Primeros esfuerzos para la restauración litúrgica

En las postrimerías del siglo XVIII se extinguieron los rigores de la cruel persecución que la Iglesia de Francia había tenido que soportar por espacio de diez años. A partir de 1799 empezaron a reabrirse por todas partes oratorios públicos e incluso iglesias. Los sacerdotes empezaban a dejarse ver en público con mayor seguridad, los altares despojados volvían a ver como una sombra de las antiguas pompas. Salían a la luz y volvían a ser usados en el culto los vasos sagrados, los ornamentos y los relicarios, últimos y raros vestigios de la opulencia del culto católico, sustraídos a la codicia de los perseguidores por el valiente celo y amor de algunos católicos que se jugaron la piel por ello. Nada resultaba tan hermoso como esas primeras apariciones en público de los símbolos de la fe de nuestros padres. Tras el “reinado del Terror”, volvían a celebrarse hermosas ceremonias en las grandes ciudades. En aquellas iglesias devastadas volvía a ofrecerse el dulce Sacrificio del Cordero después de las orgías de las fiestas de la diosa Razón y los discursos de la teofilantropía. Valga el inciso para recordar que la ideología -no es otra cosa- que sostienen Enrique Castro y sus “compañeros no mártires” de la comunidad de Entrevías enlaza perfectamente, aunque con menos “elegancia ilustrada” y más “vulgaridad marxista” con aquel concepto teofilantrópico de los revolucionarios franceses.

Cuando el amor a la belleza y sublimidad del culto católico está arraigado en el corazón de un pueblo como lo estaba en el alma de los franceses, cuando la alianza entre poesía y fe, que constituye el fondo de la liturgia católica, causa en los espíritus una tal atracción y encanto, no existen sufrimientos ni intereses políticos ni siquiera pasiones humanas que puedan hacer olvidar los momentos en los que emociones tan nobles e íntimas han dejado tan profundas huellas en el alma.

¡Cuan culpables o imprudentes aquellos que habían tenido la osadía, durante todo un siglo, de trabajar por todos los medios, para desarraigar los cantos populares y arruinar las piadosas tradiciones que son la vida de los pueblos creyentes! Vuelva a valer el inciso para subrayar que una de las causas de la descristianización actual de España, que no sólo es obra de un gobierno, reside en el masivo traslado de la población rural a las ciudades en la década de los 60, rompiendo las tradiciones religiosas de sus ancestros, quebrando de esta manera los vínculos con las tradiciones populares que son el sustrato afectivo que sostiene el edificio de la fe personal.

Abril de 1802: Dios deja ver su mano en Francia

El Concordato que se estaba redactando desde 1801 y que fue promulgado el día 18 de abril de 1802 tenía un gran contenido litúrgico. Tal concordato garantizaba el ejercicio del culto católico que fue recibido con gozo por una nación que había exultado de alegría viendo el regreso de sus sacerdotes. Nada podía enturbiar el entusiasmo de los parisinos cuando aquel 18 de abril, día de Pascua, el concordato fue promulgado en el transcurso de una bellísima celebración religiosa y cívica. Los fieles celebraban no sólo la triunfante Resurrección del Señor o el paso del Señor cuando los israelitas salieron de Egipto camino de la libertad y la tierra prometida, sino la restauración milagrosa de aquella religión que nueve años antes había sido declarada abolida por un decreto sacrílego. (1791)

Las autoridades se dirigieron con pompa y boato a Notre-Dame donde el legado apostólico Juan Bautista Caprara, Cardenal de la Santa Iglesia Romana, celebró pontificalmente bajo sus bóvedas previamente reconciliadas.

En el mismo mes de abril, un libro de altos vuelos publicado en ese momento había servido para preparar a los espíritus para una restauración tan maravillosa: el “Genio del Cristianismo” de Chateaubriand. En ese volumen el autor se esforzaba en probar como el cristianismo es verdadero porque es bello y hermoso. Sus argumentaciones sirvieron para reconciliar a los franceses con su alma católica y fueron de más valor y peso que cien refutaciones del “Emile” o del “Diccionario Filosófico”.

