Al origen de mi vocación está el encuentro de dos miradas de amor: la de Jesús y la mía. No encuentro una mejor manera de verbalizar esta experiencia existencial que con este triple movimiento: Él que me mira con «Amor», yo que me dejo mirar y luego yo que también aprendo a mirarlo a Él con amor. Con el pasar del tiempo he podido llegar a sintetizar todo esto en el versículo 21 del capítulo 10 del Evangelio de san Marcos: «Jesús, fijando en él su mirada, le amó».
La vocación es un acto especial de amor de Dios. Es también una iniciativa gratuita que nace de Él y que, aunque se puede remontar a un momento originario más o menos preciso, en realidad involucra toda la vida: en el pasado como preparación del camino para que la vocación germine; en el presente como tiempo concreto donde la respuesta al llamado se hace obra; hacia el futuro como esperanza de una entrega continuada.
Dios me miró con amor y me puso en una familia en la que siempre ha habido sobreabundancia de amor. Mi papá (Felipe) fue profesor de primaria y mi mamá (Carmen) aunque estudio enfermería, no la ejerció mucho tiempo pues prefirió convertirse en profesional del hogar. Soy originario de Celaya, Guanajuato, México, aunque la mayor parte de mi vida antes de ingresar en la vida religiosa la pasé en Dolores Hidalgo. Tengo dos hermanos, Felipe de Jesús y Yuly, a los cuales amo profundamente y a los que también agradezco tantos momentos de alegría y pelea juntos.
Como en muchas familias mexicanas, la convivencia «familiar» no quedaba circunscrita al núcleo más inmediato de los papás y hermanos. La casa de mis abuelos paternos («papá Felipe» y «mamá Rosa») solía convertirse en centro de concentración y operaciones de los primos que vivíamos en la misma ciudad (algunas veces también en ring o trinchera de guerra, individuales o entre «facciones» por edades) y en hotel, salón de fiestas y convivencias durante los periodos de Navidad y Pascua. Fue especialmente en esos periodos en los que aprendí por experiencia la importancia y belleza del cuarto mandamiento («honrarás a tu padre y a tu madre») así como el valor de la unidad familiar. No puedo dejar de mencionar a cada uno de mis tíos y tías paternos de los cuales yo siempre recibí cariño, aliento y más cariño: Julia, Casi, Paula, Pera, Juanita, Iván, Remi y Mauro. A sus nombres van asociados sus esposos o esposas, a los cuales también recuerdo con tanto afecto, aunque algunos ya no estén aquí en la tierra o en algún caso tampoco juntos (Daniel, Jesús, Agustín, Nacho, Ana, Ofelia, Brenda). Finalmente, no puedo dejar de recordar a todos mis primos a los que quiero también tanto.
La familia de mi mamá es de origen muy sencillo –agricultores, campesinos y migrantes para más señas– y eso me ayudó a nutrir una sensibilidad que hoy todavía conservo. Siendo el nieto mayor por parte materna fui sujeto del cariño y condescendencia especiales que se le nutre a los primerizos.
Solíamos ir cada ocho días al rancho de mis abuelitos (Cosme y Leonor) a quienes desde que comencé a balbucear –y hasta el día de hoy– llamo cariñosamente «Tito» y «Tita ». El contacto con la naturaleza, por tanto, fue una constante. Recuerdo los deliciosos paseos a los inmensos campos verdes cultivados con maíz, frijol y alguno que otro tubérculo en tiempos de lluvia veraniega donde los ríos iban preñados de agua cristalina y en los que, cuando las nubes lo permitían, el sol bañaba no sólo las plantaciones sino también a las personas. Recuerdo esas gamas azules del cielo reflejados en los estanques de agua y en los ojos de los trabajadores. Recuerdo esas búsquedas de insectos, víboras y reptiles que la mayoría de las veces encontraba; recuerdo los azuzamientos (y posteriores huidas presurosas) de perros, avispas, gallinas, vacas y cabras cornudas. Y recuerdo la feliz convivencia, tantas veces aderezada por una barbacoa, elotes enchilados, tamales, atole de puscua o carnitas de cerdo, con mis queridos tíos y tías (Lola, Eufemia, Juanita, José, Lupe y Cosme) así como las bellas tradiciones patronales y navideñas practicadas en una comunidad fervorosamente cristiana como la del Refugio de Trancas.
