20.05.16

XLI. Pandemia universal del pecado

El pecado habitual

El verdadero enemigo del hombre es el pecado actual propio. El pecado original heredado también lo es, porque viene del pecado actual de nuestros primeros padres y porque nos conduce a pecar. Como enseñaba Torras y Bages: «Pecar es romper la ley de Dios. Dios ha puesto la ley a todo: a los ángeles, a las bestias, a los hombres, a las cosas materiales. Todos obedecen la ley, menos el hombre. Es la insubordinación, pues, del hombre contra Dios. Cada pecado ataca un atributo de Dios; la ira, su dulzura; la envidia, su caridad; la lujuria, su pureza, etc.»[1].

La maldad o malicia del desorden del pecado, que implica el rechazar a Dios, –con perfecta advertencia del entendimiento y con el consentimiento perfecto de la voluntad–, y en sustituirle para alcanzar la felicidad por algo creado, se conoce: «a) Por la grandeza de Dios, a quien se ofende. Tontería del pecador, que no piensa que un día ha de caer en manos de Dios. b) Por la pequeñez del hombre: “Conózcame a mí, conózcate a ti” (San Agustín, Soliloquios, II, 1, 1; Noverim te, noverim me). c) Porque es contra la naturaleza del hombre, la destruye. Horror y asco que los santos tienen al pecado. Una santa, al verse a sí misma tan deforme, pidió a Dios que le quitara aquella visión. d) Por la deshonra que se hace a Dios, por preferir a El una tontería. e) Por la amargura que causa a Dios».

Confirman la malicia del pecado sus efectos, como la condenación por toda la eternidad de los ángeles rebeldes y la expulsión de Adán y Eva del paraíso y con la posibilidad de la condenación eterna para ellos y sus descendientes si no aceptaban la redención de Cristo. Otros efectos importantes, señalados por Torras y Bages son «a) el diluvio: b) Sodoma y Gomorra; c) el hecho general de que cuando una sociedad se entrega al pecado cae. Todos los pueblos han temido “la ira de Dios” (Rm 1. 18). Sacrificios para aplacar la divinidad irritada ¿Todo jefe de una sociedad castiga la transgresión de la ley, y Dios, no?».

Además, el pecado requirió la pasión de Cristo para la redención del pecador. Por ello: «Nadie puede conocer tanto la malicia del pecado como el cristiano. Las pasiones y el demonio hacen que consideremos el pecado como una flaqueza disimulable; pero. cuando el entendimiento se ha serenado ya, surge el remordimiento. El pecado atontece al hombre, pero la fe cristiana ilumina este punto. ¿De qué medio se valió Dios para destronar el pecado del mundo? De la redención del Hombre-Dios».

Sin embargo: «La redención es una circunstancia agravante del pecado. El pecado del cristiano es más grave porque pisa la sangre de Cristo.”No abandona, sino es abandonado” (“No abandonará su obra si su obra no le abandona”, San Agustín, Enarraciones sobre losSalmos, 145, 8). Temor del pecado por no poder salir de él. El hombre con sus fuerzas se puede perder, pero no salvar. Todavía hoy Cristo es el único remedio contra el pecado, o se puede salvar del pecado que no se apoya en Él»[2].

La miserable situación del pecador

El verdadero problema del hombre es que vuelva otra vez a pecar. «El pecado una vez perdonado deja limpia al alma, pero “el abismo llama al abismo” (Sal 42, 8); pero si el hombre no está resuelto a pelear, huir de ocasiones, etc. volverá como el perro a comer lo que ha vomitado. Nada más se atreve a pecar «”la cerda lavada se revuelca en el cieno” (2 Pe 2, 22). Sólo se atreve a pecar. Vivirá sentado en el pecado; no echará de menos la gracia divina, y será como una viña de la que el amo saca la cerca porque la abandona: todo tipo de bestias pueden pastorear en él»[3].

