XXVIII. Las tentaciones de Cristo

El motivo principal del diablo[1]

En la segunda cuestión de la parte del tratado de la Vida de Cristo dedicada al curso de su vida pública, la dedica Santo Tomás a las tentaciones de Jesucristo por el diablo. Examina la conveniencia del sometimiento de Cristo a las tentaciones, del lugar y del tiempo de las mismas, y finalmente de su orden y modo.

Comienza con esta afirmación: «Cristo sufrió tentaciones por parte del diablo, porque se narra en el Evangelio que, después de su bautismo: «Jesús, lleno del Espíritu Santo, se volvió del Jordán, y fue llevado por Espíritu al desierto»[2], «para ser tentado por el diablo»[3].

A ella presenta la siguiente dificultad: «Tentar es igual que probar, «someter a prueba»; lo que no se hace sino con cosas ignoradas»; pero el poder Cristo era conocido de los mismos demonios, pues leemos en San Lucas que «no permitía hablar a los demonios, porque sabían que El era el Mesías» (Lc 4, 41)»–; por tanto, no parece que tuviera sentido que el demonio le tentará»[4].

Ello no supone dificultad alguna, porque, es razonable que el demonio le tentara. «Dice San Agustín que «Cristo se dio a conocer a los demonios en la medida que quiso, y no por cuanto es la vida eterna, sino por ciertos efectos temporales de su poder» (Ciud. de Dios, IX, 21), de los cuales podían conjeturar que Cristo fuese el Hijo de Dios».

Sin embargo, no les era fácil llegar a esta conclusión, porque: «junto con esto, veían en Él ciertas señales de flaqueza humana, que no podían dar por cierto ser Él el Hijo de Dios». Y, precisamente: «este es el motivo de querer el diablo tentarlo».

Queda confirmado porque: «se lee en San Mateo: que «luego que tuvo hambre, se le acercó el tentador» (Mt 4,3), y, por tanto, según dice san Hilario: «No se hubiera atrevido el diablo a tentar a Cristo si por el hambre no hubiera reconocido su condición humana» (Com. S. Mat, c. 3)».

Además: «esto mismo nos declara el mismo modo de proponer la tentación, diciendo: «Si eres Hijo de Dios». San Ambrosio, exponiendo estas palabras, dice: «¿Qué significa este comienzo sino que conocía que el Hijo de Dios debía venir, pero a causa de las flaquezas del cuerpo de Jesús, no se aseguraba que hubiera venido?» (Exp. Evang. S. Luc, 4, 3, l. 1)»[5].

Conveniencia de la tentación de Cristo

Explica Santo Tomás que: «Cristo quiso ser tentado» por cuatro motivos: Primero, para darnos auxilio contra las tentaciones. Por lo que dice San Gregorio: «No era indigno de nuestro Redentor querer ser tentado, puesto que vino para ser muerto, para que así venciese nuestras tentaciones con las suyas, como venció nuestra muerte con la muerte suya» (XL Hom. sobre Evang. . 1, homil. 16)». Cristo, al vencer en las tentaciones, mereció el auxilio que nos da en las nuestras.

Otro motivo, el «segundo, para advertencia nuestra, para que nadie, por santo que sea, se tenga por seguro y exento de tentaciones. Y así quiso ser tentado después del bautismo, porque, como dice San Hilario, «es contra los santificados contra los que más se ensaña el diablo, porque es para él más apetecible la victoria obtenida sobre los santos». (Com. S. Mat, c. 3). Por esto mismo se lee en el Eclesiástico: «Hijo mío, si te das al servicio de Dios, tente firme en la justicia y el temor y prepara tu alma para la tentación» (Ecle. 2, 1)».

El siguiente, el «tercero, para ejemplo, para enseñarnos de que manera hemos de vencer a las tentaciones del diablo. Y así dice San Agustín que «Cristo se ofreció al diablo para ser tentado, a fin de ser nuestro mediador en superar las tentaciones, no sólo con la ayuda, sino también con el ejemplo» (Trin., 4, 13)».

Por último, el «cuarto, para movernos a confiar de su misericordia. Por esto se dice en la Epístola a los Hebreos: «No es tal el Pontífice que tenemos que no sepa compadecerse de nuestras flaquezas, pues fue tentado en todas las cosas, para asemejarse a nosotros fuera del pecado» (Heb 4, 15)»[6].

