Causó conmoción, en la Iglesia y fuera de ella, la reciente declaración del Sumo Pontífice propiciando las uniones civiles entre personas del mismo sexo; es decir, proponiendo que se les otorgue un marco legal. Lo hizo en un documental biográfico, Francesco, realizado por el cineasta ruso, de origen judío, Evgeny Afineevsky, estrenado en el Festival de Cine de Roma, y premiado por el Vaticano como «Película para la Humanidad». Se ha informado luego que no existiría razón alguna para la sorpresa, pues el Santo Padre ya había emitido esa opinión en una entrevista concedida el año pasado a la cadena mexicana Televisa. Entiendo que sobre este antecedente se desató una discusión, y surgieron dudas que todavía no han sido aclaradas suficientemente. En realidad, siendo arzobispo de Buenos Aires, el entonces Cardenal Bergoglio, en una Asamblea Plenaria de la Conferencia Episcopal Argentina, propuso aprobar la licitud de las uniones civiles de personas homosexuales por parte del Estado, como una posible alternativa a lo que se llamó -y llama- «matrimonio igualitario». En aquella oportunidad se argumentó en su contra que no se trataba de una cuestión meramente política o sociológica, sino que entrañaba un juicio moral; en consecuencia no se puede promover la sanción de leyes civiles contrarias al orden natural. Se recordó, asimismo, que esta doctrina ha sido enunciada repetidas veces en los documentos del Concilio Vaticano II. El plenario de los obispos argentinos rechazó aquella propuesta con un voto adverso.
El año 2003 la Congregación para la Doctrina de la Fe declaró que el respeto debido a las personas homosexuales, que la Iglesia sostiene, «no puede conducir en modo alguno a la aprobación de esa conducta o al reconocimiento legal de sus uniones». No es suspicacia pensar que tales uniones, a las cuales se propone otorgar reconocimiento legal, no son «platónicas»; por tanto, se estaría implícitamente aprobando la cobertura por ley de la sodomía. Otra, muy diferente, es la enseñanza del Catecismo de la Iglesia Católica (n. 2357-2359), que presenta una exposición ponderada del tema en el contexto de su estudio del sexto mandamiento, y de la virtud de la castidad. Lejos de condenar a las personas que manifiestan una inclinación por el mismo sexo, se indica que deben ser «acogidas con respeto, compasión y delicadeza», pero que el ejercicio de esa tendencia objetivamente desordenada es contrario a la ley natural, está cerrado a la procreación -finalidad primaria de la relación sexual- y carece de la debida complementariedad afectiva y sexual.
El Catecismo no anima esos comportamientos, por el contrario, propone a los cristianos que experimentan esa inclinación antinatural, un camino de superación espiritual orientado hacia la consecución de la castidad, mediante la práctica de «virtudes de dominio de sí mismo que eduquen la libertad interior», la oración y la gracia sacramental; más aún, se afirma que pueden y deben «acercarse gradual y resueltamente a la perfección cristiana». Entre las ayudas que podrían ofrecerse a esas personas está «el apoyo de una amistad desinteresada» (amicitiae gratuitae auxilio, 2359). Estos principios podrían inspirar iniciativas para acompañar y auxiliar efectivamente a los hermanos que se encuentran en aquella dificultad. Por desgracia, la así llamada «revolución sexual» ha influído perversamente en la mentalidad de las nuevas generaciones; muchos pastores de la Iglesia no paran mientes en el valor y la importancia de la antropología cristiana, y no se empeñan en su difusión. Así cobra vigencia en la cultura el olvido y la negación del concepto metafísico de naturaleza, de lo que se sigue la confusión y una perniciosa tolerancia ante el hecho y la práctica de la homosexualidad. El individualismo y el subjetivismo inducen a pensar que cada uno elige según su gusto el «género» en el que desea vivir. No se advierte en la Iglesia que esa mentalidad y esos comportamientos arrasan con la fe. ¿Esto es «evangelización de la cultura»?. En mi opinión, la aprobación eclesiástica a las «uniones civiles» favorecerá la descristianización y la deshumanización de la sociedad.