Se dice en el Antiguo Testamento que: «El impío, después de haber llegado al fondo de los pecados, de nada hace caso»[4]. Nota además Torras y Bages que: «En muchos lugares del Evangelio nos presenta diferentes figuras para hacernos comprender el estado de un alma abandonada al pecado: a) el paralítico que está treinta y ocho años en un lugar sin moverse, signo de la insensibilidad; b) el pródigo, obligado a vivir entre animales, que son las pasiones desenfrenadas que hacen del hombre bestia; c) el ciego de nacimiento y el sordomudo, símbolos del pecador, a quien quedan ofuscadas sus potencias para las cosas divinas».

Con el pecado: «pasa en el alma lo que en el cuerpo. Al principio, después de la muerte, nada tiene de particular; después viene la corrupción. Más la verdadera figura del pecador habitual se encuentra en: “Lázaro (…) huele mal, porque está muerto desde hace cuatro días” (Jn 11, 39), en el muerto que ya apesta». Se pueden considerar: «dos circunstancias del hombre en este estado, o sea, de su corrupción: respecto a sí mismo; y respecto a los otros».

El pecado afecta a su autor, porque: «es una verdadera descomposición o transformación del hombre: Primero, en lo sobrenatural; pierde la amistad de Dios, el derecho a la herencia eterna y el mérito sobrenatural de sus obras. Segundo, en lo natural: todo ello se pervierte: si es de alta posición, se vuelve insolente; si pobre, envidioso; si de talento, orgulloso; si era un carácter noble y decidido, se vuelve temerario; si era afectuoso e inclinado al amor, se entrega a las bajezas de la sensualidad. Hasta su cuerpo se transforma, y lleva marcadas en su cara las viles pasiones que le dominan».

También afecta a los demás, porque el pecado: «es causa de un verdadero apestamiento; la corrupción despide miasmas pestilentes; es ley de la corrupción, tanto en el orden físico como moral, el contagio. El vicioso tiene ya de sí el maldito placer de contaminar los otros; más aún, sin querer, su influencia es terrible: un hombre apesta un pueblo y hasta una nación»[5].

Se puede preguntar, en consecuencia: «¿El infeliz pecador habitual quedará perpetuamente en este estado?». Responde a ella Torras y Bages: «No, puede salir. Se necesitan dos circunstancias: La primera siempre se verifica, y son la intercesión y oraciones de los fieles, pues toda conversión es efecto de esto; la oración de Jesucristo convierte al Centurión y a Longinos; San Esteban, a San Pablo; y Santa Mónica, a San Agustín».

No siempre se da la otra, porque: «La segunda debe ponerla el mismo pecador, quitando los impedimentos a la gracia: dejar las ocasiones, alejarse de los objetos que inflamen sus pasiones. Encomendándose a las oraciones de Jesucristo, que es “la resurrección y la vida” (Jn 11, 25)»[6].

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5.05.16

XL. El antiguo legado de soberbia

El misterio del pecado original 

Decía en 1985, el entonces cardenal Josep Ratzinger: «La incapacidad de comprender y de presentar el “pecado original” es ciertamente uno de los problemas más graves de la teología y de la pastoral actuales»[1].

Sobre la denominada «crisis actual del pecado original» notaba también que: «Esta crisis no es más que un síntoma de nuestra dificultad profunda para aprehender la realidad del hombre, del mundo y de Dios»[2].

Más recientemente, en un artículo de Reforma o apostasía, dedicado al pecado original, José María Iraburu escribía, con la claridad y valentía en su exposición y defensa de las verdades naturales y sobrenaturales, que le caracterizan, que muchos: «Como fieles roussonianos,piensan y enseñan, aunque quizá no se lo creen, que de suyoel hombre es bueno, que es el mundo pecador quien lo malea, y que con el progreso de la educación, la medicina, la política y la ciencia, puede llegarse a un mundo armonioso, generador de una humanidad íntegra y buena, libre de pecado. Pelagianismo puro y duro: Cristo Salvador es innecesario. La Iglesia como “sacramento universal de salvación” es una pretensión ridícula: debe auto-disolverse. Más ciencia y menos religión».

