Uno de los casos con que más frecuentemente te encuentras en el confesionario son con abuelos y abuelas que se quejan que, a pesar de haber tratado de inculcar unos principios cristianos a sus hijos, éstos no van a Misa e incluso no bautizan a sus hijos con el argumento de «cuándo sean mayores ya decidirán libremente y no queremos coartar su libertad». Es indudable que la educación religiosa o no de los hijos depende de los padres y, precisamente el artículo 26 nº 3 de la Declaración Universal de Derechos Humanos dice literalmente: «Los padres tendrán derecho preferente a escoger el tipo de educación que hará de darse a sus hijos», mientras por su parte nuestra Constitución en su artículo 26 nº 3 emplea palabras muy parecidas para decir lo mismo. Este derecho humano es al que lógicamente recurrimos para defender la clase de Religión cuando los padres así lo desean; o por el contrario la no imposición de esa clase para quienes no la quieren. Es evidentemente la postura que todo buen demócrata debe sostener, porque lo contrario es simplemente totalitario, porque supone la invasión del Estado en las competencias propias de los padres.
Muchos abuelos y abuelas se sienten muy dolidos por la pérdida de religiosidad de sus hijos y se preguntan qué han podido hacer mal para no haber logrado transmitir su fe a sus hijos. Les recuerdo que, aparte de sus consejos, a los que normalmente desde hace tiempo harán poco caso, siempre les quedan los recursos de su oración y de su buen ejemplo, y que donde estas dos cosas se juntan es especialmente en la Misa y muy especialmente en la Comunión.
Está claro que cuando ambos padres son no creyentes, lo más normal es que no bauticen a sus hijos ni les den una educación cristiana, y que nadie puede reprochárselo, aunque tampoco faltan padres no cristianos, que, ante los disparates de la educación no cristiana, tipo aberraciones como la ideología de género, deciden educar cristianamente a sus hijos, simplemente porque les parece mejor. Recuerdo también que si los dos se casaron por la Iglesia, porque se presentaron como católicos de una fe más o menos viva, ambos se comprometieron a educar a sus hijos en la fe, por lo que el cónyuge menos creyente no tiene derecho a imponer su punto de vista al más creyente.
Pero ahora planteo el caso de unos padres de una fe mortecina, pero no muerta, que con frecuencia te argumentan, que ellos, a fuer de demócratas y como pretenden respetar la libertad de sus hijos, por ello no los bautizan. Empezaría por preguntarles si creen que tener fe es una cosa buena; si me responden que no, su postura es lógica y sensata; pero si me responden que sí, les preguntaría, puesto que me supongo que quieren a sus hijo o hijos, cómo les niegan algo que piensan es bueno para ellos. Les recordaría que ciertamente van a mandar a su hijos a la escuela para aprender, sin que les importe que ellos estén o no de acuerdo, para que de mayores puedan decidir libremente si quieren ser ingenieros, abogados o bomberos. No creo que mandarles a la escuela o el bautizarles y darles una educación cristiana sea una violación de los derechos del niño, mientras sí me parece que negar a sus hijos algo que piensan es bueno para ellos, para mí tiene simplemente dos nombres: estupidez o maldad, o ambas cosas a la vez, aunque no emplearía con ellos un vocabulario tan duro, sino más, pero tampoco demasiado, diplomático. Y que no me vengan con la tontería de que quieren respetar su libertad; para optar libremente, hay que optar con conocimiento de causa. Para que el joven pueda optar libremente, debe conocer qué es la fe. Ya que la fe hay que transmitirla, no surge, como por otra parte todo lo demás, por generación espontánea. Pues como dijo Jean Jaurès, prohombre socialista francés: «sólo son verdaderamente libres de no ser cristianos los que tienen facultad para serlo, pues, en caso contrario, la ignorancia les obliga a la irreligión.»
P. Pedro Trevijano, sacerdote