«La Iglesia tiene que modernizarse, tiene que ponerse al día, porque, si no, desaparecerá o resultará irrelevante en el mundo de hoy». «Yo soy creyente, mis hijos están bautizados y han hecho la primera comunión, pero estoy a favor del aborto, de la eutanasia, del divorcio, …»; «yo soy católico pero no voy a misa»; «creo en Dios pero no en la Iglesia»; «¿Cómo les vamos a decir a los niños que preparan su primera comunión que los padres que se han casado por la Iglesia y se han divorciado y vuelto a casar por lo civil viven en pecado mortal y van a ir al Infierno si no se convierten?»
Estoy harto de escuchar una y otra vez las mismas mamarrachadas. La Iglesia vive en este mundo pero no es de este mundo. La Iglesia no tiene que adaptarse ni pactar con este mundo, sino que tiene que hacer presente a Jesucristo en este mundo. El mensaje del Señor no fue aceptado y le costó la muerte en cruz, despreciado y abandonado por todos. No es de extrañar, pues, que el mensaje de la Iglesia tampoco resulte cómodo hoy.
El mundo quiere una Iglesia amaestrada, comodona; una Iglesia sumisa que acepte y bendiga todo aquello que para la mayoría de la gente es normal; una Iglesia que vote democráticamente lo que es pecado y lo que no. La gente quiere una Iglesia simpática que hable mucho del amor y nada del pecado; mucho de que vamos a ir todos al cielo y nada de castigos ni de infiernos. La mayoría quiere una Iglesia de bodas, bautizos y funerales; una Iglesia «buenista», sin mandamientos ni moral ni complicaciones: una Iglesia puramente ornamental. El mundo quiere una Iglesia que acepte el divorcio, que haga la vista gorda con el aborto – o incluso que lo justifique en según qué casos. La mayoría quiere una Iglesia que comprenda que cuando uno es viejo o está enfermo y dependiente lo mejor es ponerle una inyección y acabar con el sufrimiento del desvalido y con el de la familia que lo tiene que atender (además de lo caro que resulta para la sanidad pública atender a estos pacientes). La mayoría quiere una Iglesia que bendiga los matrimonios entre homosexuales y que alabe y recomiende cualquier tipo de anticonceptivo. Por supuesto, la mayoría no entiende que la Iglesia condene la fecundación artificial o la experimentación con embriones humanos: «¡qué carcas son estos curas que se oponen al avance de la ciencia y al progreso!», argumenta el mundo. Muchos abogan por una Iglesia que acepte la ideología de género y el relativismo moral.
Por cierto, esa Iglesia o esas Iglesias tan progresistas y tan adaptadas a los gustos de este mundo ya existen: son las iglesias protestantes. Anglicanos o luteranos ya ordenan sacerdotisas, obispas y obispos homosexuales. Pero tampoco veo yo conversiones masivas de españoles a esas iglesias que ya ofrecen lo que tantos católicos de nombre parecen demandar con tanto ahínco.
Porque la mayoría vive en la pocilga de Epicuro y se revuelca en su propia mierda. La mayoría se ha vuelto materialista y no cree en Dios ni en el cielo ni en el infierno. La mayoría piensa que después de la muerte no hay nada: que no habrá juicio y que lo único que importa es disfrutar aquí cuanto podamos. Ya no hay temor de Dios porque ya no hay Dios. El hombre ha decidido que Dios no existe y si existe, es algo irrelevante, cosa de niños, un adorno, una herencia familiar como el reloj de la abuela que se guarda en un cajón para no acordarse más de él. El español de a pie ha cambiado a Dios por el Estado del Bienestar, único y verdadero dios que debe proporcionarle todo lo necesario para vivir «bien». Sólo importa lo inmanente, lo de «tejas hacia abajo». Porque nada hay aparte de lo que vemos y tocamos. Y si hay algo, resulta irrelevante. Europa se ha convertido en una ramera sin principios, ansiosa de placeres; cobarde; muchas veces, desalmada. Occidente rechaza a Dios, le da la espalda, renuncia a buscar y cumplir su Voluntad. Occidente quiere un Dios sumiso que se amolde a sus deseos y bendiga sus mentiras y sus ansias ilimitadas de dinero y de placeres. Europa quiere cambiar a Dios por el genio de la lámpara maravillosa que satisfaga sus deseos. Que Dios cumpla nuestra voluntad y se amolde a nuestras apetencias. El mundo quiere un dios esclavo de nuestros deseos; un dios a quien acudo cuando tengo una necesidad para que me saque del atolladero; pero un dios esclavo a quien pueda después devolver a la lámpara para que no me moleste.