Sin duda alguna, la nueva poética revelada por Chateaubriand no estaba al alcance de las grandes masas ni incluso de todos los lectores del libro e incluso se puede afirmar que a veces la obra deja algo que desear, pero la parte litúrgica del “Genio del Cristianismo”, es decir la dedicada a la descripción de las fiestas, de las ceremonias, de las ricas pinturas de las catedrales y claustros medievales, lo que en una palabra formaban los capítulos más populares, dejó una huella indeleble en la sociedad francesa.

Un signo y medio después de Nicolas Boileau poeta que, como un eco de los antiliturgistas jansenistas, en la fe del cristiano únicamente veía “los misterios oscuros y terribles” en los que el creyente vivía inmerso, la proclamación del cristianismo como una religión eminentemente poética constituía una fecunda reacción.

En calidad de “literatos clásicos” como vimos, Foinard y Grancolas con todos sus secuaces, se pusieron a la caza y captura de todos los responsorios y antífonas que hubieren sido compuestos con un latín diferente al de Cicerón, rellenando toda la nueva obra de pastiches al modo horaciano. Ahora Chateaubriand, dando por sentado el hecho de la poética del cristianismo considerado en sí mismo, ejercerá una vasta acción, de la cual ahora no podemos enumerar todos los beneficios; únicamente y entre otros, el de haber llegado en el momento oportuno. El Papa Pío VII atestiguó su satisfacción de manera clara. El crítico Jean-Joseph Dussault , el ilustre escritor Jean-Pierre Louis De Fontanes y el gran filósofo católico Louis de Bonald se unieron al P. Boulogne para celebrar la importancia de esta victoria contra los enemigos del catolicismo.

Los llamados “Artículos Orgánicos”

Pero en medio de este triunfo, obstáculos inesperados ensombrecieron la alegría y el gozo del Papa y de la Iglesia de Francia. Sin duda el Concordato había sido publicado en Notre-Dame, pero al mismo tiempo algunos días antes se habían decretado un conjunto de 77 artículos que bajo el nombre de “Artículos Orgánicos”, la mayoría elaborados con el objetivo de obstaculizar la influencia del catolicismo y frenar el desarrollo de sus renacientes instituciones. Desearía subrayar únicamente algunas de las disposiciones del capitulo III, titulado “Sobre el culto”.

La primera disposición a pesar de su brevedad tenía una importancia relevante: “Sólo habrá un catecismo y una única Liturgia para todas las iglesias católicas de Francia”. Dejando de lado el catecismo detengámonos a lo concerniente a la Liturgia.

Como resultado de las nuevas circunscripciones diocesanas, la Iglesia de Francia se encontraba sumergida en una deplorable confusión litúrgica. Paso a explicarme: el número de diócesis fue reducido a más de la mitad, y consiguientemente los nuevos obispados estaban formados, en todo o en parte, por el territorio de tres o cuatro de las antiguas diócesis. Se daba el caso, debido a los cambios acontecidos durante el siglo XVIII, que la liturgia catedralicia, lejos de agrupar a todas las iglesias diocesanas en la unidad , veía disputar sus formas litúrgicas por cinco o seis Liturgias rivales, la de las antiguas diócesis. Tal extraño espectáculo era insólito en la Iglesia. Jamás en época alguna, en país alguno se había nunca contemplado una tal anarquía de las plegarias públicas y una tal ruptura de comunión…

Fue nombrada una comisión para la redacción de los nuevos libros de la Iglesia de Francia, pero sus trabajos no llegaron nunca a hacerse públicos. Sabemos únicamente que algunos de sus miembros intentaron hacer prevalecer la Liturgia parisina, otros la de tal o cual diócesis, otros finalmente una amalgama formada por todo el conjunto.

¡Aquel “gran hombre” (Napoleón) que hablaba de su “predecesor Carlomagno” tuvo que aceptar y asumir el hecho de no haber podido alcanzar la altura de miras del ilustre fundador de la sociedad europea…!

Llegó 1806, el proyecto de Liturgia nacional estaba en labios de todos, pero la Comisión constituida para esa tarea no producía nada. El proyecto pues se abortó y de él no queda más memoria que la que nos queda en la redacción de esos Artículos Orgánicos.