Según la opinión de algunos, no parezco alguien introvertido o tímido y, sin embargo, lo soy. Buena parte de mi infancia estuvo consagrada al cuidado de mis abuelitos paternos quienes tuvieron un próspero negocio de abarrotes que de un tiempo en adelante precisó de un poco de ayuda. Dado que mi papá y mi tía Paula fueron mis profesores en la primaria, me permitían salir un poco antes de la escuela para ir a la tienda a ayudar a mis abuelitos (sucedía que por edad ya no podían distinguir bien las monedas y billetes y eso los hacía susceptibles de fraudes y/o engaños al momento de los cobros).
Con el pasar de los años tanto «papá Felipe» como «mamá Rosa» enfermaron (a ella la diabetes le llevó a perder por gangrena algunas extremidades inferiores de su cuerpo y también la vista; a él una caída le hizo perder la movilidad luego agravada por un alzhéimer) así que, tanto porque era necesario como porque no era posible que alguien más lo hiciera, me consagré a asistirlos. Ciertamente eso supuso muchas renuncias: tal vez no cultivé y desarrollé muchas relaciones humanas o amistades y ciertamente me perdí de muchas actividades propias de un adolescente pero gané en otros ámbitos como el de la sensibilidad hacia los enfermos. Por otra parte, en la casa de mis abuelos paternos existía una rica biblioteca cuyos libros pasaron al menos una vez por mis manos en alguna de esas tardes en que mi única distracción, al pie de la cama de mis abuelitos, era memorizar por voluntad propia banderas, ríos, montañas, capitales y la historia de países.
Finalmente, también puedo decir que tanto por parte de mis abuelos paternos como maternos «gané» en fervor religioso: si algo era evidente era que los cuatros amaban a Dios y creían en Él. En casa de «papá y mamá Rosa» abundaban las imágenes religiosas. Fue así que memoricé las oraciones que venían en el reverso de las estampas, muchas de las cuales aún recuerdo.
En el rancho de mis «Titos» había dos cuadros que siempre que les visitaba no podía dejar de ver. Se trataba de dos pinturas de pequeñas dimensiones. En una de ellas se veía a un moribundo con un sacerdote de un lado de la cama y del otro un demonio tratando de robarle el alma para siempre. Era la lucha entre el bien y el mal en el momento más decisivo de la vida. La otra pintura era más compleja: los tres caminos posibles tras la muerte. Uno conducía al cielo, otro al purgatorio y otro al infierno. El camino hacia el cielo comenzaba con espinas y era más bien accidentado pero la meta era bella. El camino que conducía hacia el infierno era bonito al inicio pero el destino final no lo era. Esos dos cuadros fueron las catequesis más fructíferas que conservo hasta el día de hoy. Conservó también en mi bagaje de experiencias espirituales la participación activa, junto a algunos primos y amigos de mi hermano y de mis primos, en la organización de las fiestas patronales de «Jesús de Nazaret», del local barrio homónimo. Recuerdo también las primeras oraciones que aprendí en el hogar. Todas las noches ante de dormir mi papá pasaba a persignarme. Tras su bendición repetíamos juntos una oración con la que aprendí a persignar mi cama y que con el paso de los años no he dejado de repetir:
«Persígnate cama,
de canto a canto,
que no llegue cosa mala,
ni cosa de espanto,
sólo la gracia de Dios
y la del Espíritu Santo.
Con Dios me acuesto,
con Dios me levanto,
con la gracia de Dios
y la del Espíritu Santo.
Cuatro pies tiene mi cama,
cuatro son los Evangelios,
cuatro los que me acompañan:
san Juan, san Lucas, san Marcos y san Mateo».
Igualmente recuerdo esa oración que tantos niños hemos aprendido como forma de devoción al propio ángel guardián y que no pocas veces viene a mi mente a modo de jaculatoria:
«Ángel de mi guardia,
mi dulce compañía,
no me desampares
ni de noche, ni de día».
Llegado el momento de iniciar los estudios inmediatamente pre universitarios se dio la posibilidad de realizarlos en una ciudad distinta a Dolores Hidalgo, más concretamente en la capital del Estado, en la ciudad de Guanajuato. Tras presentar y aprobar el examen de admisión para una reconocida preparatoria me vi de pronto ante dos experiencias completamente nuevas y retadoras para mí: la soledad del contexto de un nuevo ambiente de vida y la necesidad de gestionar de un modo bastante distinto mi propia libertad.
