Un nuevo testimonio de unidad y de continuidad nos ha dado el Papa Francisco al publicar la encíclica Lumen fidei (La luz de la fe), redactada a cuatro manos, como él mismo ha indicado al anunciarla. Sí, el Papa Benedicto había emprendido la tarea de escribir esta encíclica, que venía a completar la trilogía de las virtudes teologales: Deus caritas est (sobre la caridad), Spe salvi (sobre la esperanza), y ahora Lumen fidei (sobre la fe). Pero a Benedicto XVI no le dio tiempo a terminar esta última, y le pasó los papeles al Papa Francisco. Éste podía usarlos o no, y ha preferido asumirlos y hacerlos suyos, con los retoques que haya creído oportunos. La encíclica es preciosa y nos servirá para profundizar en la virtud teologal de la fe, precisamente en este Año de la fe.
La fe no recorta las alas de la investigación y de la razón humana, sino que, por el contrario, la fe abre a un horizonte más amplio que no se rompe con la muerte y da pleno sentido a la vida. Vivir sin fe es vivir con el horizonte recortado y como encajonados en una vida que se acaba. La fe tiene su centro en Jesucristo, en quien se hace creíble el amor de Dios, que ha llegado hasta el extremo de la cruz y ha vencido la muerte en la resurrección, haciéndonos hijos por el perdón y la gracia. La fe no es una postura individual y aislada, sino nutrida en la fe de la Iglesia, y por tanto, referida siempre al Magisterio que nos sirve e interpreta la Palabra de Dios.
La fe es la que sostiene los principales cimientos de la vida. Es la que sostiene en el dolor, es la que abre las puertas de la muerte a un horizonte de eternidad. Es la que nos hace salir al encuentro de quien sufre por cualquier causa, para alentarle con la ayuda de nuestra caridad. Y en esta actitud creyente, María es el modelo de fe, es la que ha engendrado «fe y alegría» para todos los hombres, y un signo de la fe es esa alegría que sólo puede brotar de un corazón creyente.
Leamos con detenimiento esta Carta encíclica en el Año de la Fe, para reforzar en nosotros el gran regalo de la fe, que nos da los ojos de Cristo para mirar la vida como la mira Él. Cuando se nos anuncia la canonización de los Papas Juan XXIII y Juan Pablo II, dentro de este año 2013.
Los santos son siempre nuestros hermanos mayores, que nos enseñan a recorrer con sabiduría el camino de la vida. Ellos van por delante y tienen mucho que decirnos ante las dificultades que encontramos, parecidas a las suyas, y acerca de los medios empleados para cumplir la misión encomendada. Estos dos Papas son contemporáneos nuestros. Juan XXIII es el que comienza el concilio Vaticano II. Juan Pablo II el que lo ha llevado a cumplimiento, extendiendo por toda la tierra la fuerza del Evangelio. Dos Papas diferentes en cualidades y en tantas cosas, pero caracterizados por un gran amor a Jesucristo y a la Iglesia. Juan XXIII es el Papa bueno, admirado por todos. Juan Pablo II es el Papa que viene de un país comunista –Polonia- y que contribuye notablemente a la caída del muro de Berlín, configurando el mundo de otra manera y abrazando al mundo entero con la fuerza y la belleza del Evangelio. Son dos Papas que han ejercido un influjo benéfico inmenso en la humanidad en la última parte del siglo XX. Son Papas que nos hacen ver la grandeza de la Iglesia, puesta al servicio del hombre.
Cuando la Iglesia nos los propone como santos nos está diciendo que la santidad está a nuestro alcance. Al proponernos estos santos, se nos proponen como valiosos intercesores ante Dios, para que no recorramos solos el camino de la vida. Los jóvenes –muchos ya adultos- de las JMJ exultan de gozo al ver a «su» Papa elevado a los altares. Con esta canonización, Juan Pablo II nos envía un mensaje: Tú también estás llamado a ser santo.
En estos días aparecían imágenes del Papa Francisco abrazando con ternura a Benedicto XVI. Hay quienes se esfuerzan en acentuar las diferencias, contraponerlas, proyectar la lucha dialéctica, también entre los Papas. La realidad desmiente esos montajes mentales. Son distintos, sí. Pero uno y otro han servido y sirven a la Iglesia con todo su ser, y nos invitan a nosotros a hacer lo mismo. He aquí la belleza de la Iglesia, por más que quieran afearla sacando sus trapos sucios. Una Iglesia que tiene estos líderes, una Iglesia que es bienhechora de la humanidad, bien vale la pena ser escuchada y secundada.
Recibid mi afecto y mi bendición:
+ Demetrio Fernández, obispo de Córdoba