XCII. Los méritos de Cristo y su poder judicial y regio

Merecimiento humano de Cristo de ser juez[1]

Después de ocuparse del poder judicial que tiene Cristo, Santo Tomás examina en el siguiente artículo de esta cuestión de la Suma, si le corresponde por sus merecimientos. Sostiene que lo tuvo por varios títulos, porque: «nada se opone a que una misma cosa le sea debida a alguien por diversos motivos; como la gloria del cuerpo resucitado le fue debida a Cristo no sólo por la congruencia con la divinidad y por la gloria del alma, sino también «por los méritos del abatimiento de la pasión». Igualmente se debe decir que el poder judicial le compete a Cristo hombre por razón por su persona divina y por la dignidad de cabeza, y por la plenitud de su gracia habitual»

Sin embargo, añade: «también lo obtuvo por sus merecimientos, de modo que, conforme a la justicia de Dios, fuese juez el que luchó y venció por la justicia de Dios, y el que injustamente fue juzgado. Por esto dice El mismo, en el Apocalipsis: «Yo vencí y me senté en el trono de mi Padre» (Ap 3, 21). Por «trono»se entiende el poder judicial, conforme a aquellas palabras del Salmo: «Se sienta sobre el trono y administra justicia» (Sal 9, 5)».[2]

Lo confirma la Escritura, porque: «está lo que se dice en el Libro de Job: «Tu causa ha sido juzgada como la de un impío; ganarás la causa y la sentencia» (Jb 36, 17).Y San Agustín dice en los Sermones: «Se sentará como juez el que estuvo ante el juez; condenará a los verdaderos culpables quien fue juzgado falsamente reo» Ser. 127, 7, 10)»[3].

Se podría decir que no parece que Cristo obtuviera el ser juez de vivos y muertos por mérito, porque: «el poder judicial es consiguiente a la dignidad regia, según lo que leemos en los Proverbios. «El rey que se sienta en el trono de la justicia disipa todo mal con su mirada» (Prv 20, 8). Pero la dignidad regia la obtuvo sin merecimientos, pues le compete en cuanto es el Unigénito de Dios, según se dice en San Lucas: «Le dará el Señor Dios el trono de David, su padre, y reinará en la Casa de Jacob para siempre» (Lc 1, 32). Luego Cristo no obtuvo por méritos el poder judicial»[4]. Cristo hombre sería Rey, pero no por merecimientos propios.

No representa ninguna dificultad a la tesis defendida, porque nota Santo Tomás que: «Esa objeción proviene de considerar el poder judicial como debido a Cristo por razón de la unión con el Verbo de Dios»[5], y no tiene en cuenta los otros motivos ya indicados.

También, en segundo lugar, se podría objetar que: «en el artículo anterior, se dijo que el poder judicial, compete a Cristo en cuanto es nuestra cabeza; pero la gracia capital no compete a Cristo por sus merecimientos, sino que es consiguiente, a la unión personal de la naturaleza divina y humana, según aquello de San Juan: «vimos su gloria como del Unigénito del Padre, lleno de gracia y de verdad y de su plenitud todos recibimos» (Jn 1, 14), lo que pertenece a la noción de cabeza. Luego parece que Cristo no obtuvo por sus merecimientos el poder judicial»[6].

La respuesta de Santo Tomás es muy breve, porque nota que: «tal objeción dimana de la consideración de la gracia capital»[7], que le ha sido dada como cabeza de su cuerpo místico, que es la Iglesia, no merecida por los méritos de su humanidad. Por tanto, se considera que el poder judicial únicamente se le haya concedido a Cristo por esta gracia,

Por último, se presenta la siguiente dificultad: «Dice el Apóstol: «El espiritual juzga todas las cosas» (1 Cor 2, 15). Pero el hombre se hace espiritual por la gracia, que no viene del mérito, pues «de otro modo, ya no sería gracia,»(Rom 11, 6). Luego parece que el poder judicial no le conviene a Cristo ni a los demás por méritos, sino sólo por gracia»[8].

De manera parecida, indica Santo Tomás: «esa objeción procede de la consideración de la gracia habitual, que perfecciona el alma de Cristo. Sin embargo, aunque el poder judicial sea debido a Cristo por todos estos motivos, no excluye el que se le deba por sus merecimientos»[9]. Por su gracia habitual o santificante, con todas las virtudes y dones, que poseía Cristo, merecía ciertamente el poder judicial, que sle dio, pero también por otros motivos, como sus propios méritos de su pasión.

Universalidad del poder judicial de Cristo

A continuación, Santo Tomás trata la cuestión de la extensión del poder judicial de Cristo. La solución a este problema es que:«Si hablamos de Cristo en cuanto Dios, es evidente que pertenece al Hijo todo el poder judicial del Padre, pues como el Padre hace todas las cosas por su Verbo, así también por Él las juzga todas».

