En perdurable luna de miel con la opinión pública, el papa Francisco se ha ganado también el elogio del más combativo de los teólogos franciscanos, el brasileño Leonardo Boff: «Francisco dará una lección a la Iglesia. Salimos de un invierno rígido y tenebroso. Con él viene la primavera».
En realidad, Boff abandonó desde hace tiempo el hábito franciscano, se casó y ha sustituido el amor por Marx por el amor ecologista por la madre tierra y el hermano sol. Pero es todavía el más famoso y el más citado de los teólogos de la liberación.
Cuando apenas tres días después de su elevación al papado Jorge Mario Bergoglio invocó «una Iglesia pobre y para los pobres», parecía una cosa hecha su anexión a las filas de los revolucionarios.
En realidad, hay un abismo entre la visión de los teólogos latinoamericanos de la liberación y la visión de este Papa argentino.
Bergoglio no es un prolífico autor de libros, pero lo que ha dejado por escrito es suficiente y permite entender qué tiene en mente con su insistente mezclarse con el «pueblo».
Conoce bien la teología de la liberación, la vio nacer y crecer también entre sus hermanos jesuitas, pero siempre marcó su desacuerdo con ella, inclusive al precio de encontrarse aislado.
Sus teólogos de referencia no eran Boff, ni Gutiérrez ni Sobrino, sino el argentino Juan Carlos Scannone, también jesuita y detestado, quien había sido su profesor de griego y que había elaborado una teología, no de la liberación sino «del pueblo», fundamentada sobre la cultura y la religiosidad de la gente común, en primer lugar de los pobres, con su espiritualidad tradicional y su sensibilidad por la justicia.
Hoy, con 81 años de edad, Scannone es considerado el máximo teólogo argentino vivo, mientras que sobre lo que queda de la teología de la liberación ya en el 2005 Bergoglio concluyó su discurso de este modo: «Con el derrumbe del imperio totalitario del ‘socialismo real’, esas corrientes quedaron sumidas en el desconcierto, incapaces de un replanteamiento radical y de una nueva creatividad. Sobrevivientes por inercias, aunque haya todavía hoy quienes las propongan anacrónicamente».
Bergoglio deslizó esta sentencia condenatoria contra la teología de la liberación en uno de sus escritos más reveladores: el prólogo a un libro sobre el futuro de América latina, el cual tiene como autor a su amigo más íntimo en la curia vaticana, el uruguayo Guzmán Carriquiry Lecour, secretario general de la Pontificia Comisión para América Latina, casado, con hijos y nietos, el laico de más alto rango en la curia.
A juicio de Bergoglio, el continente latinoamericano ya ha conquistado un puesto de «clase media» en el orden mundial y está destinado a imponerse todavía más en futuros escenarios, pero está socavado en lo que tiene de más propio, la fe y la «sabiduría católica» de su pueblo.
La trampa más temible la ve en lo que él llama «progresismo adolescente», un entusiasmo por el progreso que en realidad se vuelve – dice – contra los pueblos y las naciones, contra su identidad católica, ya que «tiene relación con una concepción de la laicidad del Estado que más bien es laicismo militante».
El domingo pasado rompió lanzas a favor de la protección jurídica del embrión, en Europa. En Buenos Aires no se olvida su tenaz oposición contra las leyes a favor del aborto libre y los matrimonios «gays». En la promoción de leyes similares en todo el mundo él ve la ofensiva de «una concepción imperial de la globalización», la cual «constituye el totalitarismo más peligroso de la posmodernidad».
Es una ofensiva que para Bergoglio lleva el signo del Anticristo, como en una novela a la que le gusta citar: «Señor del mundo», de Robert H. Benson, anglicano convertido al catolicismo hace un siglo.
En sus homilías como Papa, la más que frecuente referencia al diablo no es un artificio retórico. Para el papa Francisco el diablo es más real que nunca, es «el príncipe de este mundo» que Jesús ha derrotado para siempre, pero que todavía tiene libertad para hacer el mal.
En una homilía de hace algunos días ha formulado una advertencia: «El diálogo es necesario entre nosotros, para forjar la paz. Pero con el príncipe de este mundo no se puede dialogar. Jamás».