Guanajuato es una ciudad cosmopolita. A pesar de sus dimensiones relativamente pequeñas es un centro urbano con todas las características propias de un lugar donde más o menos todo gira en torno a la universidad y a la rica historia de arte y cultura de una tradicional y turística capital colonial mexicana. Comprensiblemente, un espíritu más bien tranquilo y sensible a las artes como el mío se familiarizó prontamente con aquel atractivo ambiente cuya máxima expresión era el mundialmente célebre «Festival Internacional Cervantino». Muchas tardes de aquella etapa de mi vida las pasé en un lugar que llegó a convertirse en una especie de refugio: la antigua biblioteca que se encontraba entre el edificio principal de la Universidad de Guanajuato y el no menos conocido Teatro Juárez.
Ingresé en la academia de teatro de la preparatoria oficial de la Universidad de Guanajuato y también participé tanto en un intento de programa de radio en la estación de la misma universidad como en un ballet de danza folklórica y contemporánea del mismo centro de estudios. Pero la novedad de muchas otras cosas no tan sanas y la recién estrenada experiencia de no rendir cuentas –ni económicas ni de vida– a alguien pronto quedó reflejado en mi rendimiento académico. Ahora veo aquel periodo de mi vida como una oportunidad de maduración y sano desprendimiento de realidades tan legítimamente queridas como la propia familia.
Fue por entonces que también me convertí en fan de «The X Files» y que se despertó la pasión por el cine que, en aquel tiempo, ante la ausencia de salas en sentido pleno en Guanajuato, se proyectaba en el Teatro Cervantes y el Teatro Principal. No poco dinero quedaba invertido en los festivales de cine y revistas especializadas en esa bella arte.
Concluí los estudios pre-universitarios en el Colegio Independencia de Dolores Hidalgo, un instituto gestionado por religiosas de la familia del Corde Iesu. De ese tiempo recuerdo con no menor cariño la experiencia de amistad con tantas personas a las que sigo queriendo y frecuentando hoy en día . Para entonces, el chico «inocente» y «noble» se convirtió en alguien también popular. En tres ocasiones gané los premios que daba la clase social alta que frecuentaba el colegio (y que, a decir verdad, no era la mía): dos veces en la categoría del «más popular» y una más en la de «más sociable». Me invitaban a conducir eventos en las discotecas y, de pronto, me convertí también en editor de la primera revista del colegio: «La pingüineta».
La realidad es que la publicación tuvo un éxito que superó los muros del colegio hasta llegar a convertirse en una revista amateur solicitada en otras preparatorias (para mi sonrojo debo admitir que se trataba de una de esos magazines hoy catalogados como «de sociales»). Pero desafortunadamente lo mío era la edición y no la administración pecuniaria así que tras un año cerramos por deficiencias en ese segundo campo.
Otro ejemplo de mi pésima gestión administrativa era las tareas que a veces, bajo pago, hacía para terceras personas. En ocasiones nos pedían leer libros y luego resumirlos en tres o cuatro hojas. Siempre he leído con agilidad y la riqueza de vocabulario es tal vez un remanente de mis años en la biblioteca de los abuelos paternos. No pocos acudían a mí pidiéndome les hiciera el resumen y yo lo hacía pero los fiaba. El día en que en casa me hicieron ver que, en el último año, la tinta de la impresora se acababa más rápido que de costumbre me di cuenta que llevaba 365 días de trabajo no remunerado.
Fui un joven que aprendió a ser feliz haciendo feliz a otros. ¡Cuántas tardes las pasé escuchando los problemas juveniles de tantas amigas y amigos! Y fue así como me ejercité en la práctica no sólo de la escucha sino también del consejo y de la discreción.
Naturalmente también me divertía: me gustaba bailar (me gusta, aunque ya no lo haga) y, a juicio de mis amigos, no lo hacía mal. También me gustaba vestirme bien así que los ahorros terminaban consagrados al avituallamiento de lo necesario, especialmente el calzado, rubro en el que llegué a acumular la cantidad de casi un centenar de pares de zapatos.
Fue en el último semestre de preparatoria donde descubrí que era feliz pero que aquello que me procuraba la felicidad se trataba de realidades bastante humanas y por eso mismo pasajeras. Dado el interés precedente por el cine y el periodismo pensé que lo más lógico sería iniciar la carrera de cinematografía o ciencias de la comunicación así que me dispuse a ello.
