El hombre se asoma al abismo del mal y siente un indefinible y atenazante vértigo. Es un pozo profundo cuyo final no vislumbra, donde la oscuridad tiene la forma de la ausencia de lógica, de ausencia de justificación; donde las certezas básicas, que sustentan su vida cotidiana, se diluyen como azúcar en el agua.
Ante los casos de maldad radical, no sirven la explicación socio-económica, porque no siempre (ni siquiera frecuentemente) estos casos van vinculados a situaciones de marginalidad o pobreza. Tampoco vale la justificación fisiológica, psiquiátrica, ya que gente perfectamente sana, sin una patología que no sea moral, puede hacer el mayor daño. ¿Explicará ese fenómeno nuestro ancestral sustrato animal, nuestras raíces en el instinto? La vida, concebida, como lo hace Nietzsche, como voluntad de dominio, no acata normas externas ni escrúpulos más allá de sus deseos. Pero tampoco esta explicación ilumina el misterio. El animal sigue sus instintos mecánicos para satisfacer sus necesidades, para defender su territorio o su prole, pero no se deleita en el sufrimiento del otro, no es un esteta del mal. El animal hace daño de forma inocente y mecánica. El hombre se regodea en el mal con el refinamiento de un artista y la capacidad de matización de un gourmet.
No sirven, pues, las viejas ideas para explicar este vértigo, este abismo umbroso abierto a nuestros pies. Ni economía ni psiquiatría ni instinto. Ni Marx ni Freud ni Nietzsche: repertorio de antiguas soluciones, los viejos maestros de la sospecha, cuyas explicaciones para este tema hieden a orín y alcanfor.
No queda sino reconocer que no es un mero accidente de la naturaleza humana, sino algo más profundo y radical. Para un cristiano existe una cierta explicación desde la tradicional teoría del pecado original. Ha escrito Benedicto XVI: “Una visión lúcida, realista del hombre y de la historia no puede dejar de descubrir la alienación, no puede ocultar el hecho de que existe una ruptura de las relaciones: del hombre consigo mismo, con los otros, con Dios”. Gran parte de la cultura moderna es un enorme esfuerzo por olvidar esta alienación, por enmascararla o justificarla. Los ilustrados, desde su optimismo, pensaban que la superstición y la ignorancia estaban en el origen de todos los males y que las Luces vendrían a traer el Reino del Progreso; la Modernidad y la Postmodernidad siguen en este camino, yendo más lejos y llegando a disolver en el Relativismo Moral la diferencia entre bien y mal.
Pero este es un optimismo infundado y hasta peligroso. Su presencia terrible, la del mal, sigue ahí. Este fenómeno queda como un misterio sin fondo, como la terrible indeterminación de una Libertad que, sumergida en la vorágine del puro voluntarismo, se desarraiga de la Verdad.
En resumen, la visión cristiana del mundo, pues, es realista, porque parte de la evidencia de esta carencia alienante y objetiva. Pero -ahí radica el matiz diferencial más importante-, no fatalista, sino de un realismo optimista, porque no estamos solos en esta lucha, porque tenemos la certeza de que frente al mal está la Gracia.
Tomás Salas