El Profeta Isaías nos dice: «¿Es que puede una madre olvidarse de su criatura, no conmoverse por el hijo de sus entrañas?» (49,14). El instinto maternal es una fuerza poderosa, algo innato y natural en la mujer y si alguien, como algunas feministas extremas, lo pone en duda y lo considera simplemente un condicionamiento cultural, le bastaría darse una vuelta por una guardería y ver como los niños juegan a juegos más agresivos, a guerreros, mientras a las niñas les encantan las muñecas. Y es que las cosas son como son, no como tal vez a mí me gustaría que fuesen. Incluso fisiológicamente la mujer está hecha para poder acoger al varón y también para poder concebir y tener en sus entrañas a un hijo hasta que llegue el momento que éste pueda nacer y empezar a vivir fuera de su madre, pero todavía por bastante tiempo, bajo su cuidado y protección. Recuerdo que sobre este punto un amigo mío me decía: «Madres, no hay más que una. Pero todas son igual de preocuponas». Y esta preocupación dura toda la vida, porque a una madre le interesan más sus criaturas que ella misma.
El ser humano, varón o mujer, es la única criatura terrestre a la que Dios ha amado por sí misma. Y a semejanza de Dios, Generosidad Absoluta, no podemos encontrar nuestra propia plenitud si no es en la entrega sincera de nosotros mismos a los demás. El don recíproco de la persona en el matrimonio se abre hacia el don de una nueva vida, es decir, de un nuevo ser humano, que es también persona a semejanza de sus padres. Dos se hacen uno para ser tres. La maternidad, ya desde el comienzo mismo, implica una apertura especial hacia la nueva persona. En dicha apertura, esto es, en el concebir y dar a luz el hijo, la mujer se realiza en plenitud a través del don sincero de sí. La maternidad de la mujer, en el período comprendido entre la concepción y el nacimiento del niño, es un proceso biofisiológico y psíquico que hoy día se conoce mejor que en tiempos pasados y que es objeto de profundos estudios. El análisis científico confirma plenamente que la misma constitución física de la mujer y su organismo tienen una disposición natural para la maternidad, es decir, para la concepción, gestación y parto del niño, como fruto de la unión matrimonial con el hombre. Al mismo tiempo, todo esto corresponde también a la estructura psíquico-física de la mujer. Aunque el hecho de ser padres pertenece a los dos, es una realidad más profunda en la mujer, especialmente en el período prenatal. La educación del hijo debe abarcar en sí la doble aportación materna y paterna, pero la contribución materna es más decisiva y básica para la nueva personalidad humana.
La mujer se olvida de su misión en este mundo si olvida que está destinada a ser madre. La mujer embarazada se encuentra con que ya es madre, Es cierto que si quiere, y en bastantes ocasiones, aunque no quiera, se le empuja y obliga a hacer el acto más contra el instinto materno que existe: matar a su propio hijo. Las consecuencias son terribles no sólo para el hijo asesinado, sino también para la propia madre. Recuerdo que un compañero sacerdote me contó que un político le reprochó su postura antiabortista. El sacerdote le respondió: «si vosotros tuvieseis que recoger los deshechos humanos que con vuestra maldad, idiotez o ambas cosas habéis producido, y trataríais de levantar esas personas a las que habéis hundido, estoy seguro, que también seríais antiabortistas. Pero una vez que habéis hecho el daño, ya no queréis saber nada de esas personas a las que habéis destruido, ni os preocupáis de lo que ha sido de ellas, Como mucho le dais la dirección de un psiquiatra abortista para que ése, le siga sacando el dinero». Esa mujer ya es o ha sido madre: el dilema es de un hijo vivo o de un hijo muerto. No nos olvidemos que una mujer que ha tenido un aborto espontáneo o natural, aunque tenga luego más hijos, con frecuencia recordará a ese hijo al que no ha llegado a conocer. Pues imaginemos lo que sucede en una madre que ha matado a su hijo. Y no me vengan con cuentos que he tenido centenares de casos. En cambio todavía estoy por conocer a una madre que se arrepienta de haber dado a luz
Pero aparte de la maternidad física, existe también la maternidad espiritual. ¡Cuántas mujeres, que no han sido físicamente madres, han llenado su vida con una gran fecundidad y maternidad espiritual! Como me dijo en cierta ocasión una religiosa: «ciertamente, no pasaré a la Historia de España, pero espero estar en el libro de la historia de la vida de muchas de mis alumnas».
P. Pedro Trevijano, sacerdote