Renuncia nuestro Santo Padre a ser el Vicario de Cristo en la tierra. Y lo comunica con palabras humildes, llenas de paz y de confianza en la amorosa Providencia divina sobre la Iglesia.
«Después de haber examinado ante Dios reiteradamente mi conciencia, he llegado a la certeza de que, por la edad avanzada, ya no tengo fuerzas para ejercer adecuadamente el ministerio petrino [... Para continuar en él,] es necesario también el vigor tanto del cuerpo como del espíritu, vigor que, en los últimos meses, ha disminuido en mí de tal forma que he de reconocer mi incapacidad para ejercer bien el ministerio que me fue encomendado».
Los hijos de la Iglesia, los mismos que hemos recibido de Benedicto XVI durante ocho años un Magisterio apostólico lleno de luz y de gracia, recibimos también con toda confianza el discernimiento que él ha realizado en conciencia, asistido por Dios, acerca de la conveniencia de su renuncia a la Sede de Roma, la que «preside en la caridad» a la Iglesia universal.
Grande es el peso de responsabilidad que cualquier Obispo lleva sobre sí teniendo a su cuidado una Iglesia local que puede abarcar, quizá, a medio millón de fieles. Cuando pensamos, sin embargo, que el Obispo de Roma, como Sucesor de Pedro, tiene autoridad apostólica y pastoral sobre los más de mil millones de católicos de la Iglesia universal, entendemos perfectamente que, a sus 85 años, se reconozca incapaz de continuar llevando cada día sobre sí «la solicitud por todas las Iglesias» (2Cor 11,28).
Nuestro Señor y Salvador Jesucristo tomó a la Iglesia por Esposa única. «Cristo amó a la Iglesia y se entregó por ella para santificarla». Es Él quien «la alimenta y abriga» (Ef 5,25.29). Y Ella se deja querer, con una confianza absoluta y una paz inalterable, que están fundamentadas en el amor divino-humano de su glorioso Esposo. No es Ella una de esas esposas temerosas, que por cualquier suceso se alarman, temblando inquietas y llenas de ansiedades, como «una caña agitada por el viento» (Mt 11,7). Ella es «la mujer fuerte» (Prov 31,10), que permanece siempre en la paz, guardada por el amor de Cristo Esposo, porque ha construido su casa sobre la Roca inalterable de su amor.
Puede ser que, al mismo tiempo, algunas vecinas, entrometidas y ruidosas se alteren, den voces, se alboroten, abunden en alarmas, suposiciones y elucubraciones, dedicándose a conversaciones interminables en el patio. Ella, sin embargo, sabiéndose «la Señora Elegida» (2Jn 1), permanece en una paz serena, bien segura de la asistencia de su Esposo: «todo lo puedo en Aquel que me conforta» (Flp 4,13).
El mismo Cristo que regaló amorosamente a la Iglesia un «amigo del Esposo» (Jn 3,29) en la persona del Papa Benedicto XVI, nos dará muy pronto un nuevo Obispo de Roma. Con la asistencia prometida y segura del Espíritu Santo, ese nuevo Papa continuará llevando fielmente el timón de la barca de Pedro, aunque tenga que atravesar a veces por gravísimas tormentas.
Nos queda, pues, a los hijos de la Iglesia dar gracias a Dios de todo corazón por el Pontificado de S.S. el Papa Benedicto XVI. Y la obligación de elevar al Señor con toda esperanza nuestras peticiones en favor del Papa que le suceda en la Santa Sede romana. Cuando Simón Pedro fue apresado en Jerusalén, toda «la Iglesia oraba insistentemente a Dios por él» (Hch 12,5). Lo mismo hemos de hacer hoy nosotros. Las preciosas oraciones propias de la «Misa para elegir un Papa» podrán muy bien servirnos para ello, como también la oración del pasado Domingo V del Tiempo Ordinario:
«Vela, Señor, con amor continuo sobre tu familia; protégela y defiéndela siempre, ya que sólo en ti ha puesto su esperanza. Por nuestro Señor Jesucristo, tu Hijo, que vive y reina contigo en la unidad del Espíritu Santo, y es Dios por los siglos de los siglos. Amén».