El encuentro interpersonal es una experiencia fundamental del ser humano. El ser humano siente, en su masculinidad o feminidad, la necesidad de apoyarse en alguien y de ofrecer a su vez apoyo, lo cual es la esencia de la ternura, comunión, entrega, comprensión, amor y solidaridad que une a los integrantes de la pareja. Ésta ofrece a sus miembros el calor afectivo, la sensación de seguridad y de compañía que son necesarios para el desarrollo de la persona, su progreso y estabilidad emocional.
El problema de la relación sexual no es tanto de técnicas coitales cuanto de elección amorosa, de entrega, de comunicación profunda, de comunión de vidas y destinos. La humanidad ha sido creada sexuada: la pareja procede de la diferencia de los sexos, de su atracción mutua, del deseo de reproducirse y perpetuar la especie. Éstos son los fundamentos biológicos de la familia. La relación sexual íntima es el encuentro de dos personas que manifiestan una donación total del uno al otro, en el que la entrega corporal y la expresión física de la genitalidad muestran la unión de ambos, a fin de desarrollarse como personas también en su dimensión espiritual. La psicología nos habla de una tendencia fundamental al amor en la pareja humana, que no se reduce a la satisfacción del instinto sexual, sino que aspira a la unión firme y estable entre dos seres humanos que se conocen, se quieren y deciden ser el uno para el otro. Además, en el matrimonio cristiano, el amor conyugal es asumido por el amor divino y transformado en sacramento, es decir en uno de los lugares privilegiados de encuentro entre Dios y el ser humano.
La unión amorosa no es una felicidad sin nubes, sino una aventura con sus alegrías y penas, es decir un episodio concreto que hay que vivir. Existe cierta unanimidad en que el sexo, pese a su importancia, no fundamenta el amor, sino al contrario. Se dan épocas en la vida en que la sexualidad genital permanece silenciosa o latente por inmadurez, gestación, puerperio, enfermedad, separación física, vejez, etc., y sin embargo esas etapas de la vida pueden ser profundamente amorosas. La ausencia de relaciones sexuales temporal o permanente no les impide quererse profundamente y encontrar mil modos de expresarse su amor. Por el contrario la liberación de la sexualidad como mera satisfacción instintiva u orgía que ignora al otro, puede destruir cualquier vínculo amoroso.
Tanto el espiritualismo como el sensualismo han jugado malas pasadas a la sexualidad, pues una y otra parten del mismo principio: una injusta dimensión de la corporalidad. No logran, por ello, ver el amor entre el hombre y la mujer como un modelo para todo amor. El rigorismo de una tendencia y la permisividad de la otra, parten de una antropología común: la excesiva separación entre el psiquismo y la corporalidad, entre el espíritu y la materia, entre lo racional y lo biológico. El espiritualismo exagerado quisiera hacer de la persona un espíritu sin sexo, pues considera la sexualidad como humillante y en consecuencia el acto sexual requiere una justificación que debe venirle por la intención directa de la procreación. «Para el espiritualismo, el papel que la sexualidad desempeña en ese amor comprometería la transcendencia y la gratuidad de las formas más elevadas del amor. Se piensa, sobre todo, que sería inapropiado asociarlo al amor divino. El ágape, fruto de la gracia, fundado en la fe y caracterizado por la oblación, no tendría nada que ver con el eros , relacionado con el cuerpo, proveniente del deseo de posesión y orientado a la autoafirmación. La contraposición entre eros y ágape recomendaría una reserva de principio a la propuesta de hacer del amor entre hombre y mujer el arquetipo de cualquier tipo de amor» (Conferencia Episcopal Española, La verdad del amor humano, 26-IV-2012, nº 46).
Peor aún es «la otra vertiente, de signo materialista, subyacente también en las teorías contemporáneas de «género». Éstas pretenden desvincular la sexualidad de las determinaciones naturales del cuerpo, hasta el punto de disolver el significado objetivo de la diferencia sexual entre hombre y mujer» (Conferencia Episcopal Española, La Verdad del…, nº 47). Esta concepción se cierra a los valores del espíritu, niega los significados de unión y procreación y se reduce a la satisfacción del propio egoísmo. Pero la opción entre angelismo y zoología no es afortunadamente la única posible.
El amor maduro supera el egoísmo, pues es entrega absoluta, olvido de sí y aceptación plena e incondicional del otro. A la madurez en el amor no se llega por casualidad, sino que supone una prolongada y sólida formación, un crecimiento gradual y mucha abnegación. Quien haya llegado a amar de esta manera será siempre capaz de la más plena y gratificadora unión sexual, aunque también puede decidir renunciar a ella. En efecto, nuestra sexualidad abarca mucho más que la genitalidad o las zonas erógenas, por lo que la persona sexualmente madura no es aquélla que se cree satisfecha porque no obedece a tabúes sexuales, sino que es quien ha logrado integrar libremente sus instintos en la totalidad de su existencia y en conformidad con su opción personal. Es la persona quien debe dominar y mandar en su sexualidad, y no la sexualidad la que mande a la persona. Una sexualidad verdaderamente liberada tiende a la autosublimación, es decir, al desarrollo del humanismo, a la entrega generosa al servicio de los demás, al amor a la humanidad, a la construcción de una sociedad libre y justa, en una palabra, no sólo a nuestra realización personal, sino también de la humanidad entera. La realización personal pasa por la realización del otro.
P. Pedro Trevijano, sacerdote