Los católicos que quedamos debemos asumir que somos pocos e irrelevantes. Debemos aceptar el desprecio, la incomprensión, las humillaciones y hasta las persecuciones. Resulta incómodo defender los principios morales de la Iglesia ante los amigos, ante la propia familia, ante los compañeros de trabajo. Es más fácil callar o seguir la corriente de la mayoría. Denunciar el adulterio en un mundo que sufre una verdadera plaga de divorcios es de locos. Decir no al aborto cuando la mayoría de la gente acepta, tolera y comprende que se mate a los niños no nacidos resulta realmente agotador y es fácil que pierdas amigos o que los demás te miren mal. Aceptemos que estamos en franca minoría. Somos pocos y cada vez menos. El mundo está ciego y sordo y ni ve a Dios ni escucha su palabra. Pero nosotros no debemos callar, porque si lo hiciéramos, hasta las piedras gritarían que no hay más Dios que Jesucristo y que sólo Él tiene palabras de vida eterna.
Un mundo sin fe es un mundo sin esperanza. Vivir sin Dios tiene sus consecuencias: hastío, vidas sin sentido; adicciones, alcoholismo, drogas; auténticas epidemias de depresiones, ansiedad y estrés; proliferación de suicidios; desempleo, explotación inhumana; proliferación de la pornografía, la prostitución, la pederastia, trata de blancas, bandas de crimen organizado, terrorismo, corrupción, envejecimiento de la población… Ya no tienen hijos porque les falta esperanza, porque «viven mejor» sin la carga que supone educar y mantener a unos hijos. Para tener hijos hay que saber amar y el mundo del siglo XXI ya no sabe lo que es eso, porque amar implica sacrificarse y hoy en día nadie quiere sacrificar nada por nadie.
María, Madre de Nuestra Esperanza
¡Qué lejos está el mundo de la humildad de María! «Hágase en mí según tu palabra», «he aquí la esclava del Señor». La soberbia del hombre está lejos de aceptar que sólo Dios es Dios. El Reino de Dios es de los humildes, de quienes saben que no valemos nada sin el Señor. María obedece, escucha, acepta, llora, sufre; pero confía en Dios. María tiene que ver cómo torturan a su Hijo; cómo lo humillan, lo desprecian; cómo le escupen, cómo lo crucifican; cómo muere injustamente. Y María está ahí. Callada, sufriendo en silencio, sin estridencias, sin quejarse, sin renegar de Dios. Calla y sufre. Y confía. María es el ejemplo para los creyentes. La fe no nos evita el sufrimiento, el dolor y la muerte. Pero confiamos. «Estamos atribulados por todas partes, pero no abatidos; perplejos, pero no desesperados; perseguidos, pero no abandonados; derribados, pero no aniquilados» (2 Cor 4). La fe no es un juego de niños: es hacerse como un niño y confiar. Tener fe es dar un sí sin condiciones, como María; es dar un paso en el vacío, es dejarse llevar por Dios; dejar que Dios te complique la vida. Tener fe es esperar contra toda esperanza, aunque muchas veces no comprendamos nada ni entendamos nada. Pero con la seguridad de que Dios nos ama y no nos va a dejar caer en el vacío.
