad Moderna. Es posible que en el tono de aquella condena existiera escasa caridad y compasión. Es más probable aún que el trato dado a los disidentes por el poder civil, amparado por la justificación de la Iglesia, tuviera elementos de crueldad, de agresión a la dignidad de las criaturas de Dios y de carencia de escrúpulos en el uso de la violencia que, con nuestros ojos de hoy en día y con nuestro deber como creyentes fieles al mensaje de Jesús, merecen el más enérgico de los repudios. Pero la sustancia de la crítica a Lutero, la base teológica de su condena, el fundamento de la denuncia de lo que, a ojos de los católicos, eran quiebras irreparables de los vínculos entre el hombre y el proyecto divino de la Creación, continúan siendo válidas. Eso no supone que protestantes y católicos estemos destinados a no dirigirnos más que palabras de amarga exclusión. Pero la existencia del diálogo supone el respeto a la identidad de cada uno, indispensablemente forjada en el contraste de nuestras posiciones de principio. Estas posiciones no habrán de rebajarse, de vejarse o de olvidarse, considerándolas ahora circunstanciales y excesivas, en especial en lo que hace al análisis del modo en que se produjo nuestra penosa y trágica ruptura. Lo que implica es recalificar nuestra actitud, sosteniéndola, con idéntica firmeza, sobre el amor al hermano en Cristo y sobre la defensa del catolicismo.
Conviene insistir en ello, porque da la impresión de que los católicos hemos asumido buena parte de una visión del pasado que, en buena medida, ha ido normalizando lo que, desde la crisis del siglo XVI, ha sido una campaña realizada en medios protestantes e incluso en espacios de no creyentes, como el contraste entre las virtudes modernas, emancipadoras, respetuosas con la razón del individuo, y los vicios anacrónicos, oscurantistas, serviles y faltos de toda consideración a la fuerza de la libertad personal que, en una amplia tradición literaria, ha ido caracterizando las diferencias entre católicos y luteranos, dando a la Reforma protestante razones sociales, políticas, históricas, morales e incluso teológicas que de ningún modo corresponden a la realidad de aquel debate y a la actualidad de nuestras diferencias. Los católicos han acabado por aceptar, con más indolencia intelectual que humildad, con más cobardía teórica que tolerancia, con más ignorancia que generosidad, una imagen de la Contrarreforma, del Concilio de Trento y de la paciente labor de defensa de los valores fundacionales del cristianismo por la Iglesia, que apenas se distingue de lo que el luteranismo y otras corrientes protestantes han ido colocando en la explicación de la historia cultural de Occidente. El conocimiento que nuestros jóvenes tienen de aquel conflicto, así como de su radical actualidad en momentos en que se pone a prueba la capacidad del hombre para decidir su destino, ordenar su conducta en la Tierra y definir la calidad de su existencia libre y responsable.
Un buen ejemplo de este problema lo tenemos en el silencio culpable con el que se han acogido determinados elogios a Lutero realizados en el ámbito de la Iglesia, así como la falta de respuesta dada por los intelectuales católicos a algunas afirmaciones que pueden considerarse, por lo menos, irrespetuosas con nuestra tradición, aunque tal carencia de respeto no debería cogernos por sorpresa. La señora Merkel, hija de un pastor luterano, defendió con legítimo entusiasmo la fe en la que fue educada, considerando que, gracias a Lutero, el cristiano pudo disponer de una existencia de hombre maduro y responsable. Que una líder mundial exprese de este modo su elogio a un teólogo que inspira su fe, parece irreprochable. No lo es, sin embargo, que ningún católico haya respondido lo que no es insulto a ninguna actitud, sino pura reivindicación de nuestra creencia. El cristianismo trató de formar a hombres responsables y maduros desde el momento mismo en que Jesús proclamó su doctrina. Fue Cristo quien desvió el curso fatal de las aguas deshumanizadas de la historia afirmando la condición libre, universal, igual y trascendente del hombre. Fueron los teólogos cristianos los que no dejaron de profundizar en esta Verdad esperanzada, que dio pleno sentido a nuestra existencia terrena. Ni San Agustín, ni Santo Tomás, ni Erasmo, fueron seres inmaduros e irresponsables. Ninguno de los que prefirió ordenar su relación con el proyecto de Dios de acuerdo con el Concilio de Trento careció de madurez y de responsabilidad.
Por el contrario, tales hombres empeñaron su trabajo en la defensa de la libertad sustancial del hombre. Esta libertad no es limitación de la libertad de Dios, no es un área ajena a su voluntad, no es un accidente pecaminoso que obedece a nuestra imperfección. Se trata de la esencia misma del acto de la Creación. La libertad del hombre es la plenitud del proyecto de Dios. Es el vínculo que nos une a la eternidad. Es la metáfora existencial de nuestra relación con el universo cuyas dimensiones colosales habitan en el corazón infinito de Dios. Los católicos defendieron, frente al pesimismo atormentado de Lutero, que el hombre era un ser capaz de condenarse y salvarse con la ayuda de Dios y a través de sus actos. Afirmaron que el hombre disponía de la conciencia suficiente para su redención, aunque su posibilidad última estuviera en la voluntad de Dios al crearnos como seres libres. Una vez nacido, el hombre ha de construir su propio destino. Ha de relacionarse con Dios con alegría, con rendición de cuentas de sus actos, sin limitarse a una servil mística individual, sino expandiendo en su existencia comunitaria la permanencia aseveración de un hecho moral.
Esa es la madurez y la responsabilidad que Trento y la Contrarreforma rescataron del miedo, del pesimismo, del embozo del hombre en una irreversible insignificancia, de la escisión entre la fe individual y constante prueba de una vida sometida a los imperativos éticos de la Ciudad terrenal. De Trento surgió la unidad moral del género humano. De Trento brotó la vinculación renovada entre la tradición católica y el cristianismo fundacional de Jesús. De Trento partió una forma de vivir nuestra fe como afirmación de nuestra libertad. Afirmación grave, exigente, amorosa y esperanzada. Porque nos jugamos, de uno en uno, nuestra salvación. Porque nos jugamos, entre todos, la supervivencia del mensaje del buen Jesús en esta tierra.
Fernando García de Cortázar
Publicado originalmente en Alfa y Omega