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2.05.17

IX. ¿Quién es Dios?

79.––Cuando en su infancia Santo Tomás se educaba en el monasterio benedictino de Montecassino, preguntaba a los monjes, según una antiquísima tradición: «Decidme, ¿quién es Dios?». Así parece testificarlo Guillermo de Tocco, el dominico que promovió su canonización, que tuvo lugar al casi medio siglo de la muerte del Aquinate, al escribir en la primera biografía completa del santo: «Cuando el niño empezó educarse en el monasterio bajo la disciplina del Maestro, para indicio cierto del provecho futuro, en una edad tan tierna e ignorante de las ciencias que todavía no podía saber, de modo admirable, el que todavía no conocía a Dios, trataba de conocerlo guiado por un instinto divino. Por lo que había de suceder que quien buscaba a Dios con más ansiedad y madurez, lo que había de saber y había encontrado con mayor interés y rapidez, lo escribiese posteriormente con mayor claridad que los demás»[1].

En realidad, como se ha dicho, toda su extensa obra escrita estuvo dirigida a dar respuesta a la más difícil pregunta que pueda hacerse el ser humano[2]. Tratada la cuestión de la existencia de Dios, en los capítulos del X al XII de la primera parte de la Suma contra los gentiles, Santo Tomás ¿se pregunta también quién es Dios?

––Después de la demostración de la existencia de Dios, afirma Santo Tomás que habrá que determinar en lo posible su naturaleza y sus operaciones. Por seguir el orden lógico, hay que estudiar, también desde la razón natural, la naturaleza de Dios, porque: «Después de haber demostrado que hay un primer ente que llamamos Dios, es necesario buscar cuales son sus atributos». Debe comenzarse también desde el punto de partida de las criaturas, pero con la utilización ahora de la vía de la remoción, que consiste en la exclusión de todas las imperfecciones, que se encuentran en las cosas o entes creados.

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17.04.17

VIII. El problema de Dios

62. ––La primera parte de la «Suma contra los gentiles», que comprendelos libros primero, segundo y la mayor parte de los capítulos del tercero, está dedicada a las verdades naturales o filosóficas. Unas obtenidas sólo por la razón y otras, que también han sido reveladas por las dificultades que tiene el hombre en obtenerlas, pero que son necesarias como preámbulos de la fe. ¿Cuál es el contenido de esta primera parte y cómo está estructurado?

––Se tratan tres grandes temas: Dios en sí, Dios creador y Dios fin; y, en este orden, porque, como indica Santo Tomás:«Lo primero que se nos presenta al querer investigar por vía racional lo que la inteligencia humana puede descubrir de Dios, es examinar qué le conviene como tal; a continuación, cómo las criaturas proceden de Él, y en tercer lugar su ordenación a Él como fin».

Respecto a lo primero : «Por lo que respecta a lo que conviene a Dios como tal, es necesario establecer, como fundamento de toda la obra, la demostración de que Dios es o existe. Sin ello, toda disertación sobre las cosas divinas es inútil»[1].

63. ––Al empezar lo que se puede denominar la teología natural o conocimiento filosófico de Dios, que se expone en la Suma contra los gentiles, con el tratado de la existencia de Dios, al que dedica cuatro extensos capítulos, indica Santo Tomás que: «Toda disertación que se dirija a probar que Dios existe les parece superflua a quienes afirman que Dios existe, es evidente por sí mismo, de suerte que no vale pensar en lo contrario. Y así no se puede demostrar que Dios es». ¿Por qué hay algunos que sostienen, que no se necesita la demostración, porque la existencia de Dios es evidente para la mente humana?

