El 16 de junio de 1936, José Calvo Sotelo, líder del Bloque Nacional, realizó una de sus postreras intervenciones en las Cortes. Con un Gil Robles desplazado por la radicalización de la sociedad española, los discursos del diputado monárquico alcanzaban una gran resonancia por lo que tenían de oposición absoluta a las acciones y omisiones del régimen republicano y a su propia legitimidad de origen y ejercicio Entre todas las personalidades de la derecha más intransigente, el tribuno gallego fue ganando fuerza tras el regreso de su exilio y recoger el acta de diputado conseguida en las elecciones de 1933. Su oposición a la estrategia posibilista del caudillo de la CEDA le permitió adquirir un rango de singular potencia y proyección social cuando el triunfo del Frente Popular y el crecimiento de la violencia política en España clausuraron las expectativas e ilusiones que se habían forjado en los ámbitos más abiertos de la derecha. Sin haber tenido fortuna en su esfuerzo por reunir a todos los grupos resueltamente antirrepublicanos en el Bloque Nacional, sí pudo hacer que su palabra constara, en el relato profundo de la historia, como la voz de quienes estaban dispuestos a enfrentarse a aquel trance, convencidos de que la pasividad ante el desbordamiento de los sectores moderados del gobierno solo conduciría a una catástrofe nacional.
En la que fue la más tensa y aguerrida de sus intervenciones parlamentarias, interrumpida reiteradamente por las protestas de los diputados de izquierda, Calvo Sotelo estaba jugándose la vida. Se levantó para increpar al gobierno por su debilidad ante los desórdenes públicos y no dudó en declarar ilegítima la victoria del Frente Popular de febrero de 1936, lograda con los votos de una CNT que se consideraba ahora desligada de cualquier compromiso con el republicanismo. Denunció la agitación revolucionaria del marxismo que no pretendía alcanzar la mejora de las condiciones de vida de la clase obrera, sino la pura y simple captura del poder para establecer la dictadura del proletariado. Criticó la pasividad del Estado ante los conflictos sociales, manifestando lo que en el mundo occidental de los años treinta iba a convertirse en evidencia: la necesidad de que los gobiernos intervinieran enérgicamente en las relaciones laborales para corregir las injusticias, aplacar las demandas inasumibles y proporcionar un orden económico al servicio del progreso de la nación y el bienestar de todos los ciudadanos. Era urgente, pensaba, modificar concepciones políticas basadas en un ingenuo liberalismo que perseguían volver la espalda a los fenómenos de intervención estatal que estaban dándose en Estados Unidos, Francia o Bélgica, y que se habían convertido en norma de las potencias fascistas.
La excitación del debate llevó a Calvo Sotelo a proferir unas palabras que, recogiendo en buena medida el extremismo de su propio pensamiento, iban a resultar fatales para su suerte personal: «Frente a ese Estado estéril, yo levanto el concepto del Estado integrador, que administre la justicia económica y que pueda decir con plena autoridad: no más huelgas, no más lockouts, no más intereses usurarios, no más fórmulas financieras de capitalismo abusivo, no más libertad anárquica, no más destrucción criminal contra la producción. Si ese es el Estado fascista, yo, que participo de la idea de ese Estado, yo, que creo en él, me declaro fascista.»
Podemos imaginar el alboroto que se produjo entre los diputados al escuchar una palabra que representaba el punto de ebullición de la política europea de aquellos años y que había sido el eje central del alegato de Casares Quiroga al tomar posesión de la presidencia del gobierno. Para algunos fascistas de primera hora, como el encarcelado José Antonio Primo de Rivera, poco amigo del dirigente monárquico, se trataba de una impostura más que denunció en su boletín clandestino de vida efímera y nombre retador "No importa". Para hombres como Gil Robles, venía a corroborar el proceso de fascistización en el que se refugiaban sectores de la clase media conservadora, que se sentían indefensos, y amplios ambientes de juventud que creían ver brillar en él una esperanza de patriotismo.
El debate parlamentario llegó a su momento de máxima tensión cuando el primer ministro advirtió al líder del Bloque Nacional del alcance subversivo de sus palabras: «Después de lo que ha dicho …de cualquier cosa que pudiera ocurrir que no ocurrirá, le haré responsable ante el país». La respuesta de Calvo Sotelo adquirió una premonitoria vehemencia : «Me doy por notificado de la amenaza de su señoría. …yo acepto con agrado y no desdeño ninguna de las responsabilidades que se puedan derivar de actos que yo realice, y las responsabilidades ajenas, si son para bien de mi patria y para gloria de mi España las acepto también. Yo digo lo que Santo Domingo de Silos contestó a un Rey castellano: ‘Señor, la vida podéis quitarme, pero más no podéis.’ Y es preferible morir con gloria a vivir con vilipendio.»
Antes de cumplirse un mes de estas palabras, una noche de julio se adentró en el aire de Madrid. Parecía una noche más de aquel estío lleno de inquietud, atestado de incertidumbre, hundido en la cólera, el resentimiento y la conspiración. Era una noche que, cuando se inició, ni siquiera sabía que estaba destinada a ser la primera de una larga serie de noches de espanto que se abrieron paso en la atmósfera española desde aquel mes de julio de 1936. Cuando el pistolero socialista que formaba parte de una cuadrilla, engrosada con guardas de asalto, asesinó a Calvo Sotelo, aquella no era una noche más, sino el inicio de una sola, de una inmensa, de una atroz noche, a cuyo fondo de miseria moral y de conciencia a oscuras avanzó España entera, en un largo viaje sin orillas morales, sin cauces de compasión, sin horizontes de esperanza.
Fernando García de Cortázar