XC. El poder judicial de Cristo

Jesucristo, juez[1]

En el opúsculo Consideraciones sobre el Credo, al ocuparse de su artículo séptimo: «Desde allí ha de venir a juzgar a los vivos y a los muertos», Santo Tomás inicia así su exposición: «Misión del Rey y del Señor es juzgar. «El rey que está centrado en el trono de Justicia con una mirada suya disipa todo mal» (Pr 20, 8). Puesto que Cristo subió a los cielos y está sentado a la diestra de Dios como Señor de todas las cosas, es evidente que juzgar es misión suya. Por eso ela profesión de fe católica afirmamos que «ha de venir a juzgar a los vivos y a los muertos». No sólo nosotros: «Los mismos Ángeles lo aseguraron: «este Jesús que entre vosotros ha subido el cielo, volverá como la habéis visto marcharse» (Hch 1, 11)»[2].

En la Sagrada Escritura, se afirma muchas veces. En el Evangelio de San Juan se lee: «El Padre no juzga a ninguno; todo el poder de juzgar lo ha dado al Hijo»[3]. En los Hechos de los apóstoles, San Pedro dice a al centurión Cornelio y a otros gentiles: «Jesucristo nos mandó que predicásemos al pueblo y que diésemos testimonio de que Él es quien Dios ha puesto por juez de vivos y de muertos»[4].

También, en su disputa en el areópago de Atenas, dijo San Pablo: «Dios ha establecido el día, en el cual ha de juzgar al mundo según justicia, por aquel varón que había determinado, dando una garantía a todos, resucitándole de entre los muertos»[5]. Y, en la Primera carta de San Pedro, escribe el apóstol: «Os llenan de vituperios, pero habrán de dar cuenta a aquel que está preparado para juzgar vivos y muertos»[6].

En el artículo primero de la cuestión de la Suma teológica, que trata del poder judicial de Cristo, se establece que Dios lo ha instituido juez de vivos y muertos. Santo Tomás lo prueba con el siguiente argumento: «Tres cosas se requieren para ejercer el juicio: Primero, poder coactivo sobre los súbditos, por lo cual se dice en el Eclesiástico: «No pretendas ser juez, si no cuentas con fuerzas para quebrantar las iniquidades»(Eclo 7, 6)».

Segundo, para ser juez se precisa: «el celo recto, con el fin de que uno no emita juicio por odio o por envidia, sino por sólo amor de la justicia, según aquellas palabras de los Proverbios: «El Señor corrige al que ama; y se complace en él como un padre en su hijo»(Prv 3, 12)».

Tercero, el juez necesita: «la sabiduría, en virtud de la cual forma su juicio; de donde en se dice en el Eclesiástico: « El juez sabio juzgará a su pueblo»Eclo 10,1)».

Advierte seguidamente Santo Tomás que : «De estas tres cosas las dos primeras son previas al juicio; pero en la tercera propiamente se halla la forma del juicio, pues la norma del juicio es la ley de la sabiduría o de la verdad, en virtud de la cual se juzga».

Como consecuencia: «porque el Hijo es la «Sabiduría engendrada»y es la Verdad que procede del Padre y que perfectamente le representa, por eso se atribuye con propiedad al Hijo el poder judicial; por lo cual dice San Agustín: «Esta es la Verdad inmutable, llamada con justicia la ley de todas las artes, y el arte del Artífice omnipotente. Pues, así como nosotros y todas las almas racionales juzgamos con rectitud de las criaturas según la verdad, así de también la Verdad misma juzga de nosotros cuando nos unimos a ella. Pero de ella ni el Padre juzga, pues no es inferior a Él. Por eso cuanto el Padre juzga, por ella lo juzga». Y después concluye: «El Padre, pues, no juzga a nadie, sino que ha entregado al Hijo todo juicio» (La verd. rel., c. 31)»[7].

El juicio de Cristo

Santo Tomás confirma su demostración teológica con: «la autoridad de San Pedro, que dice de Cristo: «Este es el que ha sido constituido juez de vivos y muertos» (Hch 10, 42)»[8].

Sobre esta afirmación, que se encuentra en el artículo séptimo del Credo, se dice en el Catecismo romano: «Tres son los oficios y cargos insignes de Jesucristo nuestro Señor para honrar y engrandecer a su iglesia: de Redentor, de Patrocinio y de Juez. Constando ya por los artículos anteriores del credo que redimió al género humano con su pasión y muerte, y también con su ascensión al cielo tomó para siempre su cargo nuestra causa y defensa, toca ahora explicar su juicio en este artículo, cuyo significado y sustancia es que Cristo nuestro Señor ha de juzgar en aquel supremo día a todos los hombres»[9].