––Santo Tomás seguidamente sintetiza en cinco los argumentos, que utilizan los queafirman que es superflua toda demostración de la existencia divina, por ser Dios evidente por sí mismo. La estructura esencial de todos ellos se revela en el primero, que es el siguiente: «Se dice evidente por sí mismo lo que se comprende con sólo conocer sus términos. Así, conocido lo que es el todo y lo que es la parte, en el acto se conoce que el todo es mayor que la parte. Y esto mismo sucede cuando afirmamos que Dios es. Pues entendemos en el término Dios el ser más perfecto que puede pensarse. Este concepto se forma en el entendimiento del que oye y entiende el nombre de Dios, de suerte que Dios es ya al menos en el entendimiento. Pero Dios no puede ser sólo en el entendimiento, porque es más lo que es en el entendimiento y en la realidad que lo que sólo es en el entendimiento. Y Dios es tal, que no puede haber realidad mayor, como prueba su misma definición. Por consiguiente, que Dios es, es evidente por sí mismo, como lo manifiesta el significado de su nombre»[2].

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3.04.17

VII. Unicidad de la verdad

53. ––A diferencia del pensamiento racionalista de la modernidad, que ha afirmado «la inmanentización del conocimiento humano sobre Dios», ha notado Francisco Canals que Santo Tomás –como se advierte en estos primeros capítulos del libro primero de la Suma contra los gentiles–, «no estuvo tentado de cualquier semi-pelagianismo que se apoyase en un infundado optimismo “racionalista”. Estaba tan fundadamente convencido, como teólogo, de la “deficiencia” (I, c. 2) de nuestro conocimiento racional acerca de Dios, al que “se ordena la consideración de casi toda la filosofía”, que sostiene que “el género humano permanecería, si sólo dispusiese del camino racional para conocer a Dios, en máximas tinieblas de ignorancia» (I, c. 4). Por otra parte afirma la “necesidad de la fe” para un conocimiento “más verdadero” (I, c. 5) de la trascendencia de Dios sobre lo que es posible al hombre pensar»[1]. Sin embargo, si no es posible demostrar los contenidos de la fe, porque exceden la capacidad de la razón humana, ¿las verdades sobrenaturales son contrapuestas a las verdades naturales, que son racionales?

––A ello responde Santo Tomás con la siguiente advertencia: «Aunque la citada verdad de la fe cristiana exceda la capacidad de la razón humana, no por eso las verdades racionales son contrarias a las verdades de fe»[2]. Para probar estas tesis de la compatibilidad entre las verdades naturales y las verdades sobrenaturales, El Aquinate da tres argumentos filosóficos.

El primero, basado en su doctrina del conocimiento, es el siguiente: «Lo naturalmente innato en la razón es tan verdadero, que no hay posibilidad de pensar en su falsedad. Y menos aún es lícito creer falso lo que poseemos por la fe, ya que ha sido confirmado tan evidentemente por Dios. Luego como solamente lo falso es contrario a lo verdadero, como claramente prueban sus mismas definiciones, no hay posibilidad de que los principios racionales sean contrarios a la verdad de la fe».

Lo innato en el conocimiento humano es el hábito de los primeros principios del entendimiento. No están en acto, porque estos «principios indemostrables los conocemos abstrayendo de los singulares, como lo enseña Aristóteles en el libro II de los Analíticos posteriores (II, 19)»[3]. Gracias a este hábito o disposición innata de los primeros principios se genera su contenido desde el primer conocimiento de cualquier cosa. Estos principios son utilizados después por el entendimiento como instrumentos suyos para razonar o discurrir. Son indemostrables, porque toda demostración se basa en ellos, pero no necesitan demostración porque son evidentes por sí mismos. Su verdad es patente para la inteligencia humana. Si se quisiera demostrar su falsedad, se tendrían que utilizar para ello..

Las verdades sobrenaturales no son contrarias a las verdades naturales, ni las inmediatas y actuales o explícitas, como son los primeros principios del entendimiento –el principio de no contradicción, el principio de identidad, el principio de razón suficiente, el principio de finalidad, el principio de causalidad, y otros principios derivados–, ni las mediatas y virtuales o implícitas, como son las deducidas, o conclusiones de la ciencia.Sólo lo falso es lo contrario de lo verdadero; no lo es, en cambio, lo incognosciblepara el hombre. Además los contenidos sobrenaturales, que se poseen por la fe, han sido confirmados por la veracidad de Dios.