Una noche tirado en la cama, tras horas «felices» de discoteca y al parecer sin mucho sueño, me encontré reflexionando sobre la fugacidad de esos momentos y el hecho de que en ese instante la realidad es que estaba solo. Me di cuenta tanto con la cabeza como con el corazón que tal vez podría seguir pasándomela bien unos 10 o 15 años más pero que, como todo ser humano, iba a envejecer . Y entonces percibí con nitidez que la vida no es sólo una fiesta y que los momentos que realmente me habían llenado fueron los de entrega a los demás. Pensé en mi relación con Dios y, según yo, me di cuenta que no estaba «tan mal». En el fondo precisaba una reconciliación con Él.
Y fue así que un martes de la primera semana de pascua de 2001 llegué al Centro Vocacional de los Legionarios de Cristo en León, Guanajuato. Me recibió el primer legionario que conocí, el P. José Antonio Padilla, quien luego me puso en contacto con el segundo legionarios que conocí, el P. Ramón Loyola, quien a su vez me puso en contacto con quien finalmente logró llevarme tres meses después al noviciado: el P. Juan Pedro Oriol, quien por entonces era también legionario.
¿Por qué irme con los legionarios y por qué si no los conocía? Yo tampoco lo sé. Fue Dios quien me llevó y yo que me dejé llevar por Él. Hago mías las palabras con las que san Juan Pablo II, en su obra autobiográfica «Don y misterio», describe los comienzos de su llamado:
«En su dimensión más profunda, toda vocación sacerdotal es un gran misterio, es un don que supera infinitamente al hombre. Cada uno de nosotros sacerdotes lo experimenta claramente durante toda la vida. Ante la grandeza de este don sentimos cuán indignos somos de ello».
A decir verdad no fui al «candidatado» con la intención de quedarme sino de tener una experiencia de retiro. Esa experiencia se ha prologado por 15 años y pido a Dios que se prolongue hasta el cielo.
Al inicio del noviciado tuve que madurar en el descubrimiento del llamado recibido. Mucho me ayudaron, por un lado, las adoraciones eucarísticas que forman parte del ritmo de vida de todo noviciado de la Legión de Cristo y, por otro, ese paso para mí casi natural hacia una espiritualidad completamente centrada en la experiencia de amor de Jesús y en la consiguiente necesidad de anunciarlo a Él.
En mi caso, no puedo negar que la disciplina vivida en aquel momento y en los años sucesivos en la Legión de Cristo fue una gran ayuda que todavía al día de hoy sigue acompañando mi modo de vivir la propia consagración religiosa.
Concluidos los dos años de noviciado en el hermoso centro de formación que la Legión de Cristo tiene en un rincón verde, silencioso y cálido de Villa de Santiago, Nuevo León (más o menos cercano a la ciudad de Monterrey), pasé a iniciar los estudios de humanidades en un rincón dorado, silencioso y frío que la misma Legión tiene en Salamanca, España.
De este periodo de estudios humanísticos destaco dos cosas: la fecunda experiencia del contacto con los libros y los seis meses que pasé asistiendo al P. Rafael Arumí, L.C.
Habituado a la relación con los textos y, en general, con el ámbito de la cultura, me pareció una delicia vivir en un centro donde, por así decir, la biblioteca ocupaba el segundo lugar en importancia después de la capilla. ¡Cuántas tardes hojeando y ojeando libros y libros, anotando cuáles quería leer y cuántos había ya leído! Dado que contra la praxis de entonces pude realizar no uno sino dos años de estudios humanísticos pronto me coloqué como uno de los lectores más adelantados con un total de 160 libros en dos años.
Fue en Salamanca donde descubrí la poesía y donde hice mi primera incursión literaria como incipiente escritor en ese género. La poesía, especialmente la religiosa, me enseñó a saborear las palabras y a usar las palabras. También fue la que me preparó para gustar e incursionar posteriormente en otro género que hoy es mi favorito y en el que mejor y con más fruto me he ejercitado: el ensayo.
Más arriba he contado cómo Dios me regaló la oportunidad de servir a mis abuelos paternos en un largo periodo de enfermedad. No he dicho que también les vi morir. Aquella experiencia me sirvió años más tarde cuando, ya joven religioso en España, cuide en tres diferentes periodos de dos meses, a un sacerdote enfermo y anciano.
El P. Rafael Arumí fue uno de los primeros legionarios de Cristo y formador de no pocas generaciones de religiosos legionarios. Inválido y con alzhéimer precisó en los últimos años de vida de un asistente que pasase con él prácticamente todo el tiempo. Fue así que terminé viviendo parte de mi vida en Madrid y, por unos meses, también en el hospital de los hermanos de san Juan de Dios que está prácticamente al lado del estadio Santiago Bernabéu.