Para ello, debe tenerse en cuenta que: «las Sagradas Escrituras atestiguan que son dos las venidas del Hijo de Dios: la una, cuando por nuestra salvación tomó carne y se hizo hombre en el vientre de la Virgen; y la otra, cuando al fin del mundo vendrá a juzgar a todos los hombres. Llámese esta segunda venida en las Sagradas Escrituras día del Señor, del cual dice el Apóstol: «Como el ladrón de noche, así vendrá el día del Señor» (1 Tes 5, 2-3). Y el mismo Salvador afirma: «Mas, en orden al día y a la hora, nadie lo sabe» (Mt 24, 36)».

Sobre el desarrollo: «del supremo juicio es suficiente la autoridad del Apóstol: «Es forzoso que todos nosotros comparezcamos ante el tribunal de Cristo, para que cada uno reciba lo que le corresponda, mientras estuvo revestido del cuerpo, según que haya obrado bien o mal» (2 Cor 5, 10)».

Hay muchos testimonios en la Sagrada Escritura que: «no solo para confirmar esta verdad, sino también para demostrar (…) que, así como desde el principio del mundo fue siempre muy deseado de todos aquel día del Señor, en que se revistió de carne humana por tener puesta en este misterio la esperanza de su redención; así también, después de la muerte del hijo de Dios y de su ascensión al cielo, se desee con afecto vehementísimo el otro día del Señor, «aguardando la felicidad esperada» o prometida, «y la venida gloriosa del gran Dios» (Tit 2, 13)»[10].

En la explicación de este artículo del Credo, se nota que habrá: «dos tiempos en los cuales a todos es preciso presentarse delante del señor, y dar cuenta de cada uno de los pensamientos, de las acciones y también de todas las palabras, y, por último, sufrir a presencia del Juez su sentencia».

El juicio particular: «el primero, es cuando cada uno de nosotros sale de esta vida; pues inmediatamente comparece ante el tribunal de Dios, y allí se hace examen justísimo de todo cuanto en cualquier tiempo haya hecho, dicho o pensado y este juicio es particular».

El juicio final, el segundo: «es cuando en un solo día y en un solo lugar comparecerán al mismo tiempo todos los hombres ante el tribunal del Juez Supremo, para que, viéndolo y oyéndolo los hombres todos de todos los siglos, sepa cada uno lo que se ha decretado y juzgado de ellos mismos y la publicación de esta sentencia será para los hombres impíos y malvados una parte, no la menor de sus penas y tormentos: más al contrario, los piadosos y justos recibirán, con motivo de ella, grande premio y fruto, habiendo de verse claro cuál fue cada cual en esta vida; y este Juicio se llama general»[11].

En el nuevo Catecismo, se indica asimismo que, por una parte: «Siguiendo a los profetas (cf. Dn 7, 10; Joel 3, 4; Mal 3, 19) y a Juan Bautista (cf. Mt 3, 7-12), Jesús anunció en su predicación el Juicio del último día. Entonces, se pondrán a la luz la conducta de cada uno (cf. Mc 12, 38-40) y el secreto de los corazones (cf. Lc 12, 1-3; Jn 3, 20-21; Rm 2, 16; 1 Cor 4, 5). Entonces será condenada la incredulidad culpable que ha tenido en nada la gracia ofrecida por Dios (cf Mt 11, 20-24; 12, 41-42)», porque Dios ha dado la gracia suficiente a todos para salvarse, porque Dios, infinitamente misericordioso, no la niega a nadie.

Por otra que: «La actitud con respecto al prójimo revelará la acogida o el rechazo de la gracia y del amor divino (cf. Mt 5, 22; 7, 1-5). Jesús dirá en el último día: «Cuanto hicisteis a uno de estos hermanos míos más pequeños, a mí me lo hicisteis» (Mt 25, 40)»[12].

Se concluye seguidamente que: «Cristo es Señor de la vida eterna. El pleno derecho de juzgar definitivamente las obras y los corazones de los hombres pertenece a Cristo como Redentor del mundo. «Adquirió» este derecho por su Cruz. El Padre también ha entregado «todo juicio al Hijo» (Jn 5, 22; cf. Jn 5, 27; Mt 25, 31; Hch 10, 42; 17, 31; 2 Tm 4, 1)».