Nuestra esperanza es Cristo, muerto y resucitado. Pueden despreciarnos, humillarnos, insultarnos, perseguirnos; pueden incluso matarnos. Pero nada ni nadie nos puede separar del amor de Dios, manifestado en Cristo Jesús. Porque si nos mantenemos fieles, confiamos en que, por la misericordia y la gracia de Dios, viviremos con el Señor. Nuestra esperanza es Cristo que se sacrificó para que nosotros tuviéramos vida. El Señor aceptó la cruz para redimirnos de nuestros pecados. Nuestro Señor Jesucristo nos espera en el confesionario para perdonarnos y transformarnos con su gracia; nos aguarda en el Sagrario para que lo podamos adorar; se nos ofrece en su cuerpo y en su sangre en el sacramento de la Eucaristía. El mismo Dios que creó el cielo y la tierra, el sol y las estrella; el Creador de la Vida, el Alfa y Omega, el Origen y el Fin del Universo, de la Historia y de mi vida se hace realmente presente en la Sagrada Hostia consagrada en el altar. ¿Es que vosotros no lo veis? Él es el Pan de Vida que se me ofrece para que tenga vida en abundancia; se abaja para hacerse carne de nuestra carne; nos anticipa la gloria del Cielo; nos convierte en sagrarios, en portadores de su Espíritu, para que seamos luz que brille en las tinieblas del mundo.
Por ello, los cristianos no debemos vivir tristes ni ser profetas de calamidades. Aprendamos de María y dejemos de quejarnos. Aprendamos del Señor que recibió toda clase de ofensas y suplicios y no decía palabra ni protestaba. Es verdad que los tiempos son difíciles, que vivimos en una Europa que ha apostatado mayoritariamente de su fe y se ha entregado a la cultura de la muerte. Pero nosotros debemos ser levadura en la masa, luz en medio de la oscuridad. Nosotros somos testigos de la Esperanza en un mundo desesperado y desesperante. Debemos denunciar el mal y defender la Verdad y el Bien, al precio que sea, guste o no guste. Pero más que plañideras debemos ser buena noticia en medio de tanto sufrimiento; signos de esperanza, testigos de la alegría auténtica que procede del gran acontecimiento de la resurrección. Nuestra vida no termina con la muerte. Somos ciudadanos del Cielo. Nosotros sabemos que el Cielo está donde está nuestro Señor. Por eso sabemos que el Cielo está ya aquí, esperándonos en el Sagrario y realmente presente en Cristo Eucaristía. Seamos portadores del Cielo para los demás, para tantos hermanos que viven en la desesperación y en el vacío. Como María, que después de la anunciación y de concebir en su vientre al Señor, no se queda en casa a disfrutar de su estado, sino que se pone en camino a servir a su prima Isabel. Aceptemos las tribulaciones y la cruz con paciencia y esperanza, sabiendo que ese es el único camino para la vida eterna. Seamos humildes y fieles como Nuestra Señora. Aceptemos la voluntad de Dios y aprendamos a sufrir con paciencia las penalidades y humillaciones que el Señor permita en su Divina Providencia. Permanezcamos al pie de la cruz. Velemos junto a Cristo en las angustias de nuestras noches oscuras. Sudemos sangre si es preciso y pidamos con Cristo que pase el cáliz de nuestro sufrimiento, pero aceptando siempre que se cumpla la voluntad de Dios y no la nuestra.
Que toda la gloria sea para Dios y que nosotros seamos siervos fieles en las pruebas, con la seguridad de que el sufrimiento, el dolor y la muerte no tienen la última palabra y que Cristo, con su resurrección, ha vencido definitivamente al Demonio y a la muerte.
El mundo tiene oídos para oír y no oye; tiene ojos para ver, pero no ve. El mundo ni escucha ni contempla al Señor Resucitado. Pero nosotros, sí. Por eso nosotros tenemos la responsabilidad y la misión de conducir las almas a Cristo, ante el Sagrario, para que se salven. Porque nosotros hemos descubierto el tesoro escondido. ¡Si el mundo quisiera escuchar al Señor; si pudiera ver la gloria de Dios en el Santísimo Sacramento….! ¡Qué distinto sería todo! Pidámosle al Señor que aumente nuestra fe. Arrodillémonos ante el Señor, contemplémoslo, dejémonos transformar por su gracia. Dejémonos llenar por el Amor de Dios. El mundo quiere crear el reino de Dios sin Dios y sólo consigue convertir la vida en un infierno. Nosotros no creemos en utopías revolucionarias que buscan vanamente crear el paraíso en la tierra sin contar con Dios. Nosotros hemos puesto nuestra confianza en el Señor que no defrauda. Sólo Cristo es el Cordero de Dios que quita el pecado del mundo. Convirtámonos. Adorémosle. Tratemos de ser portadores de un pedacito de Cielo para los demás, para quienes están a nuestro lado cada día.
Pedro L. Llera