Aunque no fueron días fáciles, conservó con gratitud los recuerdos de aquella persona que, pese a su enfermedad, nunca olvidó ni que era sacerdote ni que era legionario de Cristo. Posiblemente ninguna otra persona haya marcado tanto en mí la consciencia de la consagración a Dios y el amor a la Legión.
Muchas veces, unas al despertar de su siesta, otras mientras «rezaba» el breviario que yo mismo le daba, recuerdo habérmele quedado mirando, casi contemplándolo, con unos versículos del Evangelio de Juan como «música de fondo»: «Cuando eras más joven, te ceñías e ibas a donde querías; pero cuando ya seas viejo, extenderás tus manos, y te ceñirá otro» (21, 18). Mucho bien me hizo entonces y me sigue haciendo hoy meditar en esas palabras de Jesús al apóstol san Pedro. Me recuerdan no sólo la condición de fragilidad humana y la necesidad de ayuda que también los sacerdotes tenemos sino también el voto de obediencia que supone la renuncia por amor a Dios a la propia autodeterminación.
Concluidos los estudios de humanidades clásicas pasé a Roma para iniciar los de filosofía. De este hermoso periodo en el que tuve la oportunidad de vivir en el Centro de Estudios Superiores quiero remarcar dos hechos. El primero es la experiencia de amistad que pude sembrar y regar con un ex legionario de Cristo que hoy en día es un feliz padre de familia: Allan Wirfel. De ese entonces es también mi primer contacto con un autor que de modo decisivo marcaría el rumbo de mi itinerario intelectual y no sólo: Joseph Ratzinger.
La primera obra de Ratzinger que cayó en mis manos fue «Fe, verdad y tolerancia». El modo profundo de llegar al meollo de lo tratado despertó en mí un deseo de conocer más acerca de quien tan bien sabía explicar las cosas. Fue así que me interesé ya no sólo por el intelectual y su obra, tan prolífica como interesante, sino también por quien para entonces ya no era más el «Cardenal Ratzinger» sino Benedicto XVI. Puedo decir con honestidad que leí todo lo que el gran Papa emérito escribió o habló mientras fue el obispo de Roma. Debo mucho a este gran hombre de Iglesia quien con su pensamiento nutrió no sólo mi cerebro sino también mi propia relación con Jesucristo. Ninguna otra persona ha influido intelectualmente en mí como ese pequeño gran «cooperador de la verdad».
Inicié las prácticas apostólicas en Monterrey como auxiliar en la dirección territorial y auxiliar del prefecto territorial de estudios. Viniendo de un centro de formación tan grande como el de Roma y llegando a una comunidad de apenas 7 personas realmente supuso un contraste que, en los primeros meses, derivó en un sentir inicial de soledad humana. Era noviembre de 2007 cuando una pregunta dentro de un mensaje de correo electrónico dirigido a mí desató el nudo: «¿cuántos son en su comunidad?». ¡Era justamente la pregunta que menos necesitaba me hicieran! Me dispuse a responder repasando mentalmente los nombres de los miembros de mi comunidad según el orden de sus habitaciones. De pronto, al saltar de una a otra, mentalmente pasé también por el cuarto que hacía de capilla. Y fue ahí donde todo cambió: «¡No somos 7, somos 8, y Jesús siempre está aquí! Si yo «me siento solo», ¿qué no sentirá Jesús cuando no lo visitó y le hablo?». Me fui a la capilla. Eran como las 10 de la mañana. Nunca la oración me quedó chica ni he vuelto a experimentar tan vivamente aquella sensación de encuentro con Cristo como en aquella ocasión. Sólo el toque que indicaba el momento para el examen de conciencia me hizo salir tanto de las lágrimas de alegría como de aquel placentero rato de audiencia con mi Dios y Señor. Eran como las 14:00 horas. Años más tarde identifiqué aquella experiencia con un himno que recoge el breviario que rezamos los sacerdotes:
«Así: te necesito
de carne y hueso.
Te atisba el alma en el ciclón de estrellas,
tumulto y sinfonía de los cielos;
y, a zaga del arcano de la vida,
perfora el caos y sojuzga el tiempo,
y da contigo, Padre de las causas,
Motor primero.
Más el frío conturba en los abismos,
y en los días de Dios amaga el vértigo.
¡Y un fuego vivo necesita el alma
y un asidero!
Hombre quisiste hacerme, no desnuda
inmaterialidad de pensamiento.