Con el respeto y el afecto que profeso al Vicario de Cristo, me arriesgo a pensar que las expresiones vertidas sobre el tema indicado en el filme Francesco no tienen carácter magisterial. Buscando una semejanza, lo comparo con las conversaciones que los papas durante sus viajes mantienen con los periodistas en el pasillo del avión; pueden ser interesantes, pero carecen de la especificación que es propia de un género magisterial; aunque emitidas por una personalidad relevante, no pasan de ser opiniones privadas. Además, tratándose en este caso de un asunto sobre el cual existe doctrina católica cierta, si el Santo Padre tuviera la intención de introducir un cambio, lo razonable es sostener que lo manifestaría expresamente con autoridad y buenos argumentos. La papolatría no es un comportamiento sano para los católicos. He leído que algunas víctimas de abuso sexual por parte de sacerdotes celebraron las declaraciones pontificias de las que vengo ocupándome, como una deseada modificación de la enseñanza eclesial. Las primeras repercusiones de aquellas causaron ya reacciones contrastantes, lo cual hace temer una ampliación de las divisiones entre los fieles, una profundización de la «grieta» eclesial, que innegablemente existe. Espero que teólogos, cardenales y obispos con mayor sapiencia y autoridad que yo, iluminen estos momentos tenebrosos.
En mi rápida referencia a la doctrina católica cierta quise aludir a una larguísima tradición en la cual caben las más cercanas: numerosas intervenciones del gran Pío XII, sobre todo sus hermosos discursos a los recién casados, y las no menos abundantes de San Juan Pablo II, sus catequesis de los años 1979 y 1980 sobre el amor, el cuerpo y la sexualidad, y sus encíclicas Mulieris dignitatem, y Familiaris consortio, y las advertencias de tanto rigor filosófico, cultural y teológico de Benedicto XVI sobre la ideología de género. Pero aún antes, desde la encíclica Arcanum divinae sapientiae, de León XIII (1880), y Casti connubii, de Pío XI (1930), la autoridad pontificia reaccionó sucesivamente contra el mero matrimonio civil, el divorcio y la convivencia fuera de la unión matrimonial. La homogeneidad, que es la dote fundamental del desarrollo de la doctrina católica, sugiere ahora un pronunciamiento claro contra la licitud de las uniones civiles homosexuales, que jamás podrán ser fundamento de una auténtica familia.
En la base de esa tradición someramente esbozada se encuentra la Palabra misma del Señor, que se refiere a la revelación veterotestamentaria. Jesús respondió a la argucia de los fariseos: «¿No han leído ustedes que el Creador, desde el principio, los hizo varón y mujer ( ársen kai thēly ), y que dijo: Por eso el hombre (ánthrōpos) dejará a su padre y a su madre para unirse a su mujer (gynaikí), y los dos no serán sino una sola carne (sárka mían)?» (Mt 19, 4; cf. Mc 10, 6). Ciertamente, ni en la perspectiva de los textos del Génesis (1, 27, y 2, 24) ni en la de los evangelios, se encuentra la posibilidad de una unión de personas del mismo sexo. La Palabra divina, en su objetividad, adquiere un formidable valor actual. Ni en el orden de la razón natural, ni en el de la Revelación, es concebible lo que se ha convertido en una reivindicación de la cultura moderna: la deformidad misteriosa que afecta al Adam exiliado del paraíso. Escribo misteriosa porque el Catecismo anota respecto de la homosexualidad que «su origen psíquico permanece en gran medida inexplicado» (2357).