Pero si de otro modo: «hablamos de Cristo en cuanto hombre, es también manifiesto que todas las cosas humanas están sujetas a su juicio. Y esto es igualmente patente. Primero, si tenemos en cuenta la relación particular que existe entre el alma de Cristo y el Verbo de Dios. Pues si es verdad, como dice San Pablo, que «el espiritual juzga de todas las cosas» (1 Cor 2, 15), por cuanto su mente está unida al Verbo de Dios, mucho más el alma de Cristo, llena de la verdad del Verbo de Dios, tendrá poder de juzgar todas las cosas».

Segundo: «aparece esto mismo por los merecimientos de su muerte, pues, como dice San Pablo: «por esto murió y resucitó Cristo, para dominar sobre los vivos y los muertos» (Rm 14, 9).Y por esto tiene sobre todos ellos el poder de juzgar. Y así añade el Apóstol que «todos nos presentaremos ante el tribunal de Cristo» (Rm 14, 10). Y Daniel, que «Dios le dio el poder, el honor y el reino; y todos los pueblos, tribus y lenguas le servirán» (Dn 7, 14)».

Tercero: «resulta lo mismo por la comparación de las cosas humanas con el fin de la salvación de los hombres. A quien se encomendó lo principal, se le confía también lo accesorio. Todas las cosas humanas se ordenan al fin de la bienaventuranza, que es la salvación eterna, a lo cual los hombres son admitidos o rechazados por el juicio de Cristo, según se ve en el Evangelio de San Mateo (Mt 25, 31 ss.). Y así es evidente que el poder judicial de Cristo se extiende a todas las cosas humanas»[10].

Tesis que queda confirmada con: «estas palabras de San Juan: «El Padre confirió todo el juicio al Hijo» (Jn 5, 22)»[11], a la única persona de Cristo, tanto en cuanto su naturaleza divina Dios como en cuanto a su naturaleza humana, poder que se extiende a todo.

Sin embargo, para mostrar que parece que el poder judicial no compete a Cristo en relación con todas las cosas humanas, se puede dar el siguiente argumento: «Nadie tiene poder de juzgar sino sobre las cosas que le están sometidas; pero «no vemos visto que todas las cosas estuvieran sometidas» (Hb 2, 8)a Cristo. Luego, parece que no tenga el poder de juzgar sobre todas las cosas humanas»[12].

Replica Santo Tomás que, como se ha dicho: «Todas las cosas están sujetas a Cristo, si se considera el poder que recibió del Padre sobre todas ellas, según lo que Él mismo dice en el Evangelio de San Mateo: «Me ha sido dado todo poder en el cielo y en la tierra» (Mt 28,18). Sin embargo, todavía no le están sujetas todas las cosas en cuanto a la ejecución de su poder. Eso sucederá en el futuro, cuando cumplirá su voluntad acerca de todas las cosas, salvando a unos y castigando a otros»[13].

De manera que: «ocurrirá necesariamente una de dos, o que el hombre haga la voluntad de Dios acatando sus preceptos, cosa que realizarán los justos; o que Dios haga su propia voluntad en el hombre castigándolo, cosa que sobrevendrá a los pecadores y enemigos de Dios. Esto será el fin del mundo»[14], y se pondrá de manifiesto su reinado.

Igualmente, se podría objetar, contra la absoluta universalidad del poder judicial de Cristo sobre los hombres y todo lo humano, que como: «dice San Agustín, en La ciudad de Dios que al juicio divinopertenece el que los buenos sean a veces afligidos eneste mundo, y otras veces prosperen, y lomismo los malos (Cf. Ciud Dios, XX, c. 2). Pero esto también sucedíatambién antes de la encarnación de Cristo.Luego no todos los juicios de Dios acerca de las cosas humanas están sometidas al poder judicialde Cristo»[15], porque ha habido juicios que no han sido suyos.

Estos datos mencionados son indiscutibles, pero advierte Santo Tomás que: «Antes de la encarnación ejercía Cristo estos juicios como Verbo de Dios, de cuyo poder vino a participar por la encarnación el alma, que le estaba personalmente unida»[16].

La potestad regía de Cristo

También se podría objetar, contra la tesis de Santo Tomás sobre la total extensión del poder judicial de Cristo, que: «Se lee en el Evangelio de San Lucas que, como uno de la multitud dijese a Jesús: «Di a mi hermano que reparta conmigo la herencia, Él le respondió: ¡Hombre!, ¿quién me constituyó juez o repartidor entre vosotros?» (Lc 12, 13-14). Luego Cristo no tiene poder judicial sobre todas las cosas humanas»[17].