Como ya había indicado en otras ocasiones, el Dr. Iraburu advierte que la «dificultad insalvable», que estos innovadores actuales: «hallan para explicar en sentido católico la naturaleza y transmisión del pecado original se debe a que niegan toda ontología metafísica realista, la única en la que tiene sentido la noción de naturaleza».

Añade que más: «concretamente, el pecado original es otra cosamuy diferente a lo que ellos piensan. Es algo incomparablemente más grave, pues afecta a la misma naturalezade todo el hombre y de todo hombre, y se transmite, lógicamente, como se transmite la naturaleza humana, por generación. Y es un pecado que no tiene remedio humano, que solamente puede ser vencido por gracia sobre-humana, sobre-natural»[3].

Es innegable que el pecado original es algo misterioso, pero observa asimismo Ratzinger que: «Esta verdad cristiana tiene un aspecto misteriosos y un aspecto evidente. La evidencia : una visión lúcida, realista del hombre y de la historia no puede dejar de descubrir la alienación, no puede ocultarse el hecho de que existe una ruptura de las relaciones: del hombre consigo mismo, con los otros, con Dios. Ahora bien, puesto que el hombre es por excelencia el ser-en-relación, una ruptura semejante llega hasta las raíces, repercute en todo»[4].

También se revela su carácter misterioso, porque: «si no somos capaces de penetrar hasta el fondo la realidad y las consecuencias del pecado original, ello se debe precisamente a que tal pecado existe; porque la nuestra es una ofuscación de carácter ontológico, desequilibra, confunde en nosotros la lógica de la naturaleza, nos impide comprender como una culpa que tuvo lugar al principio de la historia pueda traer consigo una situación de pecado común».

A pesar de que sea misterioso el pecado original y que el mismo relato de la Escritura sea «una narración que revela y esconde», nota Ratzinger que:«los elementos fundamentales son razonables y la realidad del dogma queda, en todo caso, salvaguardada».

Concluye, por ello, que: «El cristiano no haría lo que debe por sus hermanos si no les anunciase al Cristo que nos redime ante todo del pecado; si no anunciase la realidad de la alienación (la “caída”) y, a la vez, la realidad de la gracia que nos redime y libera; si no anunciase que para reconstruir nuestra esencia originaria tenemos necesidad de una ayuda exterior a nosotros mismos; si no anunciase que la insistencia sobre la autorrealización, sobre la autorredención, no conduce a la salvación, sino a la destrucción; si no anunciase, en fin, que para ser salvos es necesario abandonarse al Amor»[5].

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20.04.16

XXXIX. El primer pecado

La primera tentación

Después de la institución divina del matrimonio, se lee en el Génesis: «Pero la serpiente era más astuta que todos los animales de la tierra que había hecho el Señor Dios. Ésta dijo a la mujer: “¿Por qué os mandó Dios que no comáis de los árboles todos del paraíso?”»[1].

Nuestros primeros padres, por la perfección recibida por la gracia de Dios, no experimentaban tentaciones. Con la armonía perfecta y completa, que les proporcionaba la gracia recibida, no podían ser incitados interiormente a quebrantar la voluntad de Dios. La triple sujeción de su mente a Dios, de sus potencias a su mente y de su cuerpo al alma impedían cualquier tentación interior. Sin embargo, la armonía de la que disfrutaban no era absolutamente perfecta y podían ser tentados y pecar y, por tanto, perderla. La tentación les vino de fuera, de la serpiente.

No se trataba de cualquier serpiente, ni de la especie en general, sino de la serpiente en la que estaba escondido un espíritu maligno, Satanás. Así se indica en el Apocalipsis, al decirse: «aquella antigua serpiente que se llama Diablo y Satanás, que engaña a todo el mundo»[2].