Por otra parte siendo Napoleón emperador, y emperador consagrado por el Papa, se hacía necesario que tuviese una capilla imperial, y que esta capilla celebrase los oficios divinos siguiendo las reglas de alguna Liturgia concreta. La antigua corte observaba el uso romano desde tiempos de Enrique III. Napoleón celoso de hacer revivir en todo la etiqueta de Versalles, legisló en este punto: abolió la liturgia romana y decretó que fuesen los libros parisinos los únicos a ser usados en su presencia. Gran honor concedido pues a Vigier y Mésenguy, pero una nueva prueba de la antipatía que albergaba el “gran hombre” por todo aquello que pudiera obstaculizar sus sueños de Iglesia Nacional.

La estancia de Pío VII en Francia

La consagración de Napoleón en 1804 fue también un gran acto litúrgico, pero como tal expresaba la enorme distancia que separaba al “nuevo Carlomagno” del antiguo. Napoleón se retrató a sí mismo cuando como respuesta a la generosidad del Papa por acudir a un acto tan solemne y prestar su ministerio para tal ocasión, tuvo la desfachatez de hacer esperar durante una hora entera al Papa, revestido de los ornamentos pontificales y sentado en su trono en Notre-Dame. Y no sólo eso: Napoleón, colmo de los agravios, en vez de recibir la corona del Pontífice, se ciñó a sí mismo la corona y posteriormente con sus manos profanas coronó a una princesa, sobre la cual, es cierto no puedo sostenerse la diadema.

Pero nada podía hacer disminuir el entusiasmo de los fieles de Paris y de sus provincias, durante los cuatro meses que Pío VII pasó en la capital del Imperio. Pero no había nada de oficial ni de ceremonioso en la masiva afluencia que inundaba las iglesias en las que el Papa llegaba para celebrar la Misa. Los fieles se acercaban por miles entorno al santo altar con la esperanza de recibir la comunión de las manos mismas del Vicario de Cristo. Nos cuentan las crónicas que era un espectáculo emocionante el que ofrecía la multitud, cantando a una sola voz el Credo entonado por su párroco, rodeando de una atmósfera de fe al piadoso Pontífice que, en un recogimiento profundo, celebraba el eterno sacrificio a la vez que daba gracias por haber encontrado tanta fe y amor a la religión en el corazón de los franceses.

Repito que habría que hacer un hermoso libro sobre la estancia de Pío VII en Francia, pero éste debería especialmente resaltar y relatar las visitas que el Santo Padre realizaba a las iglesias que mostraban las cicatrices de la devastación que habían sufrido y en las que ahora el Papa celebraba la Misa con el recogimiento angélico que dejaba huella en su noble e impactante figura. Los parisinos, de los que llegó a ser un ídolo, comentaban con su maravilloso genio: “verdaderamente reza como un Papa…”

La permanente negativa del Papa a la voluntad de Napoleón de controlar a la Iglesia francesa provocó la violenta reacción de éste que en 1809 se adueño de los Estados Pontificios y los incorporó al Imperio francés que retuvo en un primer momento al Papa en Savona para finalmente llevarlo prisionero a Fontainebleau donde permaneció cautivo casi cinco años.

En marzo de 1814 el Papa fue liberado, poco antes de que tras una serie de estrepitosos fracasos militares entre los que destaca Waterloo, Napoleón se viese obligado a abdicar.

Finalmente Napoleón, en cuyo estandarte se divisaba una orgullosa y desafiante águila con una gran “N” entre sus garras, cayó así antes de lo previsto abdicando incondicionalmente en abril de 1814. Las profecías de San Malaquías designan al Papa Pío VII bajo el epígrafe de “Aquila Rapax”, a lo que muchos interpretan con esa coincidencia, el reflejo de los sufrimientos que la rapacidad de Napoleón causó al Papa y a la Iglesia.

Con Napoleón Bonaparte acabó el Imperio y de esta manera las iglesias respiraron. Sin embargo la plena libertad del catolicismo y la restauración litúrgica no llegaría hasta el regreso de la antigua dinastía y la Restauración monárquica en la persona de Luis XVIII.

Dom Gregori María

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