Sin embargo, como se precisa a continuación: «el Hijo no ha venido para juzgar sino para salvar (cf. Jn 3,17) y para dar la vida que hay en Él (cf. Jn 5, 26)». Puede decirse, por ello, que: «Es por el rechazo de la gracia en esta vida por lo que cada uno se juzga ya a sí mismo (cf. Jn 3, 18; 12, 48); es retribuido según sus obras (cf. 1 Co 3, 12- 15) y puede incluso condenarse eternamente al rechazar el Espíritu de amor (cf. Mt 12, 32; Hb 6, 4-6; 10, 26-31)»[13].

Poder judicial del Padre y del Hijo

En este artículo sobre la atribución del poder judicial a Cristo, se presentan tres objeciones a su asignación. En la primera se arguye: «El juicio de las personas es propio del señor de ellas; por donde dice el Apóstol: «¿Tú quién eres, para meterte a juzgar a un siervo ajeno?» (Rom 14, 4). Pero el ser señor de las criaturas compete a toda la Trinidad; luego no debe atribuirse especialmente a Cristo el poder judicial»[14].

Santo Tomás responde a la misma: «Ese argumento prueba que el poder judicial es común a toda la Trinidad; lo cual es cierto. No obstante, por una cierta aprobación, el poder judicial se atribuye al Hijo, como se ha dicho más arriba»[15].

Con esta última afirmación, no quiere decirse que juzgar no sea común a las otras personas, pues todas las acciones exteriores divinas son indivisibles e inseparables de toda la Trinidad, a diferencia de las propiedades de cada una de ellas, por las que se distinguen. El poder judicial, sin embargo, se atribuye al Hijo en concreto por afinidad o conveniencia que existe entre las obras externas de juzgar y la sabiduría, nombre también apropiado del Verbo.

También lleva a una negación de la tesis sobre el poder de jugar de Cristo la siguiente argumentación: «Se dice en Daniel que: «El Anciano de días se sentó» (Dan 7, 9);y luego seañade: «se sentó a juzgar y se abrieron los libros» (Dan 7, 10). Pero este «Anciano de días» no es otro que elPadre, pues como dice San Hilario «Al Padre compete la eternidad» (Trin, l. 2). Luego el poderjudicial más bien se debe atribuir al Padre que alHijo»[16].

No se puede llegar a esta conclusión, porque replica Santo Tomás: «Como dice San Agustín en La Trinidad, se atribuye al Padre la eternidad por razón de ser el principio lo cual va implicado también en el concepto de eternidad. (cf. Trin. VI, c. 10). En ese mismo lugar dice San Agustín que el Hijo es «el Arte del Padre» (Trin., VI, c.10)»[17].

El Padre es primer Principio, pero no en el sentido de causa, porque: «la palabra causa implica diversidad de substancias y dependencia de una cosa con respecto a otra, lo que no implica la palabra principio»[18]. No puede decirse que el Padre sea causa de las otras dos personas divinas, porque las tres son iguales perfecta y substancialmente. La eternidad no implica causalidad, pero si puede entrañar el principio, en el sentido que el Padre en relación a las otras personas es su principio o su base.

Por consiguiente: «se atribuye al Padre el poder judicial en cuanto que es principio del Hijo; pero la razón misma del juicio se atribuye al Hijo, que es el arte y la sabiduría del Padre; de manera que, como el Padre hizo todas las cosas por su Hijo por ser su arte, así también juzga todas las cosas por medio de su Hijo, por ser éste su sabiduría y su verdad».

Se comprende así que el texto citado del profeta Daniel no ofrece dificultad alguna, porque: «esto se halla significado en Daniel, donde se dice primero que «el Anciano de días se sentó»(Dan 7,9), y luego se añade que «el Hijo del hombre llegó hasta el Anciano de días, y éste le entregó el poder, el honor y el reino» (Dan 7, 13-14). Con esto se da a entender que la autoridad de juzgar está en el Padre, de quien el Hijo recibe el poder de juzgar»[19].

El poder judicial del Espíritu Santo

Por último, se puede objetar a la tesis defendida por Santo Tomás con este razonamiento: «Sólo a aquel compete juzgar a quien compete acusar; pero esto es propio del Espíritu Santo, pues se dice en el Evangelio de San Juan dice: «Cuando venga el Espíritu Santo, acusará al mundo de pecado, de justicia y de juicio» (Jn 16, 8)»[20].

Sobre estas tres inculpaciones, comenta el escriturista Bover: «El Espíritu Santo pondrá en evidencia tres hechos», indicados por Cristo: «a) El pecado del mundo por no haber creído en mí; b) la verdad y justicia de mis reclamaciones cómo Mesías e Hijo de Dios. c) la condenación fulminada contra Satanás y contra todos los que le sigan»[21]. Parece, por tanto, como se concluye en objeción que: «el poder judicial más se debe atribuirse al Espíritu Santo que a Cristo»[22].