Nota San Agustín que, en este versículo, se indica que: «la serpiente que era: “La más prudente de todos los animales”, esto es, la más astuta, por la astucia del diablo, puesto que en nombre de él y por él engañaba; del mismo modo que se dice prudente o astuta la lengua que es movida por el prudente o el astuto, a fin de persuadir con prudencia o con astucia. No tiene esta fuerza o virtud el miembro corporal que se llama lengua, sino la mente que usa de ella. Como se dice pluma mentirosa la de los escritores, a pesar de que la mentira es propia del que vive y siente; y llamase pluma mendaz porque el mentiroso obra mendazmente por ella. Del mismo modo fue llamada mentirosa la serpiente porque el diablo usó de ella como usa el escritor mendazmente de su pluma»[3].

Repara San Agustín en que: «no comprendió la serpiente el sentido de las palabras que por medio de ella se dirigieron a la mujer; pues si tampoco los mismos hombres, cuya naturaleza es racional, entienden lo que dicen, al hablar por ellos el demonio, cuando se ha posesionado con la posesión que exige el exorcismo, ¿cuánto menos entendería la serpiente el sentido de las palabras que por medio de ella y de aquel modo pronunciaba el diablo, siendo así que no entendería al oír al hombre que hablaba, estando ella libre de la posesión diabólica»[4].

Confiesa además: «Creí conveniente recordar esto para que ninguno juzgue que los animales carentes de razón poseen inteligencia humana, o que repentinamente se transforman en animales racionales, y, por lo tanto, caiga en la opinión ridícula y nociva de la trasmigración de las almas, según la cual las de los hombres pasan a las bestias o las de las bestias a los hombres. Luego habló la serpiente al hombre como habló al hombre el asna sobre la que cabalgaba Balaán(Nm 22, 28), con la diferencia de que aquélla fue obra diabólica y ésta angélica; pues los ángeles buenos y los malos ejecutan algunas obras semejantes»[5].

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5.04.16

XXXVIII. La inmortalidad primitiva

La inmortalidad del espíritu humano

En el estado de inocencia del hombre primitivo, a las sujeciones de la mente a Dios y de sus facultades a su razón, le seguía una tercera sujeción, la del cuerpo al alma. Al igual que a las dos primeras, en esta sujeción le acompañaba otro don preternatural, el don de la inmortalidad. Este nuevo don preservaba al cuerpo de la muerte, de la disgregación de sus elementos, que lo constituyen como materia viva, y que hacen que de manera natural se produzca su muerte.

No ocurre así con su alma espiritual, porque es una substancia simple y no puede descomponerse. Por ser un espíritu, no tiene elementos de desintegración, no puede, por ello, morir. Ningún espíritu posee la vida con elementos desintegradores, por ser incorpóreo. En cambio, los seres vivos corpóreos están formados por diversos elementos, que, al disgregarse accidentalmente por desgaste en su funcionamiento, o por algo externo que actúe de manera violenta, producen naturalmente la muerte.

El espíritu humanono puede morir, Es inmortal, porque, por tener un ser propio, que da el existir, o el estar presente en la realidad, a todo el compuesto humano –de alma espiritual y cuerpo–, su existencia no depende del cuerpo. Con la muerte del hombre, su espíritu, que hace de alma del cuerpo, le abandona. Ocurre cuando el cuerpo humano ya no es apto para recibir el ser que le comunica el alma. Entonces la unión del cuerpo y el alma termina, muere el hombre.

Con la muerte del hombre, su cuerpo, sin el elemento unificador, se descompone, pero el alma espiritual, que lo unificaba y vivificaba, continúa existiendo, porque conserva su ser, que hasta entonces era del compuesto humano. El hombre es completamente mortal, pero su alma, que es humana, pero no es el hombre, es inmortal. Al morir el hombre, cuando se da la separación del alma y del cuerpo, motivada por los cambios de este constitutivo, el alma, el otro constitutivo, conserva su ser, y, por ello, también su existencia.

Podría decirse que, con la muerte, no quedan afectados el ser y la existencia del hombre, porque son de su espíritu, que hace de alma corporal. El espíritu, por poseer un ser propio, recibido de Dios, cuando se separa del cuerpo, al que da la existencia, la vida y el ser, continúa existiendo. No puede quedar privado de la existencia, efecto del ser que conserva.