Soy una encarnación diminutiva;
el arte, resplandor que toma cuerpo:
la palabra es la carne de la idea:
¡Encarnación es todo el universo!
¡Y el que puso esta ley en nuestra nada
hizo carne su verbo!
Así: tangible, humano,
fraterno.
Ungir tus pies, que buscan mi camino,
sentir tus manos en mis ojos ciegos,
hundirme, como Juan, en tu regazo,
y -Judas sin traición- darte mi beso.
Carne soy y de carne te quiero.
¡Caridad que viniste a mi indigencia,
qué bien sabes hablar en mi dialecto!
Así, sufriente, corporal, amigo,
¡Cómo te entiendo!
¡Dulce locura de misericordia:
los dos de carne y hueso!».
Fue también de los años de prácticas apostólicas cuando tuve noticia del hecho que derivó en crisis institucional a raíz de la verdad sobre la vida del fundador de la Legión de Cristo. Pasado el choque inicial y superado lo que yo debía superar ninguna otra cosa me hizo sufrir tanto como el ver sufrir a otros y no poder hacer algo por ellos. Me tocó ver todo aquello desde un puesto privilegiado en cuanto que, desde una dirección territorial, por donde pasan tantos asuntos como personas, hay una mejor visión de conjunto. Pero por razón de oficio debía conservar la discreción y doy gracias a Dios por haberme mantenido en ella.
Emití la profesión perpetua el 23 agosto de 2009 en Monterrey. Siendo el momento más importante en la vida de un religioso en cuanto religioso jamás olvidaré lo entrañable del momento ni el detalle de que el entonces director general de la Legión de Cristo, P. Álvaro Corcuera, haya sido quien recibiera mi profesión ad vitam. Al P. Álvaro agradezco de un modo especialísimo la cercanía que tuvo hacia el que escribe durante aquel periodo de crisis en la congregación. Dios sabe poner en la vida de las personas cireneos que nos ayudan a cargar la propia cruz. El P. Álvaro es uno de ellos.
Antes de pasar a los últimos dos periodos previos a la ordenación sacerdotal quiero recordar también con cariño y gratitud a todos esos ex compañeros que por diferentes razones o circunstancias no continuaron en la Legión de Cristo. Con la inmensa mayoría de ellos hay una continuada relación de amistad que, en mi caso, el mejor modo de expresárselas es con la oración . Quiero subrayar este último elemento, el de la oración, porque ha sido una de las gracias más grandes que he recibido: debió ser con la llegada de la profesión perpetua que Jesús me hizo advertir con fuerza la dimensión de intercesión que mi vocación entraña. Dios quiso asociar un valor elevadísimo a un acto tan sencillo como el orar unos por otros como para no tomarse en serio ese acto. Y si eso era realidad para cualquier bautizado lo era aún más para quien estaba llamado a convertirse en «profesional de la oración», para quien consagraba su vida a orar por los otros. Tengo claras dos cosas (y lo suelo repetir a cuantos puedo): por un lado, lo importante no es que yo rezo sino que Jesús escucha; por otro, muchas veces la oración no solucionará los problemas pero sí nos ayudará a afrontar las cosas de un modo completamente diferente.
Regresé a Roma en septiembre de 2010 para concluir los estudios de filosofía, área en la que obtuve la licenciatura con especialización en ética. El regreso supuso también un cambio de centro de residencia: del Centro de Estudios Superiores de la Legión de Cristo a la sede de la Dirección General de la congregación. Como muchos otros religiosos en periodo de estudios que se encontraban en esa casa, me vi en la necesidad de combinar los empeños de estudiante con la misión asignada de cooperador en un área de la sede (en mi caso el área de la comunicación institucional de la congregación durante un periodo que no era el más alentador).
Considero que aquí vale la pena hacer una pausa para mencionar mi quehacer en el ámbito de la comunicación que venía desarrollando desde años atrás.
Fue en una tarde de lectura en la biblioteca de la casa de apostolado «La Cota», en Madrid, donde arraigó tanto en mi corazón como en mi cabeza una realidad que me había pasado más o menos desapercibida hasta entonces. Las Constituciones de la Legión de Cristo de ese momento hablaban de los medios de comunicación como un ámbito de evangelización propia de los legionarios. Me di cuenta que en otros ámbitos había ya muchos legionarios sirviendo pero que en el específico de la comunicación había bastante pocos, especialmente por cuanto toca a su comprensión teórica. Fue así que descubrí lo que debía aportar a la Iglesia por medio de la congregación.