Santo Tomás da esta respuesta: «Como se ha dicho en el artículo anterior (a. 3, ob. 1), el poder judicial es consiguiente a la dignidad real. Aunque Cristo haya sido constituido rey por Dios no quiso, sin embargo, mientras vivió en la tierra, administrar temporalmente un reino terreno. Por eso, dice en el Evangelio de San Juan: «Mi Reino no es de este mundo» (Jn 18, 36). E igualmente, no quiso ejercer su poder judicial sobre las cosas temporales, Él que había venido a elevar los hombres a las divinas. Muy bien, dice San Ambrosio: «Con razón, declina el gobierno de lo terreno el que había descendido a causa de lo divino; ni se digna a ser juez de los pleitos y árbitro de las haciendas, poseyendo el poder de juzgar a los vivos y a los muertos y ser árbitro de los merecimientos (Com. Evang, S. Luc, 12, 13, l. 7)»[18].

En esta respuesta, Santo Tomás afirma claramente la realeza de Cristo, aunque indica que en su vida temporal no quiso reinar terrenalmente, ni tampoco juzgar sobre cosas de este mundo. En la cuestión anterior, ya había dicho claramente que: «Cristo está sentado a la diestra del Padre en cuanto reina junto con el Padre y de Él tiene el poder judicial»[19]. También, tal como indica al principio de su respuesta, en el artículo anterior a éste, había escrito que: «El poder judicial es consiguiente a la dignidad regía»[20], y, por tanto, como concluye ahora: «Cristo ha sido constituido rey por Dios»[21].

Debe sostenerse, por tanto, que Cristo hombre es rey por los mismos motivos que es juez. En su Exposición del Padrenuestro, declara Santo Tomás que: «Dios, de por sí, por su propia naturaleza, es Señor de todas las cosas, también Cristo en cuanto Dios, e incluso en cuanto hombre, ha recibido de Dios el señorío de todas ellas. «Dios le dio el poder, el honor y el reino» (Dan 7, 14)»[22]. Puede decirse que Cristo es rey por naturaleza.

Por esta soberanía de Dios, fundada en la misma naturaleza divina, y por la que Dios es Rey, debe afirmarse que: «el reino de Dios ha existido siempre»[23]. De manera Cristo por su naturaleza divina es rey, pero le ha sido dada esta realeza a su naturaleza humana. Cristo es Rey como Dios y como hombre.

De ello se sigue que: «es forzoso que todas las cosas se le sometan». Sin embargo: «esto aún no ocurre así, sino que tendrá lugar al final. Dice San Pablo que: «Cristo tiene que reinar hasta que Dios ponga todos los enemigos bajo los pies de Él (1 Cor 15, 25). Por eso pedimos en la oración dominical: «Venga a nosotros tu reino». Se pide, por tanto, por este final, que implica: «que los justos se conviertan, que los pecadores sean castigados, y que la muerte quede destruida».

El que Cristo no ejerza hasta entonces su poder real, que tiene por ser rey por su doble naturaleza, no afecta a su realeza, a su dignidad de rey, porque: «ocurre a veces que un rey tiene solamente el derecho de reinar o de dominio; y sin embargo, su señorío efectivo sobre el reino no ha sido proclamado, porque los habitantes del país aún no se le han sujetado. En el momento en que sujeten a Él, será cuando su reino, su dominio, comience a ponerse de manifiesto»[24].

El reino de la gracia y el reino de la gloria

El reinado de Cristo se significa triplemente porque, además del reino de Dios, también hay el reino de la gracia y el reino de la gloria. Cristo también es rey en cuanto ha establecido lo que puede llamarse el reino de la gracia.

Dado, nota Santo Tomás, que «a veces en este mundo reina el pecado. Y esto ocurre cuando el hombre está predispuesto de tal manera que inmediatamente sigue y secunda los apetitos mundanos. Lo confirman estas palabras de San Pablo: «Que no reine el pecado en vuestro cuerpo mortal» (Rm 6, 12). Es Dios quien debe reinar en tu corazón: «Sión tu Dios reinará» (Is 7, 7). Y así sucede cuando se está decidido a obedecerle y cumplir todos sus mandamientos». Por este reino de la gracia, se logra que: «no sea el pecado quien reine en nosotros sino Dios»[25].

Sobre este reinado de Cristo, se indica, en el Catecismo de Trento, que aunque: «el mismo Cristo, Señor nuestro, contestó a Pilato que su reino no era de este mundo, esto es, que no tenía origen de este mundo, que ha tenido principio y tendrá fin; porque del modo que se ha dicho gobiernan los emperadores, los reyes, los gobiernos republicanos, los generales y todos los que deseados y elegidos por los pueblos, están al frente de las ciudades y de las provincias, o que por la fuerza y la injusticia se han hecho dueños de los poderes públicos». En cambio: «Cristo nuestro Señor «fue constituido Rey» (Sal 2, 6) por Dios, como dice el profeta, cuyo Reino, según expresión de San Pablo es justicia, pues dice: «El reino de Dios es justicia, es la paz y el gozo del Espíritu Santo» (Rm 14, 17)»[26].

