El domingo 6 de noviembre la Iglesia católica celebra la memoria de los mártires de la persecución religiosa en España en la década de los años ´30. Se cumple en este año el 75 aniversario del cruento martirio de miles y miles de españoles que dieron su vida por Jesucristo, confesando abiertamente su fe y rubricándola con su sangre. No hay amor más grande. En torno a un millar ya han sido beatificados y varios miles de ellos están en proceso de ser declarados mártires de Cristo. La Iglesia sigue con cada uno de ellos un minucioso proceso de análisis de su muerte, de los motivos de su muerte y de cómo afrontaron ellos ese trance supremo.
Los mártires no son simplemente caídos de uno o de otro bando. Los mártires están por encima de esas banderías o partidismos. Los mártires no cayeron en el frente, en la línea de batalla, donde las balas se entrecruzan, sino que fueron buscados en sus casas, fueron arrestados y llevados a la cárcel y fueron ejecutados simplemente por ser cristianos, por ser curas o monjas, por ser de Acción Católica o de la Iglesia. Fueron ejecutados por odio de la fe. Esa rabia y ese odio contra Dios y contra la fe católica se convirtió en una ocasión de expresar un amor más grande, un amor que muere perdonando a los verdugos, un amor que muere cantando lo más bonito del corazón humano. Una vez más, el odio no es la última palabra. La última palabra es el amor, porque Dios es amor.
La Iglesia no celebra la crueldad de las torturas, ni trae a la memoria la impiedad de los verdugos, y menos aún la ideología que sustenta ese odio. La Iglesia celebra el amor más grande que cada uno de sus hijos ha sido capaz de expresar. “Ellos vencieron en virtud de la sangre del Cordero y por la palabra del testimonio que dieron y no amaron tanto su vida que temieran la muerte; por eso, estad alegres cielos y los que allí habitáis” (Ap 12,11). En cada uno de ellos se ha cumplido el contraste del odio de quienes les mataron con el amor que había en su corazón, y ha vencido el amor. La Iglesia celebra ese amor, que sólo puede habitar en el corazón humano como un regalo de Dios, que los ha fortalecido en el momento supremo.
En nuestra diócesis de Córdoba, en la Iglesia santa que camina en nuestra tierra, ha brotado ese amor con abundantes frutos. Nuestra diócesis es una diócesis de mártires, también en el siglo XX. Muchos de ellos ya han sido beatificados, ya han sido propuestos por la Iglesia como ejemplo de amor y de entrega. Baste recordar al beato Bartolomé Blanco, de Pozoblanco, patrono de la juventud católica de nuestra diócesis. Otros muchos (sacerdotes, religiosos/as y seglares) están en proceso de ser declarados un día mártires de Cristo. A todos los recordamos llenos de gratitud y de emoción. A los ya beatificados, con el culto solemne que la Iglesia tributa a sus santos. A los que están todavía en proceso, con el culto privado y la certeza contenida hasta que la Iglesia los declare mártires. A todos, los miramos con admiración y nos sentimos impulsados por su valentía y entrega a vivir cada uno de nosotros nuestra vida cristiana en esa estela de amor en la que han vivido tantísimos santos a lo largo de la historia.
Los santos son nuestros hermanos mayores, los que van delante de nosotros y nos ayudan a recorrer el camino de la vida. Ellos nos dicen que sólo el amor vencerá, el amor que disipa todo egoísmo, el amor que nos lleva a entregarnos y a gastar nuestra vida en el servicio de Dios y del prójimo, el amor que nos hará crecer hasta llegar a la plenitud de la santidad que Dios nos tiene preparada a la medida de Cristo. Los santos son los que han cambiado el rumbo de la historia. Los santos son los mejores hijos de la Iglesia y de la humanidad.
La memoria de nuestros mártires –tantísimos mártires de nuestro tiempo- es un nuevo estímulo para seguir a Jesucristo en nuestros días. También hoy encontramos dificultades internas y externas, también hoy topamos con el odio a la fe y el desprecio de Dios. Por eso, también hoy –y más que nunca- estamos llamados a vivir un amor que supera las fuerzas humanas y que nos viene de Dios como les vino a los mártires a quienes hoy recordamos.
Recibid mi afecto y mi bendición:
+ Demetrio Fernández, obispo de Córdoba.