Santo Tomás resuelve esta dificultad con la interpretación agustiniana de este poder del Espíritu Santo. Escribe: «según San Agustín, en sus Tratados sobre el Evangelio de San Juan, cuando dice Cristo que el Espíritu acusará al mundo de pecado, «es como si dijera: Él derramará la caridad en vuestros corazones. Así, pues, expulsado el temor, gozareis libertad para acusar» (Trat. 95, 1)»[23].

San Agustín llega a esta conclusión, porque explica que: «En el santo evangelio se descubren también muchos otros pasajes donde Cristo acusa de estas cosas al mundo. ¿Qué significa, pues, que, por así decirlo, atribuya propiamente al Espíritu Santo esto? ¿Parece acaso que, porque Cristo habló sólo entre la gente de los judíos, no ha acusado al mundo, de forma que se entienda que se acusa al que oye al acusador? Al contrario, se entiende que, mediante sus discípulos derramados por el orbe entero, el Espíritu Santo ha acusado no a una única gente sino al mundo, porque cuando iba a ascender al cielo les dijo esto: «No os toca saber los tiempos o momentos que el Padre puso en su potestad; pero recibiréis fuerza del Espíritu Santo que caerá de improviso sobre vosotros, y seréis mis testigos en Jerusalén y en Judea entera y en Samaría y hasta los confines de la tierra» ( Hch 1,7 -8). Esto significa acusar al mundo».

Además, este poder lo da sólo el Espíritu Santo y también Cristo: «pues el Apóstol grita: «¿O queréis recibir una prueba de este que en mí habla, Cristo?» (2 Co 13, 3,) ¿quién osará decir que mediante los discípulos de Cristo acusa al mundo el Espíritu Santo y que no lo acusa Cristo en persona? Así pues, a quienes acusa el Espíritu Santo, los acusa, evidentemente, también Cristo. Pero, porque «mediante el Espíritu Santo» iba a ser derramada «en los corazones de ellos la caridad» (cf. Rm 5, 5), la cual «echa fuera al temor» (cf. 1 Jn, 4, 18) que podría impedirles acusar al mundo que bramaba de persecuciones»[24].

Porello, puede concluir Santo Tomás y así dar respuesta a esta objeción: «de manera que al Espíritu Santo se atribuye el juicio,no bajo la razón de juicio, sino porla razón del efecto que mueve a los hombres a juzgar»[25].

 

Eudaldo Forment

 



[1][1] Laurent de La Hyre, Cristo, juez (1620-1657).

[2] SANTO TOMAS DE AQUINO, Consideraciones sobre el Credo, art. 7.

[3] Jn 5, 22.

[4] Hch 10, 42.

[5] Hch 17, 31.

[6] 1 Pdr 4, 5.

[7] SANTO TOMÁS DE AQUINO, Suma teológica, III, q. 59, a. 1, in c-

[8] Ibíd., III. q. 59, a. 1, sed c.

[9] Catecismo del Concilio de Trento, I, c. 8, n. 1.

[10]  Ibíd., I, c. 8, n. 2.

[11] Ibíd., I, c. 8, n. 3.

[12] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 678.

[13] Ibíd., n. 679.

[14] SANTO TOMÁS DE AQUINO, Suma teológica, III, q. 59, a. 1, ob. 1.

[15] Ibíd., III, q. 59, a. 1, ad 1.

[16] Ibíd., III, q. 59, a. 1, ob. 2

[17] Ibíd., III, q. 59, a. 1, ad 2.

[18] Ibíd., I, q. 33, a. 1, ad 1.

[19] Ibíd., III, q. 59, a. 1, ad 2.

[20] Ibíd., III, q. 59, a. 1, ob. 3.

[21] JOSÉ MARÍA BOVER, S.I., y FRANCISCO CANTERA BURGOS, Sagrada Biblia, Versión Crítica sobre los textos hebreo y griego, Madrid, BAC, 1947, 2 vol. II, p. 250, n. 8.

[22] SANTO TOMÁS DE AQUINO, Suma teológica, III, q. 59, a. 1, ob. 3.

[23] Ibíd., III, q. 59, a. 1, ad 3.

[24] SAN AGUSTÍN, Tratados sobre el Evangelio de San Juan, Trat 95, Com Jn 16, 8-11.

[25] SANTO TOMÁS DE AQUINO, Suma teológica, III, q. 59, a. 1, ad 3.

 

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