Jesús vino para darnos la gran noticia: el ofrecimiento hecho por Dios al hombre de vivir en amistad con Él. La única condición es permanecer abiertos al don y a la gracia, aceptando nuestra incapacidad de merecerla.
En el Nuevo Testamento la moral viene presentada como un mensaje de alegría, imposible de separar del anuncio de la salvación y de la aceptación de la fe, precediendo la gracia al mandamiento, la fe a la moral (Rom 3,27-31). La Moral cristiana no es separable de la palabra eficaz y generosa de Dios. Lo propio del cristiano debe ser la alegría, incluso en medio de las pruebas de este mundo. Se nos dice: "Estad alegres siempre en el Señor, os lo repito: estad alegres"(Flp 4,4).
Lo diferenciador de la Moral cristiana no está tanto en los contenidos, pues, salvo algunas prácticas religiosas, no puede citarse ninguna prescripción que no se encuentre también, bajo una forma parecida, en otros lugares, sino que lo auténticamente determinante está en la misma persona de Cristo. La reflexión moral de la Iglesia, hecha siempre a la luz de Cristo, se ha desarrollado en la forma específica llamada teología moral, ciencia que acoge e interpela la divina Revelación y responde a la vez a las exigencias de la razón humana. Al proclamar soberanamente la originaria y definitiva voluntad de Dios, al decirnos que hay una Verdad objetiva, que es Él mismo (Jn 14,6), sus enseñanzas son la palabra última y vinculante de Dios a los hombres. En Jesucristo alcanza la revelación de Dios su expresión suprema y su más alta exigencia, por encima de todos los anteriores portavoces de Dios (Heb 1,1).
Al llegar a este punto podemos preguntarnos qué es lo que la fe cristiana aporta al conjunto de valores humanos. En otras palabras: ¿para qué sirve ser cristiano?
Podemos decir que lo específico de nuestra moral no es tanto añadir cosas a la moral humana, aunque tiene una moral operativa propia, no en el sentido que sea distinta de la moral humana, sino que asume a ésta y la enriquece, por ejemplo la virginidad "por el reino de los cielos". La originalidad no está tanto en los contenidos, sino en la forma de integrarlos en la fe y en la manera de vivirlos como expresión de la voluntad amorosa de Dios. El actuar cristiano se apoya en la fuerza de la razón, en la verdad de la fe y en la gracia de Cristo. Fe y razón se prestan mutua ayuda, mostrando la razón los fundamentos de la fe y, a su vez, la fe protege a la razón de múltiples errores y la provee de muchos conocimientos. Lo decisivo no es que tales contenidos se puedan encontrar también en otros sitios, sino que lo verdaderamente importante es en qué medida colaboran en la configuración espiritual del cristiano, en la realización de una unidad inseparable entre fe, verdad y vida. Cristo quiere que colaboremos con Él para hacer realidad la venida del Reino de Dios, la llegada de Dios a nosotros. Por ello la fe presenta determinadas exigencias de prácticas religiosas que se derivan de nuestra condición de creyentes y de nuestra pertenencia a la comunidad eclesial. La recepción de los sacramentos o los preceptos de la Iglesia formarían parte de ese tipo de obligaciones que, por su propia naturaleza, no se pueden derivar de una simple reflexión humana.
Decir, por tanto, que en conjunto los valores de la moral cristiana son también razonables y no son distintos de los que profesa cualquier persona honrada, parece una postura sensata y aceptable. Pero si queremos encontrar a nuestra moral un fundamento sólido, éste no puede ser otro sino la roca de la palabra de Cristo. Observemos igualmente que la lectura de la Escritura y la experiencia cristiana suponen una modificación en la idea misma de virtud: ya no es obra del solo esfuerzo humano como en los filósofos, sino de la gracia que se nos da en las virtudes teologales e infusas que completan los dones del Espíritu Santo.
Al revelar la relación esencial del hombre a Dios en el orden de la creación y de la salvación, la fe hace que el hombre se descubra a sí mismo en los planos de su humanidad e historia, situándonos en el designio salvífico de Dios, que culmina "en la resurrección de los muertos y en la vida eterna".
Pedro Trevijano, sacerdote