En el verano de 1975 me encontraba en la parroquia católica de Gloucester en Inglaterra y tuve una conversación inolvidable con los tres curas ingleses de la parroquia. Ante la proximidad de las elecciones les pregunté por quién iban a votar. Me respondieron los tres que, a lo largo de su vida, unas veces habían votado a los conservadores y otras a los laboristas. Me explicaron que los programas electorales no les interesaban porque prácticamente eran el mismo. Me explicaron que en esas elecciones iban a votar conservador porque, aunque el primer ministro laborista Wilson, les gustaba más que la candidata conservadora Thatcher, sin embargo el equipo que presentaba la Thatcher, lo que los ingleses llaman el gobierno en la sombra, les gustaba más y les parecía más competente que el equipo de Wilson, y por esa razón iban a dar su voto a la Thatcher.
Hoy esas razones deberían seguir siendo vigentes, tanto más cuanto que el otro tipo de socialismo, el comunismo, se ha hundido con la caída del muro de Berlín arrastrado por sus crímenes, su negación de las libertades fundamentales e incluso por su profunda y probada ineptitud económica.
Pero el problema del izquierdismo europeo, y muy especialmente del español, es que siguen intentando vendernos eso que lo que ellos intentan es la revolución social económica. Pero para ello han renunciado a lo que debiera ser el ABC de la Política, que los cargos importantes los ocupen no unos indocumentados, sino gente preparada. Recuerdo a este respecto lo que me dijo alguien del PSOE, que llegó a un cargo muy importante, durante los últimos años de Franco. “Tengo un chico, le dije, que quiere hacerse del PSOE”. Su contestación me gustó mucho: “Dile a ese chico que se deje de tonterías y se prepare bien. Lo que los partidos vamos a necesitar son cuadros, gente bien preparada”.
Me gustaría saber si hoy me hubiese dado la misma contestación, porque desgraciadamente los partidos de izquierda, y, ¿por qué no decirlo? en parte los de la derecha, se han instalado en un cómodo relativismo, en el que los principios morales no cuentan para nada. La famosa frase “la libertad nos hace verdaderos” se ha convertido en el eslogan de la izquierda. El mero hecho que esa frase sea contradictoria con la afirmación de Jesucristo: “La verdad os hará libres” (Jn 8,32), debiera hacer saltar todas las alarmas, porque es una señal clarísima de que se sigue un camino equivocado. En busca de un camino nuevo, de unas ideas que nos separen claramente de la derecha, se busca la solución en lo fácil, en la supresión de obligaciones y responsabilidades, que hace que la izquierda, fracasada en lo económico, busque un nuevo modelo de sociedad basada en salvajadas contra el sentido común como la liberalización del aborto, la supresión con la eutanasia de los viejos que estorban, y si a alguno le parece demasiado dura esta afirmación que se entere qué está pasando en Holanda, la inefable estupidez de la ideología de género, de la que por cierto puedo decir que el primer día que me explicaron en qué consistía creí que me estaban tomando el pelo, experiencia que también he tenido con aquéllos que, a mi vez, he intentado explicarles en qué consistía, porque a nadie en su sano juicio se le puede ocurrir que lo que se intenta es que nuestra legislación lo que busca no es el bien común, sino destruir la familia normal. Increíble, pero cierto.
Las consecuencias de esta actitud son muy claras: hay que cambiar a toda costa, la Declaración de Derechos Humanos de la ONU del 10 de Diciembre de 1948, por otra más actual y progresista. Y si decir esto no queda todavía demasiado bien hablemos de nuevos derechos humanos, aunque los nuevos derechos se opongan frontalmente a los Derechos de 1948. Por supuesto que las consecuencias de todo esto son tremendas: caída del índice de natalidad muy por debajo de la tasa de sustitución generacional, tasas muy elevadas de divorcios, aumento vertiginoso de los abortos, delincuencia juvenil, fracaso escolar, drogadicción, violencia de género…
Y a todo esto, ¿qué decimos los creyentes? Pues simplemente pensamos que “Dios es Amor” (1 Jn 4,8 y 16) y que la vida humana tiene sentido si está al servicio del amor y que cuanto más nos acerquemos a Dios y menos nos alejemos de Él tendremos una vida personal y social mejor y más sana. El hombre además busca la felicidad, y el relativismo, con su creencia que todo termina con la muerte y que Dios no existe, es incapaz de ofrecernos ni siquiera la esperanza que nuestra máxima aspiración, ser felices siempre, sea posible. En cambio los creyentes tenemos esa aspiración y ese convencimiento.
Pedro Trevijano, sacerdote