La razón que se ha exhibido en apoyo de la novedosa formulación acerca de las uniones civiles, es que las personas homosexuales tienen derecho a una familia; vale decir -si no entiendo mal- que mediante la unión civil de dos personas del mismo sexo se constituye una familia. Podrían, entonces, de así quererlo, «encargar» un hijo, sea mediante la adopción o recurriendo a la fabricación por donación o compra de los gametos necesarios y, cuando es preciso, al alquiler de un vientre; análogamente a lo que está permitido a un «matrimonio igualitario». ¿Se puede llamar familia a esa construcción?. En el lenguaje común, la lista de significados que proporciona el diccionario de la Real Academia Española comienza por esta amplia definición: «grupo de personas emparentadas entre sí que viven juntas». Para la doctrina católica, en cambio, la familia se constituye mediante el matrimonio, y la forman el marido (varón), la esposa (mujer), y los hijos. Si se afirma que entre los derechos de los que son titulares las personas homosexuales se cuenta asimismo el de constituir una familia, habrá que reconocer que efectivamente se ha producido un cambio en la enseñanza católica sobre el tema. Lo enunciaré simbólicamente: en la nave desarbolada que es la Iglesia de nuestros días, las gavias ya no son impulsadas por el soplo del Espíritu Santo, sino empujadas por el viento de la cultura secular. Me resisto a aceptarlo.
Pero resulta que el Concilio Vaticano II, al cual se ha apelado tantas veces abusivamente, se enfila con aquella tradición y la continúa: la familia procede del consorcio (connubio) matrimonial; en ella nacen nuevos ciudadanos de la sociedad humana (Lumen gentium, 11). La familia es «la célula primaria y vital de la sociedad»; en la legislación civil deben conservarse sus derechos (Apostolicam actuositatem, 11). En la Constitución Pastoral Gaudium et spes leemos: «El poder civil ha de considerar obligación suya sagrada reconocer la verdadera naturaleza del matrimonio y de la familia, protegerla y ayudarla, asegurar la moralidad pública y favorecer la prosperidad doméstica» (n. 52). En la perspectiva conciliar es impensable la aprobación de una unión civil de personas del mismo sexo, y mucho menos concebible que pudiera considerarse «familia»; en el mismo parágrafo de ese documento queda claro que la familia está constituida por los cónyuges -padre y madre- y los hijos. Quizá alguien considere que el el Vaticano II, después de más de medio siglo, está desfasado de la realidad actual. ¡Pues que lo diga abiertamente!
El Compendio de la Doctrina Social de la Iglesia, publicado en 2004, frente a una concepción agnóstica y relativista de la democracia; recuerda que según la enseñanza eclesial se llama familia a la que está fundada sobre el matrimonio monogámico entre personas de sexo diverso (n. 569). En el mismo texto, que contiene un espectro amplísimo de temas sobre la familia, se retoma un pasaje de la encíclica del Papa Wojtyla, Centessimus annus que enumera entre los derechos humanos el de «vivir en una familia unida y en un ambiente moral, favorable al desarrollo de la propia personalidad» (155). No creo que se llegue a corregir estos enunciados para incluir un presunto derecho humano de los homosexuales unidos en unión civil a tener una familia. Según el Compendio, «la eventual equiparación legislativa entre la familia y las uniones de hecho (se entiende, obviamente, entre varón y mujer) se traduciría en un descrédito del modelo de familia»; a fortiori... La base está en una impostación totalmente privatista de esas relaciones sociales (227). El subjetivismo y el relativismo cohonestan cualquier combinación, para daño de la Iglesia y de la cultura secular. La «ecología humana» se vería alterada si se modifica la estructura de lo que siempre ha sido considerado «familia»; no es lo mismo la íntima comunión de vida y amor fundada sobre el matrimonio entre un hombre y una mujer, que la ficción legal de una unión civil entre personas del mismo sexo (cf. n. 211 s.). ¿Resulta ahora que la preocupación, inclusive abrumadora, por salvaguardar el oikos físico es compatible con la destrucción desaprensiva del oikos moral, cultural y social?.
