«FAMILIARIS CONSORTIO». El título de esa Exhortación Apostólica Postsinodal no parece estar reflejado por entero en su traducción a las lenguas vernáculas. Se menciona solamente a la familia: the family, la famiglia, la famille, die familie.
Pero la familia es precisamente aquel consorcio. El sentido está explícito en el texto, en sólo veinte palabras: «la voluntad personal de los esposos de compartir todo su proyecto de vida, todo lo que tienen y todo lo que son». Correr la misma suerte, jugarse la vida juntos. Y ese aventurarse sin lo cual no habrá familia, es su vocación, el llamado que les ha hecho Dios. Lo afirma el Magisterio de la Iglesia, en el segundo párrafo del número 19.
«Esta comunión conyugal hunde sus raíces en el complemento natural que existe entre el hombre y la mujer y se alimenta mediante la voluntad personal de los esposos de compartir todo su proyecto de vida, lo que tienen y lo que son: por esto tal comunión es el fruto y el signo de una exigencia profundamente humana. Pero, en Cristo Señor, Dios asume esta exigencia humana, la confirma, la purifica y la eleva conduciéndola a perfección con el sacramento del Matrimonio: el Espíritu Santo infundido en la celebración sacramental ofrece a los esposos cristianos el don de una comunión nueva de amor, que es imagen viva y real de la singularísima unidad que hace de la Iglesia el indivisible Cuerpo místico del Señor Jesús».
Son palabras bellísimas. Pero no sólo eso: están unidas al bien supremo y a la verdad plena del ser que es, de lo real. No son la apariencia que puede ser bella pero es al mismo tiempo falsa, de lo que finge ser y no es, de la hoy dominante e invasora «realidad virtual».
Son palabras que definen la realidad personal y social de la familia. Palabras que hasta hace veinte años se reflejaban en la Declaración Universal de los Derechos Humanos de la Organización de las Naciones Unidas (ONU): la familia es «el núcleo natural y fundamental de la sociedad»(art. 16,3). El abandono de ese ideal humano fue la «sorpresa dolorosa» y la advertencia que el Papa San Juan Pablo II transmitió al mundo en 1994.
Ese es el legado que tiene a la Iglesia por custodia. El legado no puede permanecer, si queda confundido con lo contrario. La Iglesia ha crecido repitiendo siempre lo que el Señor dijo. Y Él ha dicho: «Que el hombre no separe lo que Dios ha unido».
Lo siempre dicho podrá, y deberá, volver a decirse de una manera renovada, buscando siempre la comprensión de la creatura humana inevitablemente condicionada por «realidades virtuales» de cada época y de cada situación individual. Que son hoy, en general, prescindentes o negadoras de Dios. Nos podrá tocar intentarlo en condiciones de franca minoría, en busca de 99 ovejas perdidas entre las que fueron 100.
Pero en toda aflicción o agobio, el Señor nos ofrecerá el regalo de la paciencia y de la humildad de su corazón(Mt 11, 28-30) , y entonces seremos capaces de hallar a cada oveja perdida poniéndonos en su lugar para poder encontrarla. Sin mancha de suficiencia soberbia, sino haciéndonos como San Pablo: «todo para todos, para ganar por lo menos a algunos, a cualquier precio»(1 Cor 9, 22). Y así, no sólo no caeremos en el desaliento ni en inútiles añoranzas del pasado, sino que toda carga nos será liviana, y nuestro corazón permanecerá lleno de la alegría del Evangelio.
Ahondemos en la comprensión del término «consorcio», que como tantos otros, necesita ser recuperado. El paso del tiempo lo ha hecho objeto de un reduccionismo empobrecedor.
El Diccionario de la Real Academia Española aún lo conserva en su plenitud original:
(Del lat. consortium).
- m. Participación y comunicación de una misma suerte con una o varias personas.
- m. Unión y compañía de quienes viven juntos, principalmente los cónyuges.
- m. Agrupación de entidades para negocios importantes.
Pero si recurrimos a Wikipedia, nos recordará el uso actualmente más difundido: «se utiliza con frecuencia para nombrar al grupo de vecinos que viven en un mismo edificio». Uso respetable, de algo requerido por el bien común de esos vecinos.
Y uso claramente distinto de aquel «correr la misma suerte», «jugarse la vida juntos» del varón y la mujer unidos por el sacramento del Matrimonio. Riesgo, aventura, la palabra de Santa Teresa de Ávila: «aventurar la vida». Riesgo y aventura de todo ser humano, creado «único e irrepetible», al aceptar el llamado personal de Dios a la propia santidad. Ninguna desmesura. Simplemente lo «per-fecto», la obra de Dios completada en mí como Él lo quiera. En mí, conmigo y a pesar mío.
Respuesta de fe, esperanza y amor a quien nos amó primero. «Señor, confío en que me darás lo que me pides. Y porque así me concedes confiar, pídeme lo que quieras».
En el Matrimonio, se agrega a esa respuesta algo peculiar. Es respuesta de dos, juntos.
Misterio de comunión del que habló San Juan Pablo II en su gran Encíclica sobre la dignidad de la mujer.
El Papa Francisco nos ha pedido evitar todo lo auto referencial, y salir para llevar el Evangelio hasta las periferias existenciales. Pero hay muy distintas periferias existenciales, y a través de la vida pastoral se comprueba que ciertas periferias de ningún modo se consideran tales. Creen estar situadas en el centro mismo de la realidad y opinan que los contenidos del Evangelio, tal como los presenta el Catecismo de la Iglesia Católica, son excentricidades nocivas. Pero esos pretendidos «centros» pueden llegar a tener gran influencia en los ámbitos políticos, económicos y de la comunicación social, y suelen utilizarla para difamar los criterios católicos. El Catecismo, por ejemplo, pide que las personas con tendencias homosexuales sean tratadas con «respeto, compasión y delicadeza», evitando «todo signo de discriminación injusta»(Nº2358). Pero como advierte que los actos homosexuales «son contrarios a la ley natural», y «no pueden recibir aprobación en ningún caso» (Nº2537), quien cite al Catecismo será acusado de homofobia. Con igual desprecio se juzgaría a la entrega fiel y abnegada de los consortes, dispuestos a «correr la misma suerte» durante toda su vida.
Los celebrantes del sacramento del Matrimonio son los novios, y el signo sacramental son sus mutuas promesas. La promesa de amarse y respetarse –y así amar a sus hijos- en toda situación, próspera o adversa, durante toda la vida. Y la promesa de la mutua fidelidad: él promete renunciar a todas las demás mujeres, porque la elige sólo a ella. Ella promete renunciar a todos los demás varones, porque lo elige sólo a él. A ese verdadero consorcio, a ese jugarse la vida juntos, nos hemos referido en este aporte.
Se ha llamado «sacramentalismo», al vaciamiento del contenido que le es propio a cada sacramento. Ante este Sínodo de la Familia, renovamos nuestra confianza en que no quedará debilitada por nuevos «sacramentalismos». Quedará fortalecida y renovada la fe en la sacramentalidad del Matrimonio.
+ Jorge Luis Lona, Obispo emérito de San Luis, Argentina.