Carta de un sacerdote recibida por Sandro Magister:
Estimado Magister,
no es poco lo que ya se ha escrito sobre el impacto del pontificado del Papa Francisco «ad intra» y «ad extra Ecclesiae» en lo que concierne a la renovación de la vida espiritual de los fieles y su participación comunitaria a la vida de la Iglesia, así como la deseada vuelta a la práctica evangélica y sacramental de cuantos se habían alejado en los decenios pasados. Y desde distintas perspectivas: teológicas, antropológicas, históricas, sociológicas, culturales, comunicativas y políticas. No creo que se deba añadir nada más a este respecto, por el hecho también de que muchos de estos datos y de estas consideraciones deben aún ser maduradas a través de una reflexión crítica y serena.
Sin embargo, permanece abierta –y en parte incierta–, la individuación de un fuerte indicador espiritual y pastoral para medir el efecto de un cambio de personalidad, disciplina o enseñanza sobre las almas y el pueblo de Dios.
Soy consciente de ello. Actualmente, las «almas» y el «pueblo de Dios» son dos categorías teológicas y eclesiales que están indefensas, sobre todo en las intervenciones del actual pontífice y de su «new establishment». Pero, hasta evidencia contraria, forman parte de la fe católica confirmada por el propio Concilio Vaticano II. Y su negligencia conlleva el riesgo, para nada insólito, de cambiar la «salus animarum» por los «vota aliquorum» y el «bonum populi Dei» por el «popularis consensus». Traduzco: la salud de las almas por los deseos de algunos y el bien del pueblo de Dios por la popularidad.
Dejo a los amantes de la sociología de la religión, de la comunicación pública de la fe y de la política eclesiástica cualquier consideración sobre la participación en masa de los fieles y de los no creyentes a los acontecimientos públicos en los que está presente el Santo Padre (audiencias generales, Angelus, celebraciones litúrgicas, etc.) –y cuyos datos estadísticos oficiales proporcionados por la prefectura de la casa pontificia muestran un marcado descenso desde el primer al tercer año del pontificado del Papa Francisco– y sobre el posible significado que estos números tienen en lo que atañe a la conversión al Evangelio y a la adhesión al mensaje «urbi et orbi» del pontífice para una «nueva primavera» de la Iglesia, caracterizada por las «puertas» abiertas de par en par con facilidad a todos (si no recuerdo mal, el Evangelio de Lucas habla sin embargo de una «puerta estrecha» que para ser atravesada necesita «esfuerzo», fatiga y por la que «muchos intentarán entrar, pero no lo conseguirán»).
En cambio, deseo simplemente comunicar la experiencia –los hechos tal como ocurren en la cotidianidad del trabajo pastoral de periferia, por lo que «contra factum non valet illatio»–, de un sacerdote que dedica el tiempo y las energías que le quedan, tras haber cumplido el ministerio que el obispo le ha confiado principalmente, a la tarea de la reconciliación sacramental, convencido de que la misericordia de Dios pasa, sobre todo, de manera ordinaria y siempre accesible a través de la discreción de la rejilla oscura y de la ventana estrecha del confesionario, y no recorriendo a la luz de los faros de las basílicas y ante los ojos de todos las grandes puertas del Año Santo (cuyo mérito es otro: el de obtener la remisión ante Dios de la pena temporal por los propios pecados si estos han sido ya remitidos, respecto a la culpa, en el sacramento de la confesión, que sigue siendo el vehículo principal y fundamental de la misericordia de Dios hacia nosotros pecadores, después del bautismo).
Los hechos son estos. Desde la apertura del Año Santo deseado por el Papa Francisco y en ocasión de las fiestas navideñas de 2015, como también desde que Jorge Mario Bergoglio se sienta en la cátedra de Pedro, el número de fieles que se acercan al confesionario no ha aumentado ni en los tiempos ordinarios ni en los festivos. La tendencia que ha caracterizado estos últimos decenios de una progresiva y rápida disminución de la frecuencia de la reconciliación sacramental no se ha detenido. Más bien al contrario: nunca como en proximidad de esta Navidad los confesionarios de mi iglesia han sido tan ampliamente desertados.
Para superar esta amarga consideración he intentado consolarme imaginando que las basílicas vinculadas al Año Santo en Roma o en otras ciudades, o los santuarios y conventos: tal vez hayan podido atraer un mayor número de penitentes. Pero una ronda de llamadas telefónicas para felicitar las fiestas, como hago cada año, a algunos hermanos sacerdotes que escuchan normalmente las confesiones en estos lugares ha confirmado lo que yo he constatado: filas de penitentes cortas, menos aún que en las festividades de los años pasados.
Y cada vez hay menos noticias de conversiones memorables de ovejas perdidas desde hace años y que vuelven al redil del Buen Pastor a través de los «siervos inútiles» de su misericordia que somos nosotros los sacerdotes. Cuando, muy raramente, esto sucede, no hay una referencia explícita ni implícita a la persona o a las palabras del Papa actual más de cuanto sucedía en el pasado con sus predecesores (¡cuántos jóvenes volvían de las Jornadas Mundiales con el propósito de confesarse regularmente!).