Santo Tomás da una profunda prueba metafísica sobre la inmortalidad del alma fundada en su original y, por ello, no siempre comprendida doctrina del ser (esse), Argumenta que mientras permanece la esencia, permanece también la entidad, porque por la esencia se hace la substancia recipiente propio del ser. En el ente espiritual, compuesto como todos los creados de esencia y ser, pero cuya esencia, a diferencia de la de los entes con una esencia compuesta de materia y forma, permanece siempre, La esencia de las substancias espirituales es simple y no puede descomponerse. No puede haber separación en su esencia o forma, que, sin embargo, es siempre recipiente del ser, su otro constitutivo entitativo, que le da la entidad y la existencia[1].

El alma espiritual humana, como cualquier otro espíritu, como el de los ángeles, sólo podría dejar de existir por aniquilación y por voluntad de Dios, su creador. No es posible que la aniquilación del espíritu sea por descomposición, porque carece de partes corpóreas.

Es únicamente posible por aniquilación del ser, y por tanto, por la vuelta a la nada. Sólo Dios podría aniquilar totalmente hacer volver a la nada a una criatura, porque, por tener un poder infinito, es el único que puede crear, hacer de la nada. Crear y aniquilar son poderes propios y exclusivos de Dios. El principio filosófico indiscutible que en la naturaleza nada se crea ni nada se destruye, sólo se transforma, lo confirma.

Sin embargo, se puede afirmar que Dios no destruirá los espíritus inmortales. Ciertamente, Dios, con su poder absoluto, podría aniquilarlos. Sin embargo, se tiene la seguridad que de hecho no lo hará, al considerar, por una parte, su sabiduría infinita, que no lleva a rectificar lo que ha hecho inmortal, por otra, su bondad infinita, que quiere satisfacer el deseo de inmortalidad que El mismo ha puesto en los espíritus humanos. Dios no es destructor, sino creador.

El don de la inmortalidad

En el estado de inocencia el hombre gozaba de la inmortalidad completa, no sólo la del alma, sino también la del cuerpo. Dios le había dado el don preternatural de la inmortalidad corporal con el que el alma sujetaba perfectamente al cuerpo y le hacía participar de su inmortalidad. Así se desprende del mandato y aviso que le dio Dios: «De todo árbol del paraíso comerás, pero del árbol de la ciencia del bien y del mal no comas, porque el día en que comas de él, morirás»[2].

La amenaza de la muerte, si infringía la prohibición divina, implica que el hombre era inmortal. Así lo confirma la sentencia de Dios cuando quebrantó el precepto: «Por cuanto escuchaste la voz de tu mujer y comiste del árbol que te había mandado que no comieras, maldita será la tierra por tu causa; con fatigas comerás de ella todos los días de tu vida. Espinas y abrojos te producirá y comerás la hierba de la tierra. Con el sudor de tu rostro comerás el pan, hasta que vuelvas a la tierra de donde fuiste tomado; porque polvo eres y en polvo te convertirás»[3].

La muerte es consecuencia de este primer pecado y, por consiguiente, no la hubiera sufrido de no haberlo cometido. Se lee igualmente en el libro de la Sabiduría: «Dios no hizo la muerte ni se goza con la perdición de los vivos»[4]. Más adelante se afirma explícitamente que: «Dios creó al hombre inmortal y lo hizo a la imagen de su semejanza. Pero por la envidia del diablo entró la muerte en el mundo y le imitan los que son de su partido»[5].

Así lo afirma también explícitamente San Pablo: «por un hombre entró el pecado en este mundo, y por el pecado la muerte»[6]. Indica también que: «como la muerte vino por un hombre, también por un hombre la resurrección de los muertos»[7]. Si el hombre no hubiera pecado y conservado este don, hay que pensar que después de un tiempo de permanencia en la tierra hubiera pasado a tener la visión beatífica en otra vida, pero sin sufrir el trance de la muerte.