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15.03.17

VI. Una fe razonable

46. ––En el Concilio Vaticano II, se recuerda que: «Todo hombre resulta un problema para sí mismo». Además, se indican dos características del mismo: es «un problema no resuelto», y es un problema «percibido con cierta obscuridad». A pesar de los esfuerzos racionales del hombre: «los enigmas de la vida y de la muerte quedan sin solucionar». Se afirma seguidamente que: «a este problema sólo Dios da respuesta plena y totalmente»[1]. Las verdades filosóficas reveladas por Dios, o preámbulos de la fe, contribuirán así a la «búsqueda más humilde de la verdad»[2]¿Además de estas verdades naturales conocidas por la fe, debe preceder algo más al mismo acto de fe?

––El acto de fe, o aceptación de una verdad como revelada por Dios, está motivado únicamente por la autoridad de Dios, que es incompatible con la mentira o el engaño. La única razón o porqué es el mismo Dios que revela al hombre. Dios ha manifestado a los hombres verdades naturales, los preámbulos de la fe, y verdades sobrenaturales, que constituyen propiamente el contenido de la fe. Ni unas ni las otras son irracionales. En las naturales, la razón humana puede descubrir su racionalidad. En las sobrenaturales, por trascender totalmente a la razón del hombre, no le es posible comprender su racionalidad. Sin embargo, aunque no se advierta su evidencia interna, su verdad queda justificada ante la razón natural.

Se repara que el objeto de la fe es razonable, porque hay motivos fundados que muestran el mismo hecho de la revelación, o el que Dios ha hablado a los hombres. Estas razones, que demuestran que Dios ha hablado al hombre, se denominan «motivos de credibilidad», porque explican el hecho de la revelación, el que Dios haya hablado a los hombres. Se cree porque la voluntad del hombre, movida por la gracia de Dios, manda al entendimiento que acepte las verdades divinas reveladas por Dios, no por su evidencia intrínseca o por un testimonio humano, sino por ser reveladas por Dios. Los motivos de credibilidad lo prueban y, por tanto, que el asentimiento de la fe es racional .

En la Suma contra los gentiles, Santo Tomás, sostiene, por ello, que: «Los que asienten por la fe a estas verdades «que la razón humana no experimenta» no creen a la ligera, «como siguiendo ingeniosas fábulas-« como se dice en la II carta de San Pedro (2 P 1,16). La divina Sabiduría, que todo lo conoce perfectamente, se dignó revelar a los hombres «sus propios secretos» (Jb 11, 6) manifestó su presencia y la verdad de la doctrina y de la inspiración con pruebas claras, dejando ver sensiblemente, con el fin de confirmar dichas verdades, obras que excediesen el poder de toda la naturaleza»[3].

Tales pruebas del origen divino del contenido de la revelación no son imprescindibles para tener fe. La mayoría de los creyentes las desconocen. La fe infusa, que han recibido de Dios, no necesitan de estas confirmaciones, que nunca son el apoyo fundamental, que es siempre la autoridad de Dios, basada en su infinita sabiduría e infinita veracidad. Así quedó definido en el siguiente canon del Concilio Vaticano I: «Si alguno dijere que la fe divina no se distingue de la ciencia natural acerca de Dios y de las cosas morales, y, por consiguiente, que para la fe divina no se requiere que la verdad revelada sea creída por la autoridad de Dios, que revela, sea anatema»[4].

Sobre este motivo por el que se cree se dice en el Concilio: «La Iglesia católica confiesa que esta fe, que es el principio de la salvación, es una virtud sobrenatural, por la cual, con la gracia inspirante y auxiliante de Dios, creemos ser verdaderas las cosas reveladas por Él, no porque la luz natural de la razón conozca la verdad intrínseca de tales cosa, sino por la autoridad del mismo Dios que las revela, que no puede engañarse ni engañar. «Pues es la fe –según el testimonio del Apóstol– el fundamento de las cosas que se esperan, y un convencimiento de las cosas que no se ven» (Hb 11, 1)»[5].

