Somos los hombres huecos.
Los hombres rellenos de aserrín.
T.S. Eliot
Caminan como quienes lo han perdido todo sin haber tenido nunca nada, arrastrando los pies y las palabras, cansados a flor de llanto. Los vemos cada día: pasan a nuestro lado con una mirada de rencor que ha olvidado su motivo, con una tristeza sin historia, irritados por no poder explicarse a sí mismos el origen de su desgracia. Sólo ellos pueden sentir esa angustia, esa oquedad existencial que no deja ni el alivio del eco. Porque aquellos que han perdido lo que una vez tuvieron, que vieron cómo se fue, al menos tienen el consuelo de la melancolía, esa dama que nos consuela del llanto que nos provoca; al menos pueden invocar aquellos días previos a la pérdida, y compensar con sus recuerdos la desolación de su estado actual. Pero ellos, los hombres huecos, que nunca han tenido lo que se les quitó, ni siquiera pueden distraer su tristeza recordando lo que vino a destruir. Tienen el sentimiento de la pérdida sin el consuelo de su memoria.
Quienes se dedicaron a demoler nuestra civilización, a expulsar de ella a Dios, a sacar las cruces de las escuelas, no pudieron sentir ese vacío; estaban ocupados creándolo. La agitación del momento absorbía toda su atención, la excitación destructora les impedía notar otra cosa que no fuera su propio poder. Todavía ellos tenían un objetivo, aunque fuera despreciable; todavía se apoyaban sobre un propósito, aunque lo hicieran como el caballo de Atila se apoyaba sobre la hierba: evitando que volviera a crecer a su paso. No tenían ni el tiempo ni la sobriedad necesarios para plantearse siquiera qué sentirían las siguientes generaciones, para preguntarse qué colocarían sus descendientes en el lugar que ellos estaban arrasando. No eran constructores, sino simples operarios de una demolición. Echar abajo lo que estaba en pie, arrancar lo que estaba sembrado, ensuciar lo que estaba limpio; esa era toda su tarea. Las ruinas no eran el preámbulo de un proyecto, sino el proyecto mismo, y eso legaron a sus hijos.
Son esos hijos los que hoy pasan a nuestro lado añorando algo que nunca conocieron, algo que les robaron antes de nacer. No sabrían decir qué es exactamente, pero saben que el hueco que notan en sus almas tuvo que estar ocupado por algo infinito alguna vez, ya que es infinita la sensación de pérdida que les ha dejado. Buscando desesperadamente algo que alivie aunque sea fugazmente ese dolor, algo que parezca rellenar por un instante el socavón inmenso que les ha acompañado toda su vida, acaban mendigando emociones y adrenalina a cualquier sórdido pasatiempo. Creen que las experiencias intensas podrán colmar su vacío, o que les aturdirán lo suficiente para no sentirlo, y con esa falsa esperanza se entregan a las sensaciones que les ofrece el mundo: fiestas, espectáculos, pornografía, drogas, promiscuidad; cualquier cosa que les enajene por un momento, que atiborre sus sentidos, les parece útil.
Pero tras cada experiencia el vacío reaparece, o mejor, muestra que nunca se ha ido, que siempre permaneció en el mismo lugar, como la noche tras los fuegos artificiales. Aquellas imágenes, aquel ruido, aquellas emociones, todo lo que parecía que había colmado para siempre su ser desaparece, dejando tras de sí, intacto, lo mismo que encontró. Y el pobre Sísifo moderno vuelve nuevamente al principio, al pie de la montaña, para empujar una y otra vez la enorme masa de experiencias.
Y es que el alma del hombre, hecha para el heroísmo, para la santidad, para la gloria, para Dios, no puede ser colmada con menos, no puede conformarse con algo inferior a su capacidad. Se subestima si se cree hecha para algo inferior al Altísimo. Ningún éxito terrenal o placer puede hacerle insensible a la conciencia de que ha sido creada para algo muy superior, algo que no está simplemente unos peldaños por encima de su satisfacción actual, sino en un plano completamente diferente. Así, por muy intensas, por muy variadas que sean las emociones que el hombre se procura, nunca podrán saciar un alma capaz de Dios.