Me inicié en el quehacer periodístico analizando la información socio-religiosa desde su dimensión ética. Partiendo de la observación de lo publicado y ocupándome del contrastar los hechos con el modo de comunicarlos percibí que no había siempre una correspondencia entre verdad, sucesos y publicaciones y que por ello faltaba una ética en la información: una «info-ética». Todo lo anterior se concretó en un servicio telemático que en 2015 llegó a su décimo aniversario: «Análisis y Actualidad Magazine ».
Como parte de este itinerario al poco tiempo amplié el foco de atención a una variedad más grande de temas (vida, familia, mujer, etc.). Fue así como nació mi primer blog personal –Actualidad y Análisis, nótese que el nombre no es igual al del magazine pues el orden de las palabras es distinto y, en este caso, además, la bitácora es personal–, que sigue siendo un dispensador de análisis sobre temas actuales de interés general.
Habiendo dado mis primeros pasos en el contexto de la relación entre la ética y la comunicación, resultó natural que la atención se centrará un poco más en la comunicación como es hoy, es decir, en la digital. Fue así como el esfuerzo por entender la red derivó en la relación, retos y oportunidades que ésta plantea a la fe cristiana y, consecuentemente, a la Iglesia. En este campo he concentrado mi atención y estudios en los últimos años. El reto no es para menos: si la web supone un nuevo modo de entender y relacionarse, eso tiene consecuencias para la vida de la Iglesia. Le plantea retos que van de lo sociológico (qué hay y qué se hace confesionalmente en internet) al teológico (cómo pensar la fe en la era internet), pasando por el pastoral (qué hacer y cómo actuar).
Contemporáneamente a todo esto ha estado presente el estudio del Magisterio en este campo y un intento de sistematización y aplicación de dicho Magisterio a un ámbito tan específico como el de la vida consagrada en la Iglesia. Así nació el blog «Evangelidigitalización» y una serie de proyectos satélites en Twitter, Tumblr, Instagram, Google+, LinkedIn, Academia, Pinterest, Flickr, etc.
Como decía antes, la providencia me llevó a dedicar tres años de mi vida al ámbito de la comunicación institucional. Esto supuso no sólo el quehacer de gestión práctica que la comunicación institucional implica sino también la comprensión teórica de esta singular y todavía joven disciplina de estudio. Que hasta agosto de 2015 haya podido compaginar todo lo antes dicho con el oficio de corresponsal en Roma para diferentes medios internacionales, de consultor en ética de las comunicaciones en Catholic.net, de analista en ZENIT News Agency, conferencista y, sobre todo –y lo que es lo principal–, con mi condición de religioso de votos perpetuos de la congregación de los legionarios de Cristo, no es sino la exteriorización de esa máxima paulina que anima todo lo que hago: «¡Ay de mí si no evangelizare!».
Una consecuencia bastante humana, pero real, de todo ese quehacer massmediático ha sido la involuntaria exposición personal en foro público. Esa exposición ha derivado en una experiencia al inicio un poco incómoda que sólo con el pasar del tiempo he aprendido no sólo a colocar en un sano lugar sino también a gestionarla: una cierta «popularidad».
No es infrecuente encontrarme en aeropuertos u otros lugares personas que se acercan solicitando una foto o una firma. Esa experiencia me ha llevado a interiorizar y hacer radicalmente mías aquellas palabras que Benedicto XVI escribió en el Mensaje para la Jornada Mundial de las Comunicaciones Sociales 2013: «los buenos frutos que el compartir el Evangelio puede dar, se deben más a la capacidad de la Palabra de Dios de tocar los corazones, que a cualquier esfuerzo nuestro».
Nunca he tenido una duda de fe lo que no significa que no haya tratado de profundizarla mejor. Dudar de Dios me parece un grandísimo acto de soberbia desde el momento que entraña creer saber más uno que Dios sobre Dios mismo y su creación. Tal vez debo agradecer la fe sencilla y fuerte que recibí desde niño y que se fortaleció en las clases de catecismo (en mi barrio local lo llamábamos «doctrina») que nos daba la señorita Asunción. Obviamente durante el periodo de estudios de teología esa fe maduró y esa maduración consistió esencialmente en la gracia de percibir que todo aquello que podía conocer de Dios era posible porque Dios se daba a conocer, se revelaba, nos decía cómo es. ¡La teología era posible porque Dios mismo tenía la iniciativa de dejarse conocer!
