Con frecuencia oímos la afirmación que como Dios es Amor y nos ama infinitamente, forzosamente nos vamos a salvar. Reforzando esta postura: ¿cómo un Dios que es infinitamente bueno, que ha creado un universo del que se nos dice en la Escritura «y vio Dios ser muy bueno cuanto había hecho» (Génesis 1,31), que es un Dios que «no hizo la muerte, ni se goza en la pérdida de los vivientes» (Sab 1,11), que «ama todo cuanto existe y no aborrece nada de cuanto ha hecho» (Sab 11,25), puede permitir nuestra condenación eterna? Si además tenemos en cuenta parábolas como la del hijo pródigo, la de la dracma y la oveja perdidas, la insistencia en el perdón de Dios que encontramos a lo largo de las lecturas bíblicas, especialmente las del Nuevo Testamento, llegamos a la conclusión que a Dios no le queda más remedio que perdonarnos, hagamos lo que hagamos. ¿Es eso verdad?
Recientemente este problema del buenismo ha vuelto a ponerse de actualidad porque Benedicto XVI ha exigido en que el «pro multis» de Mt 26,28 se traduzca en los libros litúrgicos no «por todos», sino «por muchos». Ciertamente Cristo murió por todos, pero ello no significa que los efectos de la muerte de Cristo se apliquen de forma automática, sin la necesaria respuesta humana.
Por supuesto en el asunto de nuestra salvación, Dios no es un juez neutro o no interesado. Alguien que se ha hecho hombre por mí, con la intención de, a través de su Pasión, Muerte y Resurrección, conducirme a la felicidad eterna, a hacerme partícipe del amor con que las tres Personas de la Santísima Trinidad se aman entre sí, no puede ser un juez frío e imparcial, sino que barrerá a mi favor, si le doy la más mínima oportunidad para hacerlo. Pero tengo que darle esa oportunidad, porque Dios quiere nuestro amor, pero nos pide que se lo demos libremente, y si no se lo damos, nos respeta tanto que no nos salvará contra nuestra voluntad. Personalmente nunca olvidaré una confesión que tuve de adolescente: el sacerdote me dijo: «Tú piensas que estás yendo por el bordillo de una acera y que Dios espera que te caigas, para mandarte al infierno. La realidad es ésa, pero al revés: Dios va a hacer contigo todas las trampas que pueda, menos cargarse tu libertad, para llevarte al cielo». En el episodio del joven rico, ante la pregunta de los apóstoles sobre quién puede salvarse, Jesús responde: «Es imposible para los hombres, pero Dios lo puede todo» (Mt 19,26; Mc 10,27; Lc 18,27). Nuestra salvación está en manos de Dios, pero no nos opongamos a ella.
Es decir, tenemos la tremenda posibilidad de decir no a Dios. Para ello hay dos maneras: una oponiéndonos directamente a Él, otra la de oponernos a Dios maltratando a esa imagen de Dios que es el prójimo: «El que maltrata al pobre, injuria a su Hacedor» (Prov 14,31). «No os engañéis: de Dios nadie se burla. Lo que uno siembre, eso cosechará» (Gal 6,7). «Si lo negamos, también Él nos negará» (2 Tim 2,12).
Jesús se toma muy en serio el tema del escándalo: «El que escandalice a uno de estos pequeños que creen, más le valdría que le encajasen en el cuello una piedra de molino y lo echasen al mar»(Mc 9,42). En Mateo 25 leemos: «Entonces ellos (los malos) responderán diciendo: Señor, ¿cuándo te vimos hambriento, o sediento, o peregrino, o enfermo, o en prisión, y no te socorrimos? Él les contestará diciendo: En verdad os digo que cuando dejasteis de hacer eso con uno de estos pequeñuelos, conmigo dejasteis de hacerlo. E irán al suplicio eterno». Está claro, por tanto, que el infierno existe y que Jesús nos previene sobre él.
Es evidente que lo que Dios pretende de nosotros es que nos tomemos en serio esta vida y nos demos cuenta de su importancia. Y como Dios es Amor, nuestra plena felicidad consistirá en unirnos con Él, aunque sin perder nuestra propia personalidad.
Por el contrario al optar por una vida sin Él, dejándonos seducir por el Maligno, del que nos dice San Pedro: «Estad alerta y velad, que vuestro adversario el diablo, como león rugiente, anda rondando y busca a quien devorar» (1 P 5,8), significa hacer imposible nuestra felicidad. Él no desea eso, pero como ya dijo San Agustín: «Él que te creó sin ti, no te salvará sin ti». El buenismo no ayuda a vivir la fe, porque nos hace olvidarnos que existe el pecado y eso no es lo que Dios quiere.
El Catecismo de la Iglesia Católica nos lo plantea así: «Salvo que elijamos libremente amarle no podemos estar unidos con Dios. Pero no podemos amar a Dios si pecamos gravemente contra El, contra nuestro prójimo o contra nosotros mismos»(nº 1033). Negar la existencia del Demonio, del mal y de nuestra capacidad para hacerlo es simplemente negar la Historia, empezando por la de nuestra propia vida, pues todos tenemos en ella hechos en los que nos hubiera gustado comportarnos de otra manera, aunque los creyentes tenemos afortunadamente el sacramento de la Penitencia para pedir perdón, recibirlo y reorientar por la conversión nuestra vida.
Pedro Trevijano, canónigo penitenciario de la diócesis de Calahorra y La Calzada-Logroño