(ACIPrensa/InfoCatólica) Hace 140 años, San Juan Bosco, el venerado santo patrono de la juventud, dejó una carta profética que resuena con claridad en el presente. Fechada el 10 de mayo de 1884, esta carta revela un viaje extraordinario en el tiempo que el santo emprendió mientras se encontraba en Roma resolviendo asuntos en el Vaticano.
En esta carta dirigida a sus salesianos, Don Bosco comparte un encuentro revelador con dos antiguos oratorianos, uno de los cuales reconoció como Valfré, un joven educado por él antes de 1870. Valfré le ofreció a Don Bosco la oportunidad de ver a los muchachos del pasado, y este aceptó con curiosidad.
De repente, Don Bosco se encontró transportado en el tiempo, observando con asombro a sus jóvenes en plena hora del recreo en el oratorio de Valdocco, Turín. La escena estaba llena de alegría y vitalidad, con los muchachos corriendo, saltando, jugando y riendo bajo el cuidado de los sacerdotes. Este encuentro visionario dejó una impresión indeleble en Don Bosco, quien quedó encantado al presenciar la felicidad y la vitalidad de sus jóvenes.
Valfré le explicó: «Vea, la familiaridad engendra afecto, y el afecto, confianza. Esto es lo que abre los corazones, y los jóvenes lo manifiestan todo sin temor a los maestros, los asistentes y los superiores. Son sinceros en la confesión y fuera de ella, y se prestan con facilidad a todo lo que les quiera mandar aquel que saben que los ama».
Repentinamente, otro oratoriano se unió al encuentro visionario: José Buzzetti, cuya barba blanca indicaba el paso del tiempo. Con una invitación similar a la de Valfré, Buzzetti ofreció a Don Bosco la oportunidad de observar a los jóvenes del presente. Sin dudarlo, el santo aceptó y fue transportado de nuevo a Valdocco.
Sin embargo, el panorama que se presentó ante sus ojos entristeció a Don Bosco. En lugar de la alegría y vitalidad que había visto en el pasado, los jóvenes de hoy parecían aburridos y desanimados. Esta escena, que se repetía en varios colegios religiosos, parroquias y oratorios, llenó de pesar al sacerdote, quien comprendió la importancia de revivir el espíritu de alegría y fervor entre la juventud de su tiempo.
Sobre esto, el santo relató: «No pocos, estaban solos, apoyados en las columnas, presos de pensamientos desalentadores… otros paseaban lentamente por grupos hablando en voz baja entre ellos, lanzando a una y otra parte miradas sospechosas y malintencionadas; algunos sonreían, pero con una sonrisa acompañada de gestos que hacían no solamente sospechar, sino creer que San Luis (Gonzaga) habría sentido sonrojo (vergüenza) de encontrarse en compañía de los tales».
Y hace énfasis en que «incluso entre los que jugaban había algunos tan desganados que daban a entender a las claras que no encontraban gusto alguno en el recreo».
Con seriedad en su semblante, Buzzetti detalló a Don Bosco las manifestaciones de la frialdad juvenil: la renuencia hacia los sacramentos, la pérdida de la piedad, la indiferencia ante el llamado vocacional, el menosprecio hacia los superiores y las insidiosas murmuraciones. Estas, entre otras consecuencias negativas, eran evidencia de un fenómeno preocupante que afectaba a los jóvenes en su relación con la fe y la autoridad religiosa.
Don Bosco se empezó a cuestionar qué hacer para generar un cambio, a lo que el oratoriano le contesta: «Que los jóvenes no sean solamente amados, sino que se den cuenta de que se les ama».
El santo, desconcertado, no podía comprender la raíz del problema hasta que el personaje le hizo ver una verdad impactante: muchos sacerdotes y religiosos estaban ausentes en la vida de los jóvenes, mostrando indiferencia o corrigiendo sin compasión. Esta falta de cercanía y afecto había transformado la percepción de los jóvenes hacia ellos, ya no los veían como guías y amigos, sino como figuras distantes y autoritarias.
Persistente en su búsqueda de soluciones, Don Bosco interrogaba cómo podía cambiar esta situación, hasta que Buzzetti reveló el secreto: la importancia de la familiaridad. Esta se construye mediante la presencia activa con los jóvenes, compartiendo en sus juegos y recreos, ofreciendo palabras de aliento y consejo, todo dentro del marco del respeto a las reglas establecidas.
El personaje profundizó: «El que sabe que es amado, ama, y el que es amado, lo consigue todo, especialmente de los jóvenes. Esta confianza establece como una corriente eléctrica entre jóvenes y superiores. Los corazones se abren y dan a conocer sus necesidades y manifiestan sus defectos. Este amor hace que los superiores puedan soportar las fatigas, los disgustos, las ingratitudes, las molestias, las faltas y las negligencias de los jóvenes».
Al despertar, San Juan Bosco se sumergió nuevamente en la visión reveladora que había comenzado el día anterior. En esta continuación del sueño, Buzzetti enfatizó la importancia de que los jóvenes comprendan los sacrificios realizados por sus superiores en su beneficio. Además, señaló la necesidad de que los jóvenes asuman decisiones firmes, reconociendo que muchos caen en el ciclo repetitivo de las mismas confesiones, lo cual indica una falta de compromiso con el cambio y la mejora personal.
Finalizando el acontecimiento, el oratoriano anciano le dijo a Don Bosco con intención de animarlo a predicar y compartir el mensaje de que todos son «hijos de María Santísima Auxiliadora. Que Ella los ha reunido aquí para librarlos de los peligros del mundo, para que se amen como hermanos y den gloria a Dios y a Ella con su buena conducta».
En la carta de su relato y testimonio, San Juan Bosco concluyó pidiendo a sus fieles que «vuelvan a florecer los días felices del antiguo oratorio».