Este reinado ya se da en los que se someten a Él, porque: «reina en nosotros Cristo Nuestro Señor por medio de las virtudes internas, la fe, la esperanza y la caridad, por la que nos constituimos en algún modo parte de dicho Reino; y estando sujetos a Dios de una manera especial, nos consagramos a su servicio y divino culto, de tal manera que así como dijo San Pablo: «Y yo vivo, más bien no soy yo quien vive, sino que Cristo vive en mí» (Gal 2, 20), del mismo modo podremos nosotros decir: reino yo, mas no soy yo quien reina, sino que Jesucristo reina en mí»[27].

Además de estos dos reinos, indica Santo Tomás que «el reino de Dios es la gloria del paraíso»[28]. Se explica en el Catecismo de Trento que: «Existe también el reino de la Gloria de Dios, acerca del cual oigamos lo que dice Cristo, Señor nuestro, según San Mateo: «Venid, benditos de mi Padre, tomad posesión del Reino, que está preparado desde el principio del mundo» (Mt 25, 34). Este mismo Reino pedía al Señor, según San Lucas, el ladrón arrepintiéndose por modo extraordinario de sus pecados, en estos términos: «¡Señor, acuérdate de mí cuando llegues a tu Reino!» (Lc 23, 42)».

Se añade que: «también San Juan hace mención de este Reino con las palabras de Jesús: «Quien no renaciere» por el bautismo «del agua» y la gracia «del Espíritu Santo», no puede entrar en el Reino de Dios» (Jn 3, 5). Esto mismo recuerda el Apóstol a los de Efeso: «ningún fornicador o impúdico o avariento, lo cual es servir a los ídolos, será heredero en el Reino de Cristo y de Dios» (Ef 5, 5). Propias son de este lugar algunas parábolas de Cristo en nuestro Señor, en donde habla del Reino de los cielos»[29].

El arrepentimiento del buen ladrón revela que había conseguido entrar en el reino de la gracia, que le había conseguido Cristo, y así en el reino de la gloria. Como dice también el Catecismo: «Es necesario fundar primero el Reino de la gracia, porque no es posible que reine en uno la gloria de Dios, sin haber reinado en él su gracia. Es la gracia, según la frase del Mismo Salvador: «Un manantial de agua que manará sin cesar hasta la vida eterna» (Jn 4, 14)»[30].

 

Eudaldo Forment

 



[1] Maestro de Tahull, Pintura mural del ábside de la Iglesia de San Clemente de Tahull, s. XII.

[2] SANTO TOMÁS DE AQUINO, Suma teológica, III, q. 59, a. 3, in c.

[3] Ibid., III, q. 59, a. 3, sed c.

[4] Ibíd., III, q. 59, a. 3, ob. 1.

[5] Ibíd., III, q. 59, a. 3, ad 1.

[6] Ibíd., III, q. 59, a. 3, ob. 2.

[7] Ibíd., III, q. 59, a. 3, ad 2.

[8] Ibíd., III, q. 59, a. 3, ob. 3.

[9] Ibíd., III, q. 59, a. 3, ad 3.

[10] Ibíd., III, q. 59, a. 4, in c.

[11] Ibíd., III, q. 59, a. 4, sed c.

[12] Ibíd., III, q. 59, a. 4, ob. 2.

[13] Ibíd., III, q. 59, a. 4, ad 2.

[14] ÍDEM, Exposición de la oración dominical o padrenuestro, Segunda petición, A, 1053

[15] ÍDEM, Suma teológica, III, q. 59, a. 4, ob. 3.

[16] Ibíd., III, q. 59, a. 4, ad 3..

[17] Ibíd., III, q. 59, a. 4, ob. 1.

[18] Ibíd., III, q. 59, a. 4, ad 1.

[19] Ibíd., III, q. 58, a. 1, in c.

[20] Ibid., III, q. 59, a. 3, ob. 1

[21] Ibíd., III, q. 59, a. 4, ad 1.

[22] ÍDEM, Exposición de la oración dominical o padrenuestro, Segunda petición, A, 1052.

[23] Ibíd., Segunda petición, 1052.

 

[24] Ibíd., Segunda petición, A, 1052.

[25] Ibíd., Segunda petición, C, 1058.

[26] Catecismo del Concilio de Trento, IV, c. 11, 8.

[27] Ibíd., IV, c. 11, 9.

[28] Catecismo del Concilio de Trento, IV, c. 11, 10.

[29] ÍDEM, Exposición de la oración dominical o padrenuestro, Segunda petición, B, 1054.

[30]  Catecismo del Concilio de Trento IV, c. 11, 11.

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