Llegamos a la fiesta del Corpus, fiesta grande en honor a la Eucaristía. Es como un eco del jueves santo. No podemos olvidar aquel momento tan entrañable en el que Jesús, al celebrar la cena pascual, la noche en que fue entregado, instituyó la Eucaristía, el sacramento de su amor. En ella, se entrega en sacrificio por nosotros, nos reúne en torno a su mesa y nos da a comer su mismo cuerpo, para incorporarnos a él y ser transformados en él. Este es el alimento de la vida eterna. «El que come mi carne y bebe mi sangre, tiene vida eterna… y yo lo resucitaré» (Jn 6,54)
En la fiesta del Corpus se trata de aclamar al que ha llegado tan cerca de nosotros, compartiendo nuestra vida y cargando con nuestras miserias, para levantarnos hasta su nivel, hasta divinizarnos. El es el Rey de reyes. En la larga tradición de la Iglesia, la fiesta del Corpus es una fiesta de exaltación de la Eucaristía, de Jesús que prolonga su presencia viva e irradiante de gracias para todo el que se acerca hasta él. Inmensas catedrales con cúpulas excelsas para elevar nuestra vista y nuestro corazón a lo alto, de donde ha venido este pan del cielo. Custodias y ostensorios preciosos para contener como en un trono a su majestad el Rey del cielo y de la tierra. Todo lo que rodea a la Eucaristía es precioso, porque precioso es el tesoro que guarda la Iglesia para acercarlo a todos los que se acercan a ella, el pan vivo bajado del cielo, fortaleza para el que va de camino a la patria celeste, alimento de eternidad, comida que nos hace hermanos y nos invita a buscar a los pobres, a los privados de los bienes de Dios.
La misma procesión del Corpus por las calles de nuestras ciudades y nuestros pueblos es un canto de alabanza a Jesucristo, que atrae las miradas de todos, y ante el que nos santiguamos o nos arrodillamos en señal de veneración y de fe. No es una imagen bendita la que pasea por nuestras calles y plazas, es el mismo Dios hecho hombre y prolongado en la Eucaristía.
El que está en la Eucaristía nos habla de amor. No estaría él ahí, si no fuera por un amor loco que le ha llevado a despojarse de todo y entregarse por nosotros, un amor que le hace compartir nuestros sufrimientos para aliviarnos, un amor que le lleva a identificarse con todo el que sufre por cualquier causa. «Lo que hagáis a uno de estos mis humildes hermanos, a mí me lo hicisteis» (Mt 25,40). La Eucaristía ha sido el motor más potente para mover el corazón del hombre en la búsqueda de la solidaridad fraterna. La Eucaristía es como esa fisión nuclear del amor, tan potente que, llegando al corazón de cada hombre, ha transformado la historia de la humanidad.
No podemos adorar a Cristo en la Eucaristía y despreciarlo en los pobres o desentendernos de él, porque es la misma persona, Dios que se acerca hasta nosotros, en el sacramento y disfrazado en el pobre. Por eso, en este día del Corpus celebramos el día de la caridad. El que ha conocido el amor de Cristo hasta el extremo, hasta darse en comida para la salvación del mundo, el que alaba a su Señor y le tributa todas las alabanzas y los honores, se siente al mismo tiempo impulsado a llevar ese mismo amor a los privados de tantos bienes que Dios quiere darles y los hombres no les han dado.
La caridad cristiana lleva a cumplir toda justicia, a dar a cada uno lo suyo y lo que le corresponde, y a darle un plus de amor basado en la misericordia con la que Dios nos trata continuamente. La caridad cristiana nunca es rémora para la justicia, sino que allí donde la justicia no llega, llega la caridad y la misericordia, como hace Dios continuamente con nosotros.
Día del Corpus, honremos a Cristo cercano en la Eucaristía, alabemos al Rey de reyes, y honremos a Cristo presente en el hermano que sufre, en el que es explotado, en el que es objeto de mercado de los múltiples intereses egoístas. Salgamos al encuentro de nuestro prójimo, como el buen samaritano. No tengamos miedo de la caridad cristiana, es la única que puede cumplir toda justicia.
Recibid mi afecto y mi bendición:
+ Demetrio Fernández, obispo de Córdoba