Sin embargo, los motivos de credibilidad son muy útiles para el que cree, porque ante su razón queda probada el origen divino de lo que cree por la gracia de Dios. También sirven para que el no creyente descubra el hecho mismo y la verdad de la revelación, y, por ello, el origen de las verdades sobrenaturales, y también de las naturales filosóficas, que constituyen ambas su contenido. De manera que, como se dice en otro canon dogmático del Concilio: «Si alguno dijere que la revelación divina no puede hacerse creíble por los signos externos, y que por esto los hombres deben moverse a la fe solamente por la experiencia interna o la inspiración privada de cada uno, sea anatema»[6].

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3.03.17

V. La visión de Dios

36. ––Hay verdades sobrenaturales, o verdades que están por encima de nuestra razón, de la razón en el grado propio de la naturaleza humana, y que, por ello, nos son incomprensibles o inabarcables, afirma Santo Tomás que de manera parecida las verdades naturales o filosóficas, que constituyen los preámbulos de la fe: «se proponen convenientemente al hombre para ser creídas»[1]. También indica que, sin embargo: «creen algunos que no debe ser propuesto al hombre como de fe lo que la razón es incapaz de comprender, porque la divina sabiduría provee a cada uno según su naturaleza»[2].

Por tanto, al igual que se ha demostrado la conveniencia de comprender las verdades filosóficas divinas o reveladas por Dios: «se ha de probar que también es necesaria al hombre la proposición por vía de fe de las verdades que superan la razón». ¿Cómo demuestra el Aquinate la oportunidad de la revelación de las verdades sobrenaturales?

––En el capítulo quinto del primer libro de la Suma contra los gentiles, Santo Tomásda cuatro argumentos para mostrar la necesidad de la revelación de las verdades sobrenaturales. El primero se basa, por una parte, en la siguiente premisa evidente: «Nadie tiende a algo por un deseo o inclinación sin que le sea de antemano conocido». Para tender a una cosa por la que se siente una inclinación o tendencia natural, debe primero conocerse, y ya conocida, se actúa el deseo natural, y puede así tenderse a ella. Por otra, en que: « los hombres están ordenados por la Providencia divina a un bien más alto que el que la limitación humana puede gozar en esta vida», premisa que el Aquinate prueba más adelante[3]. Por ello, como no es difícil de comprobar: «es imposible que en esté en esta vida la felicidad última del hombre»[4].

San Agustín aseguraba que: «Buscar a Dios es ansia o amor de la felicidad, y su posesión la felicidad misma»[5]. El ansia de felicidad es natural e irrenunciable. De tal manera que nadie puede decir verdaderamente que no quiere ser feliz. Y sólo Dios puede satisfacer el ansia de felicidad del hombre. De tal manera que San Agustín prorrumpía en uno de sus sermones a sus fieles: «En modo alguno me hartaría Dios si no se me prometiera el mismo Dios». Se preguntaba seguidamente: «¿Qué vale toda la tierra? ¿Qué vale todo el mar? ¿Qué vale todo el cielo? ¿Qué todos los astros? ¿Qué vale el sol? ¿Qué vale la luna? ¿Qué vale todo el ejército de los ángeles? Yo tengo sed del Creador de todas estas cosas; tengo hambre de él; tengo sed de Él»[6].

El ansia más profunda del hombre, el hambre y la sed más radical, sentida en lo más profundo de su corazón y que explica así todos sus deseos e inquietudes, no es la de los bienes materiales, ni la de las riquezas, ni la de la sexualidad, ni la del poder, ni la del éxito, como se ha afirmado en distintas filosofías, sobre todo del siglo XIX y muchas veces también el hombre actual así lo cree todavía. El deseo y anhelo más básico, fundamental y más arraigado es la de ver a Dios, o la posesión intelectual y amorosa de Dios.

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