Pasé cinco felices años de vida religiosa en la casa general de la Legión de Cristo en Roma. He sido muy feliz ahí. En la capilla central de Vía Aurelia 677, a los pies del Sagrario, maduré como religioso y como ser humano. Mis últimos pensamientos van tanto a quienes han acompañado mi formación en los últimos 15 años como a los que han sido queridísimos compañeros de batalla y, algunas veces también, amigos y cómplices de pías «travesuras», surtidores de bullyng y también de peleas propias de quienes al final saben que hay mucho más que les une que separa .
Dos de las gracias obtenidas durante las adoraciones eucarísticas en la capilla de la sede de la dirección general es la conciencia de saberme puente y sembrador.
Respecto a la primera, Dios hizo que calara en mi conciencia el hecho de que un religioso es un puente entre Dios y los hombres. Por eso mismo el religioso cumple su función cuando lleva a los hombres a Dios. No se trata entonces de llevar a las personas a uno mismo sino de conducirlas al encuentro con Jesús. Tras reflexionarlo con más calma he podido notar que esa luz es una consecuencia bien práctica de la espiritualidad cristocéntrica de la Legión de Cristo y del Regnum Christi. Respecto a la segunda, fue en los meses previos a mi ordenación diaconal que el Señor me ayudó a tomar conciencia de que, en cuanto apóstol, lo que Él pide de mí es que siembre. Eso me ha dado mucha paz y confianza en el futuro pues me hace pensar que tal vez nunca vea los frutos de mi apostolado que, por lo demás, no dependen de mí sino de Dios. Lo importante, por tanto, es sembrar sabiendo que Dios riega. Serán otros los que un día podrán cosechar los campos de los que uno no es más que simple trabajador.
Tras concluir lo estudios eclesiásticos, ya ordenado diácono, fui enviado a la ciudad de Saltillo, al norte de México, para fungir como capellán de la sección de señoras del Regnum Christi y vice-capellán en la Universidad Interamericana para el Desarrollo (UNID) en esa misma ciudad. Aunque fui el único de los 44 nuevos diáconos enviado a servir a grupos de mujeres, estrictamente hablando no se trató de una sorpresa para mí. Comprensiblemente sí se ha tratado de un hermoso reto apostólico en cuanto que mi experiencia había estado más bien vinculada al mundo de los estudios y las gestiones de tipo secretarial-administrativas propias de las sedes de gobierno, pero es un reto que me llena de ilusión porque se trata de servir. ¡Cuánto me entusiasma el poder servir, darme y así dar a Dios!
Echando la mirada atrás, incluso en esto puedo advertir cómo Jesús me fue preparando para esta misión pastoral: desde el inicio de mi vocación me he interesado por la mujer. Ese interés se ha nutrido del conocimiento de santas de mi devoción que van desde santa Teresa de Jesús, pasando por María Magdalena, Catalina de Siena, Juana de Arco o Teresita del niño Jesús, hasta Josefina Bakhita o Edith Stein. Una obra de Stein, «La mujer. Su tarea según la naturaleza y la gracia» («La donna. Il suo compito secondo la natura e la grazia») fue, de suyo, el libro base para mi elaboratum del bachillerato en filosofía.
Me ordenan sacerdote en una coyuntura bastante singular: el año de la vida consagrada, el jubileo por los 75 años de la fundación de la Legión de Cristo y el Año Santo extraordinario de la misericordia. No he podido todavía meditar suficientemente esta triple «diocidencia» en relación con mi propia vida pero sí puedo ver cómo en estos hechos la historia de la Iglesia y de la familia religiosa de la que soy parte se hace «mi historia».
Hay en los Museos Vaticanos un tapiz especialmente querido por mí: se trata de ese en el que la mirada de Cristo resucitado te sigue independientemente del ángulo en que uno se encuentre. Me miró y me amó. «Me sedujiste y me dejé seducir», diría el profeta Jeremías (20, 7). La iniciativa de la mirada que llama es ciertamente de Jesús pero, ¿de qué serviría si no hay otra mirada de amor que le responde? Hay algo que Dios no tenía y sólo yo podía darle: mi «sí». Me ayuda pensar en mi vocación como esa ventana por la que Jesús mira a las almas que entran y entrarán en contacto conmigo. De este modo la dulce mirada del Señor es para mí pero no se queda en mí. A Él pido la gracia de mirar también con sus ojos la realidad toda para así poder reflejarlo sólo a Él.