No es nada raro que te encuentres con padres y madres cristianos que se lamenten que, habiendo intentado dar una educación cristiana a sus hijos, no lo hayan conseguido. Sus hijos están bien educados, tienen valores humanos, pero no quieren saber nada de la Iglesia.
Es indudable que hay unos cuantos factores que contribuyen a la pérdida de la fe de nuestros jóvenes y que uno de los más importantes son los factores educativos. La educación religiosa termina en muchos casos con la confirmación y se da una preocupante separación entre la cultura humana del joven, que sigue con sus estudios, y la formación religiosa, que queda prácticamente bloqueada en ese punto, con lo que sucede algo parecido a lo que sucede con la ropa: a un joven de veinte años: ya no le valen generalmente los vestidos que usaba seis años antes. Y así sucede que muchos jóvenes van a la Universidad y allí se encuentran con un ambiente poco propicio e incluso hostil a la Iglesia y como su formación y personalidad es bastante flojucha, no están en condiciones de dar razón de su fe y acaban perdiéndola. Los jóvenes de todas las épocas son parecidos. Recuerdo que hace unos años, me impactó mucho leer una fabulosa descripción de los jóvenes de hoy, pero escrita en los tiempos del emperador Augusto. Con su personalidad en crecimiento, con frecuencia no se dan cuenta que América lleva ya muchos años descubierta.
En el sentido de sus relaciones con la Fe y la Ciencia, nunca se me olvidará una anécdota sucedida en un viaje en tren en Francia a fines del siglo XIX. Coincidieron en el tren un joven y un señor mayor; el joven intentó convencer al señor mayor que los modernos avances científicos concluían en la no existencia de Dios. El señor mayor estuvo muy interesado y le dijo al otro que le mandase esos artículos. Cuando al final del viaje se intercambiaron las tarjetas de visita supongo que el joven pensaría algo así como: «Trágame, tierra». Había estado intentando convencer de la falsedad científica de la existencia de Dios a Luis Pasteur. Eso mismo he oído en varias ocasiones a alumnos míos y recientemente me contaban algunas madres que sus hijos intentaban convencerles de la no existencia de Dios con esos argumentos supermodernos de más de cien años de antigüedad.
Aunque entre Iglesia y Ciencia ha habido algunos malentendidos, como el caso Galileo, la aportación de la Iglesia a la Ciencia ha sido fundamental. Muchos científicos de primera fila son creyentes y algunos, sacerdotes. La cultura grecorromana ha llegado a nosotros gracias a los monasterios medievales, así como las principales Universidades europeas son de fundación eclesiástica. En cambio, en el campo laicista, aunque hay aportaciones de primera línea, también hay ridículos clamorosos, como la relación entre la ciencia marxista y la Genética, o sus esfuerzos de convencernos que lo que se ve en las ecografías son seres vivos pero no humanos, y si aceptan que son seres humanos estamos ante una panda de criminales.
La Iglesia nunca ha tenido miedo de mostrar cómo entre la fe y la verdadera ciencia no puede haber conflicto alguno, porque ambas provienen del mismo Dios, y, aunque por caminos distintos, tienden a la verdad. Dice a este respecto el Concilio: «La experiencia del pasado, el progreso científico, los tesoros escondidos en las diversas culturas, permiten conocer más a fondo la naturaleza humana, abren nuevos caminos para la verdad y aprovechan también a la Iglesia»(GS 44).
Siempre me ha sorprendido la audacia con que se habla de Religión. Mientras para hablar de Matemáticas, Farmacia, Ingeniería, Historia, o Filosofía, la gente comprende que necesita unos conocimientos básicos, tal vez la Religión sea el único lugar donde se puede discutir desde una total ignorancia. Recuerdo en este punto lo que un padre no creyente, un muy famoso socialista francés, Jean Jaurés, decía a su hijo, que le pedía no ir a clase de Religión: «¿Cómo seria completa tu instrucción sin un conocimiento suficiente de las cuestiones religiosas sobre las cuales todo el mundo discute? ¿Quisieras tú, por ignorancia voluntaria, no poder decir una palabra sobre estos asuntos sin exponerte a soltar un disparate?... No es preciso ser un genio para comprender que sólo son verdaderamente libres de no ser cristianos los que tienen facultad para serlo, pues, en caso contrario, la ignorancia les obliga a la irreligión.». Pero me temo que la mayoría de nuestros laicistas no tienen capacidad de entender este razonamiento.
Pedro Trevijano, sacerdote