El estudio académico de la realidad familiar se ha desarrollado ampliamente, y el mismo reconoce el influjo de factores disgregantes que se ejerce poderosamente en la cultura actual. Quedan siempre bien en claro cuáles son los rasgos de una familia ideal; uno de estos estudiosos apunta: «Monogamia, unida por el sacramento indisoluble del matrimonio, bajo la jefatura paterna y la colaboración materna; reconocimiento de la dignidad y derechos de padres e hijos -a éstos de manera progresiva-; prole de ambos sexos; razonable libertad de los hijos para elegir estado y profesión; presencia de los abuelos y demás familiares; suficientes ingresos y existencia de un patrimonio familiar...». La descripción ideal que he elegido ha sido elaborada hace más de treinta años; contemporáneamente, tratados de moral que circulaban en universidades católicas ofrecían una concepción sociologista e historicista de la familia, al conjuro de un planteo freudiano de la sexualidad. Estos contrastes acompañaban el proceso acelerado de disgregación familiar, a partir del desarrollo y progreso de los feminismos, que ha llevado a la imposición cultural de la ideología de género, en cuyas proposiciones se llega a la disolución de la base misma: la necesidad de dos sexos, varón y mujer, para constituir una familia. En la opinión eclesial, la descripción que he ofrecido en la primera cita iba perdiendo consistencia, a pesar del excelente magisterio de aquellos años. Se llegaba al punto culminante de una decadencia de la cultura católica, horadada progresivamente desde hace décadas.
Las revoluciones modernas y los totalitarismos del siglo XX, nazismo y comunismo, han sometido la familia a la potestad del Estado; sin embargo, han sido las democracias desarrolladas en el período que siguió a la Segunda Guerra Mundial, las que avanzaron más hondamente en el proceso de alteración de la naturaleza del orden familiar. Un dato poco conocido: la disolución de los vínculos matrimoniales y de la comunidad familiar sancionada por la doctrina revolucionaria soviética, debió ser corregida en 1936 por una legislación destinada a frenar abusos corrosivos para la sociedad. En realidad, hasta hace muy poco era impensable en los ámbitos católicos una argumentación en favor de la unión de personas del mismo sexo, y mucho menos que pudiera considerársele familia.
De acuerdo con la Revelación y la consiguiente tradición cristiana, la familia es una institución natural, la más próxima a la naturaleza humana, ya que procede del amor instintivo que une al varón y a la mujer, y se proyecta en la cultura constituyendo la base de la sociedad. Actualmente se hace preciso repetir estas verdades fundamentales: las nociones de naturaleza, orden natural y ley natural; sobre ellas se edifica la concepción propiamente cristiana que aporta la fe, la caridad y la gracia sacramental del matrimonio, que corrigen los posibles defectos, elevan la realidad primera, y constituyen la célula básica de la sociedad eclesial. Doctrina y hechos. En las Cartas paulinas hallamos la afirmación de la unidad ética y religiosa de la relación varón - mujer, que no se suma exteriormente a la dimensión natural, sino que la asume y trasforma desde dentro. La Iglesia ha intervenido siempre para reivindicar ante las alteraciones históricas la realidad auténtica de la institución familiar, persuadida de la importancia pedagógica y pastoral de las correcciones que proclamaba como necesarias para obedecer al designio de Dios. Lo que está en juego es esta alternativa: la vida en la gracia o en el pecado, y por consiguiente la salvación eterna.
Concluyo. Es muy doloroso pensar en el perjuicio espiritual que sufrirán los fieles que padecen a causa de su inclinación desordenada si la Iglesia auspiciara el reconocimiento de las uniones civiles, sancionadas por el Estado como un derecho a tener una familia; así se pondría obstáculo al posible proceso de sanación descrito en el Catecismo. Porque le debe a esas personas la misericordia de la verdad. Un escándalo, al que se suma la promoción de eclesiásticos de consistente mala fama (entiéndase de qué se trata) que muchísima gente conoce con certeza; no parecen ser calumnias.
¿Qué pueden hacer hoy los católicos fieles?. Ante todo orar, invocando la intercesión de la Virgen María, Madre de la Iglesia, y de San José, su Patrono. Pero, además, difundir incansablemente, con exactitud y serenidad la enseñanza, que es invariable, acopiada por la Gran tradición eclesial, para disipar con su luz la confusión; porque de eso se trata, de decir sí a lo que es sí, y no a lo que es no, y de ese modo desbaratar los planes del Padre de la mentira (cf. Jn 8, 44).
Y no perder la esperanza, que enciende soles en nuestra noche.
Héctor Aguer, arzobispo emérito de La Plata