El misterio de la Trinidad es el fundamento de la espiritualidad matrimonial y familiar. Toda sociedad tiene su fuente, fundamento, modelo y fin último en la vida trinitaria de Dios. Si Dios fuese una sola Persona, podríamos pensar en Él como el perfecto egoísta. Pero al ser tres Personas y constituir en una entrega total su relación mutua, Dios se nos manifiesta como la Generosidad Perfecta, como un Ser que se realiza a sí mismo dándose.
Hacer al hombre a su imagen y semejanza significa para Dios hacerlo semejante a su modo de ser. Ahora bien, «Dios es Amor» (1 Jn 4,8). El Dios que nos ha hecho nos ama, y quiere ayudarnos en nuestra realización personal, porque nos considera sus hijos. No sólo crea a la familia, la institución que nos recibe en la vida, sino que la santifica por el sacramento del matrimonio, alimentándonos espiritualmente en la eucaristía para así recibir el amor de Dios y participar en su vida divina. Si estamos hechos a imagen y semejanza de Dios, también nosotros nos debemos realizar como Dios lo hace, por medio de la generosidad y entrega a los demás, especialmente con la búsqueda del bien de la persona amada y la transmisión generosa de la vida. En el curso de la Historia, el creyente, con la ayuda de la Revelación, ha descubierto que las relaciones interhumanas están hechas a semejanza de las relaciones entre las personas divinas. Quedan así sobrenaturalizadas el amor y la amistad, cuyo origen y fundamento es la vida divina, habiendo surgido el matrimonio a consecuencia de una sabia disposición de Dios Creador, que quiere servirse de él para realizar su plan de amor sobre la humanidad.
En efecto, «en el plan de Dios, un hombre y una mujer, unidos en matrimonio, forman, por sí mismos y con sus hijos, una familia. Dios ha instituido la familia y le ha dotado de su constitución fundamental. El matrimonio y la familia están ordenados al bien de los esposos y a la procreación y educación de los hijos» (Compendio del Catecismo de la Iglesia Católica nº 496).
La espiritualidad matrimonial se basa en una relación de amor, que supera la simple amistad, entre un varón y una mujer, integrando en el amor conyugal la afectividad y la sexualidad y sabiendo vivir estos valores desde la fe y la fidelidad al evangelio. La santidad del matrimonio cristiano ha de manifestarse en la misma vida, en la conducta ejemplar de los esposos y padres, en la que no debemos olvidar que la mortificación, la renuncia de sí mismo y el saber llevar la cruz o cruces de cada día tienen un importante papel, aunque también los hijos han de poner al servicio de los demás sus cualidades, dones y carismas. La convivencia matrimonial hay que trabajarla día a día, momento a momento, lo que lleva consigo un trato que se sensibiliza y expresa en las palabras, obras y gestos adecuados. Supone no ignorar la carga de violencia y rabia que hay en cada uno de nosotros, sino reconocerla y encauzarla, para no oprimir ni violentar al otro. El amor conyugal no es sólo ni sobre todo sentimiento; es aprecio, estima y consideración, pero especialmente un compromiso con el otro, compromiso que se asume con un acto de la voluntad que tiende a la donación total de sí mismo al otro cónyuge. El cónyuge pertenece a los que ama y a los que le aman, especialmente el otro cónyuge y a los hijos.
«Todos los esposos están llamados a la santidad en el matrimonio» (Exhortación de Juan Pablo II, Familiaris consortio, 34). El matrimonio es gracia, vocación a la santidad, del que Dios se sirve para realizar su obra. De este carácter sobrenatural se deducen consecuencias muy importantes para la vida matrimonial: una es que si nos separamos de Dios, nos estamos separando de lo que da sentido a nuestra vida: el amor; otra es la incompatibilidad absoluta entre amor y pecado, es decir, jamás el amor verdadero podrá expresarse a través del pecado; otra es que somos hijos de Dios por adopción (Gál 4,4-7; Rom 8,14-17; Ef 1,6), participantes de la naturaleza divina (2 P 1,4) y santificados por el Espíritu Santo (1 P 1,2).
Como consecuencia de que somos hijos de Dios se va a realizar el misterio de nuestra divinización, debida al amor infinito que Dios nos tiene y por el cual el ser humano alcanza su máxima dignidad. Jesús ha venido a revelarnos el designio salvador de Dios, que culmina, como nos enseñan las palabras finales del Credo, «en la resurrección de los muertos y en la vida eterna».
Pedro Trevijano, sacerdote