Santo Tomás, al comentar el primer pasaje citado de la epístola de San Pablo, presenta la siguiente objeción: «Parece que el pecado original no entró en el mundo por un hombre, Adán, sino más bien por una mujer, Eva, que pecó primero, según aquello del Eclesiástico 23, 33: «En la mujer tuvo principio el pecado y por ella morimos todos».

Responde con dos contestaciones bíblicas, que encuentra en la Glosa. La primera es la siguiente: «La costumbre de la Escritura es entrelazar las genealogías no por la mujer sino por los varones, como se ve por Mateo, 1, y Lucas, 3. Y por eso queriendo aquí (en Rom 5, 12) el Apóstol mostrar una especie de genealogía del pecado, no hizo mención de la mujer, sino sólo del varón».

En la segunda respuesta que completa y explica la anterior, se da esta razón: «porque también la mujer está tomada del varón (cf. Gen 2, 21-22), y por lo tanto lo que es de la mujer se atribuye al varón».

Otra objeción, que seguidamente tiene en cuenta en este lugar el Aquinate es que: «Parece que la muerte no proviene del pecado, sino más bien de la naturaleza como proveniente por necesidad de la materia. Porque el cuerpo humano se compone de contrarios. Por lo cual es naturalmente corruptible».

Para responder advierte que: «De dos maneras se puede considerar la naturaleza humana. De la una, según principios intrínsecos, y así la muerte le es natural (…) De la otra manera se puede considerar la naturaleza del hombre tal como por divina providencia le fue dada por justicia original».

Recuerda a continuación que: «La cual justicia era cierta rectitud, de modo que la mente del hombre estuviese sujeta a Dios, y las facultades inferiores estuviesen sujetas al espíritu, y el cuerpo al alma; de tal manera que mientras la mente del hombre se sujetara a Dios, las facultades inferiores se sujetarían a la razón, y el cuerpo al alma, que de ésta recibiría la vida sin fin, y las cosas exteriores al hombre, para que todas las cosas le sirvieren y ningún perjuicio recibiera de ellas».

En este estado de rectitud o perfecta justicia respecto a Dios, además de la gracia santificante, que permitía la primera sujeción y hacia posible el don preternatural del dominio perfecto sobre todas las cosas, se poseían los dones preternaturales de integridad y de impasibilidad, que perfeccionaban la sujeción de la potencias inferiores a la razón. En cuanto a la sujeción del cuerpo al alma, se había recibido el don preternatural de la inmortalidad completa.

Explica Santo Tomás que: «Esto lo dispuso la divina providencia en atención a la dignidad al alma racional, pues siendo naturalmente incorruptible le convenía un cuerpo incorruptible; pero como el cuerpo, que está compuesto de elementos contrarios, debía ser el órgano de los sentidos, y tal cuerpo según su naturaleza no puede ser incorruptible, el poder divino suplió lo que a la humana naturaleza faltaba dándole al alma la virtud de mantener al cuerpo incorruptible, así como el artesano, si pudiera, le daría al hierro del que hace un cuchillo la cualidad de no contraer ningún orín. Y así, por lo tanto, habiéndose apartado de Dios la mente humana por el pecado, perdió la virtud de sujetar las facultades inferiores, así como el cuerpo y las cosas exteriores; y de esta manera incurrió en la muerte natural por causas intrínsecas y es tiranizada por los daños exteriores»[8].

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16.03.16

XXXVII. La perfección del hombre primitivo

 La concupiscencia

            En el hombre primitivo, o el hombre en el estado de inocencia o de justicia originaria, la sujeción de su mente a Dios, efecto de la gracia divina, le permitía disfrutar del don preternatural del dominio perfecto de toda la naturaleza. De esta primera sujeción, se seguían otras dos, la de todas sus facultades a la superior de la mente y la del cuerpo al alma espiritual. Al sometimiento de las facultades inferiores humanas a la razón humana, le seguía un segundo don preternatural, también dado a la naturaleza específica del primer hombre, el llamado de integridad o dominio interior.