Sólo hay, pues, un lugar que pueda poner fin a ese bucle de tedio que asfixia al hombre hueco, pero ¿cómo podrá encontrarlo? El problema no es que esté oculto, es que siempre ha estado a la vista. No es fácil asumir que aquello que le robaron, aquello que anhela sin saberlo, la pérdida que le consume continuamente, ha estado siempre delante de sus ojos. ¿Cómo podrá aceptar que se ha topado mil veces con lo que siempre ha buscado? ¿Cómo podrá creer que en el interior de lo que él tomaba por ruinas, o por monumentos diseminados en el paisaje, se ofrece cada día, en un pequeño trozo de pan, lo único que puede saciar su hambre infinita? Mientras él buscaba en el estrépito de la muchedumbre un consuelo que nunca llegaba, a su alrededor, en el interior de esos edificios de piedra, y tras unas simples palabras casi susurradas, Dios se hacía corporalmente presente.
Cada mañana y cada tarde de su vida se había producido ese milagro tan cotidiano como ignorado. Con una tozudez divina, a prueba de desprecios y ofensas, el Eterno en persona había acudido a su rescate y se había rebajado a las especies del pan y del vino sólo para salvarle, para acudir a una llamada que el propio interesado desatendía una y otra vez. Y, por una increíble ceguedad, mientras buscaba en los lugares más recónditos, más oscuros, más intrincados, una limosna para paliar su indigencia, en lo alto, perceptibles desde casi cualquier punto, las grandes cruces de aquellos edificios habían estado señalando siempre el lugar del tesoro, el único que ni se agota ni se divide al ser compartido.
Pero el hombre hueco ha sido educado en el desprecio a la Iglesia católica, y es en el último lugar donde se le ocurriría ir a buscar su felicidad. Las burlas e insultos contra la Iglesia rodearon su cuna, sobrevolaron sus primeros pasos y se infiltraron en su vocabulario antes de que la razón pudiera dar su consentimiento. Como hay amores, así hay también odios hereditarios. Ahora, ya adulto, nadie le va a impedir explícitamente entrar con intenciones serias en una iglesia, pero su propia vergüenza es más eficaz para impedírselo que cualquier imperativo ajeno. La idea de defraudar a su familia, de convertirse en el hazmerreír de sus amigos, de ser objeto de cuchicheos y miradas de incomprensión, son coacciones mucho más profundas que cualquier prohibición expresa. Así, el hombre que parecía tener la valentía para probarlo todo, para sumergirse en lo más hediondo y pútrido de esta ciénaga que llaman mundo moderno, se acobarda ante el olor a sacristía.
En la mayoría de los casos –hay que confesarlo con pesar– el hombre hueco persiste en su odio ancestral, aun al precio de su infelicidad, y a veces prefiriendo el suicidio antes que reconocer su error. Pero a veces, a cuentagotas, uno de ellos acaba llegando a las puertas de una iglesia cualquiera. Desengañado del mundo, que le prometía siempre para mañana lo que nunca podía cumplir hoy, ha conseguido superar la vergüenza y los respetos humanos, y preguntarse si no será allí, donde siempre le han intentado disuadir que se acercara, donde se encuentra todo lo que le falta. Todavía, indeciso, permanece en el exterior. Observa la casa de la que le desahuciaron antes de nacer, y cierto instinto primitivo, como el que provoca la visión de una hoguera, se apodera de él. De repente suenan las campanas. Mil veces había oído sus repiques con indiferencia, pero ahora parecen sonar personalmente, como recibiéndole. Cada «talán» resquebraja un muro más de su hombre viejo, a la vez que hace vibrar en su interior recovecos que desconocía. Otras personas han acudido a la llamada, y ninguna le mira como un intruso. El escalofrío de la valentía recorre su cuerpo. Es la hora. El hombre hueco se arma de valor. Enjuga sus lágrimas. Entra. Saldrá rebosante de Dios.