Desconfiando del valor de los números, porque también la salvación de una única alma tiene un valor infinito a los ojos de Dios, he recorrido la «calidad» de las confesiones por mí escuchadas y he pedido –siempre en el respeto del secreto de confesión sobre la identidad del penitente– noticias al respecto a algunos hermanos sacerdotes penitenciarios que tienen experiencia desde hace mucho tiempo. La imagen que se presenta no es ciertamente buena, tanto en lo que concierne a la conciencia del propio pecado, como en referencia a la conciencia de los requisitos para acceder al perdón de Dios (también en este caso sé que el término «perdón» está cediendo el paso a «misericordia» y corre el riesgo de quedar arrinconado, pero ¿a qué precio teológico, espiritual y pastoral?).
Dos ejemplos valen por todos. Un señor de mediana edad, al que le pregunté con discreción y delicadeza si se había arrepentido de una serie repetida de pecados graves contra el séptimo mandamiento «no robarás», de los cuales se había acusado con una cierta ligereza y casi bromeando sobre las circunstancias, ciertamente no atenuantes, que los habían acompañado, me respondió retomando una frase del Papa Francisco: «La misericordia no conoce límites» y mostrándose sorprendido por el hecho de que yo le recordara la necesidad de arrepentirse y del propósito de evitar recaer en el futuro en el mismo pecado: «Lo hecho, hecho está. Lo que haré en adelante lo decidiré cuando salga de aquí. Lo que pienso sobre lo que he hecho es una cuestión entre Dios y yo. He venido aquí sólo para recibir lo que nos corresponde a todos, por lo menos en Navidad: ¡poder recibir la comunión a medianoche!». Y concluyó parafraseando la ya célebre expresión del Papa Francisco: «¿Quién es usted para juzgarme?».
Una señora joven, a la que le había propuesto como gesto penitencial, vinculado a la absolución sacramental de un grave pecado contra el quinto mandamiento «no matarás», la oración de rodillas ante el Santísimo Sacramento expuesto en el altar de la iglesia y un acto de caridad material hacia un pobre en la medida de sus posibilidades, me respondió enfadada que el Papa había dicho pocos días antes que «nadie debe pedirnos nada a cambio de la misericordia de Dios, porque es gratis» y que no tenía ni el tiempo para quedarse en la iglesia a rezar (tenía que «irse corriendo a hacer las compras navideñas en el centro de la ciudad»), ni dinero para darlo a los pobres («que de todas formas no lo necesitan porque tienen más que nosotros»).
Es evidente que algún mensaje del Papa, por lo menos tal como es recibido y llega a los creyentes, se presta fácilmente a ser malinterpretado y, por consiguiente, no ayuda a que madure una conciencia verdadera y recta en los fieles sobre el propio pecado y las condiciones de su remisión en el sacramento de la reconciliación. Sin ánimo de ofender a Mons. Dario Viganò, prefecto de la secretaría para la comunicación de la Santa Sede, el «proceder zigzagueando» entre los conceptos sin detenerse nunca para concretar uno –algo que él reconoce como una cualidad del «estilo comunicativo del Papa Francisco», lo que «hace que sea tan irresistible» para el oyente moderno–, presenta algún que otro inconveniente espiritual y pastoral, que no es poca cosa si atañe a la gracia y los sacramentos, el tesoro de la Iglesia.
Me detengo aquí para no abusar de su paciencia. No pretendo proponer como termómetro de la fe y de la vida eclesial la cantidad o la cualidad de las confesiones y, de manera más general, de la frecuencia a los sacramentos, ni hacer de ellos un parámetro exclusivo para la valoración de un pontificado o del estado de salud de la Iglesia. No sería justo y haría perder de vista otras dimensiones de la vida según el Evangelio y de la misión eclesial.
Pero no deberíamos tampoco dejar de tomar en consideración algunas señales preocupantes que proceden tanto de las iglesias de «periferia», como de las del «centro».
No estaban del todo equivocados los obispos que, por lo menos hasta el Concilio Vaticano II y en muchos casos también después, durante las visitas pastorales en la propia diócesis preguntaban a los párrocos, ante todo, cuántas confesiones y cuántas comuniones hacían en un año, relacionándolas con el número de bautizados confiados a su atención.
Y tampoco estaban equivocados los Papas que en el pasado se hacían entregar por los obispos en visita «ad limina apostolorum» el número de los sacramentos administrados en conjunto en sus diócesis.
Eran obispos y Papas que sacaban indicaciones útiles sobre el estado de las almas y de la santidad del pueblo de Dios simplemente a través de la medicina de las almas y del vehículo de la gracia santificante.
Ciertamente no disponían de todo el aparato institucional, comunicativo, tecnológico y organizativo hecho posible por la sociología religiosa, la prensa, la radio y la televisión, pero tenían de su parte la humilde certeza de que no es acariciando las modas culturales y antropológicas del tiempo como se salvan las almas, ni aceptando los (re)sentimientos y las reivindicaciones individuales y sociales tanto dentro como fuera de la Iglesia como se edifica al pueblo de Dios sobre el camino de la santidad.
Gracias por su atención y cordiales saludos, «ad maiorem Dei gloriam».
[Carta firmada]
Traducción en español de Helena Faccia Serrano, Alcalá de Henares, España.
Publicado originalmente en Chiesa