En el sexto día de la Creación «creó Dios al hombre a imagen suya, a imagen de Dios lo creó y los creó macho y hembra; y los bendijo Dios diciéndoles: ‘Procread y multiplicaos’» (Gén 1,27-28). La familia es por tanto creación del amor de Dios y, aunque Satanás intente destruirla contando con la desdichada cooperación de muchos legisladores y sus leyes diabólicas contra ella; la familia, y más concretamente la familia cristiana, ésta perdurará, según la promesa de Cristo, hasta el fin de los tiempos (cf. Mt 28,20).
«El deseo de Dios está inscrito en el corazón del hombre, porque el hombre ha sido creado por Dios y para Dios» (Catecismo de la Iglesia Católica nº 27). «Dios «puede ser conocido con certeza mediante la luz natural de la razón humana a partir de las cosas creadas» (CEC 36; D. 1785; DS. 3004), si bien la divina revelación nos ayuda a conocerle «de modo fácil, con firme certeza y sin mezcla de error alguno» (D. 1786; DS. 3005). «La respuesta adecuada a esta revelación divina es la fe» (CEC 142).
Por supuesto acepto que de la existencia de Dios tengo una certeza razonable, que no llega a la evidencia, por lo que tengo que respetar, un motivo más, a quien no piensa como yo. Apoyo mi fe en Dios, ante todo, en la existencia y la edad del mundo. La edad del mundo nos plantea una disyuntiva: el mundo ha sido creado por Alguien inteligente, a quien llamamos Dios, o es fruto del azar. Para ser fruto del azar me parece demasiada casualidad y me convence más que detrás del mundo hay un Ser inteligente. En realidad estoy aceptando la tercera vía de Santo Tomás.
La segunda razón es que la máxima aspiración de cualquier ser humano es ser feliz siempre. Ahora bien, si eso fuese imposible o inalcanzable podríamos decir con toda razón que somos víctimas de una gigantesca estafa, porque mi mayor aspiración es irrealizable. Y mi tercera gran razón es la que muchos emplean precisamente para convencernos que Dios no existe: la existencia del mal en el mundo. Si Dios no existe, como nos dice san Pablo «comamos y bebamos, que mañana moriremos « (1 Cor 15,32). Sería el triunfo de la injusticia y personalmente preferiría ser terrorista a víctima del terrorismo.
Pero Dios además es Padre. El retrato divino que somos, pues Dios nos creó a su imagen (Gen 1,26), se vio quebrantado, pero no aniquilado, por el pecado, ofreciéndosenos nuevamente la filiación divina gracias a la salvación de Cristo.
Ya el Antiguo Testamento había presentido algo de esto: textos de libros muy diferentes y alejados en el tiempo designan a Israel como «hijo de Dios»(Ex 4,22; Os 11,1; Jer 31,20; Is 43,6; Sab 18,13). En el Nuevo Testamento para S. Pablo somos hijos de Dios por adopción (Gal 4,4-7; Rom 8,14-17; Ef 1,5), mientras que S. Pedro nos dice que somos consortes de la naturaleza divina (2 P 1,4) y santificados por el Espíritu Santo (1 P 1,2).
Dios no sólo es Padre, sino que es mi Padre. Quiere que seamos sus hijos, no sólo porque nos ha creado, sino sobre todo porque nos quiere. Quiere conseguir de nosotros nuestra perfección, para lo que nos pide que le dejemos hacer, que nos abandonemos a Él para que Él pueda trabajar en nosotros y modelarnos como un alfarero puede formatear la arcilla. Nos tratará bien, pero sin mimos, precisamente porque quiere lo mejor para nosotros, y para ello necesita podarnos, aunque a nosotros no nos guste la poda ni el sacrificio, y preferimos instalarnos en nuestra mediocridad. Claro que queremos ser santos, pero sin que ello nos cueste esfuerzos. Él, por el contrario, nos pide que, como hicieron los apóstoles, pese a su mediocridad, que oigamos su mensaje de: «Sígueme», y que le sigamos incondicionalmente, cosa que podemos hacer porque indudablemente no va a dejarse ganar en generosidad y contamos con la ayuda de su gracia, que hace que todo lo que Él pretende de nosotros, nos sea posible realizarlo.Y entonces se nos hace posible no sólo poder confiar en Él, sino tratarlo como lo que realmente es : nuestro auténtico Padre. Y así lograremos tratar con Él, como un hijo lo hace con su Padre, haciéndole partícipe de nuestras alegrías y penas, de nuestros éxitos y fracasos, de nuestros ideales e insatisfacciones. Considerémosle como nuestro Padre y pidámosle que pueda sentirse satisfecho y orgulloso de nosotros, sus hijos. Así formamos parte de la familia divina. Con ese apoyo y respaldo es evidente que ni Satanás, ni los ideólogos de género podrán nada ni contra la familia divina, ni contra la familia humana, que es también obra de Dios Todopoderoso.
Pedro Trevijano