            El don preternatural de integridad le permitía al hombre que la sujeción sobrenatural de su mente a Dios no encontrase en su naturaleza humana ningún obstáculo. Con este don concedido por Dios, todas las otras facultades inferiores –la voluntad, los sentidos externos, los sentidos internos y la apetición– obedecían a la facultad superior de la razón. Por la integridad, ningún acto se daba en las facultades inferiores que no siguiese el orden de la razón.

            La llamada «concupiscencia», o el deseo del bien sensible, siempre estaba sujeta totalmente a la razón. La concupiscencia nunca era desordenada o contraria, tal como quedó en el estado de naturaleza caída. Lo que se entiende generalmente por «concupiscencia», el deseo desordenado, no se daba en el hombre en el estado de inocencia. Por la gracia y el don de integridad gozaba de la perfecta inmunidad de la concupiscencia, en el sentido corriente de deseo desordenado.

            La existencia de esta situación humana queda confirmada por una vía negativa, la de su pérdida por el primer pecado del hombre. El Concilio Vaticano II se ocupó del pecado original al declarar: «Creado por Dios en la justicia, el hombre, sin embargo, por instigación del demonio, en el propio exordio de la historia, abusó de su libertad, levantándose contra Dios y pretendiendo alcanzar su propio fin al margen de Dios. Conocieron a Dios, pero no le glorificaron como a Dios. Obscurecieron su estúpido (insipiens) corazón y prefirieron servir a la criatura, no al Creador (cf. Rom 1, 21-25)».

            Este pecado personal del hombre primitivo guarda relación con la falta de armonía interna y externa del hombre, porque: «Es esto lo que explica la división íntima del hombre. Toda la vida humana, la individual y la colectiva, se presenta como lucha, y por cierto dramática, entre el bien y el mal, entre la luz y las tinieblas. Más todavía, el hombre se nota incapaz de domeñar con eficacia por sí solo los ataques del mal, hasta el punto de sentirse como aherrojado entre cadenas. Pero el Señor vino en persona para liberar y vigorizar al hombre, renovándole interiormente y expulsando al “príncipe de este mundo” (cf. Jn 12,31), que le retenía en la esclavitud del pecado. El pecado rebaja al hombre, impidiéndole lograr su propia plenitud»[1].

            Por ello, se explica más adelante que: «A través de toda la historia humana existe una dura batalla contra el poder de las tinieblas, que, iniciada en los orígenes del mundo, durará, como dice el Señor, hasta el día final. Enzarzado en esta pelea, el hombre ha de luchar continuamente para acatar el bien, y sólo a costa de grandes esfuerzos, con la ayuda de la gracia de Dios, es capaz de establecer la unidad en sí mismo»[2].

            Ya se había indicado al tratar de la constitución del ser humano, que el hombre: «herido por el pecado, experimenta, sin embargo, la rebelión del cuerpo. La propia dignidad humana pide, pues, que glorifique a Dios en su cuerpo y no permita que lo esclavicen las inclinaciones depravadas de su corazón»[3].

            Todo ello hace que su «semejanza divina (esté) deformada por el primer pecado»[4]. Además, se produce una especie de circulo del pecado entre la sociedad y la persona humana, porque: «las circunstancias sociales en que vive y en que está como inmersa desde su infancia, con frecuencia le apartan del bien y le inducen al mal. Es cierto que las perturbaciones que tan frecuentemente agitan la realidad social proceden en parte de las tensiones propias de las estructuras económicas, políticas y sociales. Pero proceden, sobre todo, de la soberbia y del egoísmo humanos, que trastornan también el ambiente social. Y cuando la realidad social se ve viciada por las consecuencias del pecado, el hombre, inclinado ya al mal desde su nacimiento, encuentra nuevos estímulos para el pecado, los cuales sólo pueden vencerse con denodado esfuerzo ayudado por la gracia»[5].

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