La lucha contra las tentaciones

A pesar de estas cuatro razones de la conveniencia de las tentaciones de Cristo por el diablo, podría presentarse contra la misma el siguiente argumento: «Vino Cristo para destruir las obras del diablo, según leemos en la Epístola de San Juan: «Para esto apareció el Hijo de Dios, para destruir las obras del diablo» (1 Jn 3,8). Pero no es razonable que quien ha de destruir las malas obras de alguien, acepte ser víctima de las mismas. Luego parece inconveniente que Cristo permitiese ser tentado por el diablo»[7].

La argumentación no es válida, porque: «vino Cristo a destruir las obras del diablo, no haciendo uso de su poder, sino padeciendo del diablo y de sus miembros, y obteniendo la victoria por justicia, no por la fuerza, como explica San Agustín: «El diablo no ha de ser vencido con la fuerza sino con la justicia» (Trin. XIII, c. 13)».

Cristo venció al diablo con la justicia, porque: «en las tentaciones de Cristo se ha de considerar lo que El hizo de su voluntad y lo que padeció del diablo. El ofrecerse para la tentación fue de su voluntad. De donde se dice en San Mateo: «Fue Jesús conducido por el Espíritu al desierto para ser tentado por el diablo» (Mt 4,1). Esto dice San Gregorio que se ha de entender del Espíritu Santo, el cual «lo condujo allá donde el espíritu maligno lo había de hallar para tentarlo» (XL Hom. sobre Evang. . 1, homil. 16»[8].

En su Cadena Áurea, para la glosa de este versículo del Evangelio según San Mateo, cita Santo Tomás estas palabras de San Jerónimo: «Fue llevado, no obligado, ni cautivo, sino por el deseo de combatir». Cita también en el siguiente texto: «El diablo busca a los hombres para tentarlos, pero como el demonio no podía ir contra el Señor, Éste fue a buscarlo. Por ello se dice: que fue para ser tentado» (Pseudo-Crisóstomo, Com. Evang. S. Mateo, hom. 5)[9]

Nunca perdió Cristo su libertad, porque explica el Aquinate: «Al diablo le permitió que lo tomara y lo llevara al pináculo del templo y luego a un monte muy alto. Ni hemos de maravillarnos que quisiera ser llevado por el diablo a un monte el que permitió que los miembros del diablo le pusieran en la cruz. No se ha de entender esto de ser llevado a un monte que lo fuera por la fuerza, sino que, como dice Orígenes, Jesús: «seguía al diablo al lugar de la tentación, caminando libremente como un atleta» (Hom, sob. S. Lucas, Lc 4, 9, homil. 31)»[10].

Sobre esta victoria de Cristo, indica Benedicto XVI que: «es un descenso a los peligros que amenazan al hombre, porque sólo así se puede levantar al hombre que ha caído. Jesús tiene que entrar en el drama de la existencia humana –esto forma parte del núcleo de su misión–, recorrerla hasta el fondo (…) El descenso de Jesús «a los infiernos del que habla el Credo (el Símbolo de los Apóstoles) no sólo se realiza en su muerte y tras su muerte, sino que siempre forma parte de su camino»[11].

De manera, añade, que: «su solidaridad con todos nosotros prefigurada en el bautismo, implica también exponerse a los peligros y amenazas que comporta el ser hombre (…) Así pues, el relato de las tentaciones guarda una estrecha relación con el relato del bautismo, en el que Jesús se hace solidario con los pecadores»[12].

La tentación interna

Si como parece que decía San Bernardo: «hay una triple tentación, a saber: «la de la carne, la del mundo y la del diablo « (La condición humana, c. 12) y Cristo no fue tentado por la carne ni por el mundo», todavía se podría preguntar porqué «debió serlo por el diablo»[13].

La respuesta que da Santo Tomás es la siguiente: «Dice San Pablo: «Cristo quiso ser tentado en todo menos el pecado» (Heb 4, 15)». Precisa seguidamente que: «La tentación que procede del enemigo (del diablo) puede acaecer sin pecado, porque se verifica por sola sugestión exterior, mientras que la tentación de la carne no puede ser sin pecado, porque se realiza mediante la delectación y la concupiscencia. Dice san Agustín, en La ciudad de Dios (XIX, c.4): «Siempre hay algún pecado cuando la carne codicia contra el espíritu». Por esto Cristo quiso ser tentado por el enemigo, no por la carne»[14].

Si Cristo hubiese sido tentado por la carne, implicaría que tal tentación habría salido de Él mismo y, por tanto, del desorden de su sensualidad, tal como ocurre en nosotros al ser tentados por la carne. Era imposible que Cristo fuese tentado por el enemigo de la carne, porque: «dice San Mateo: «Lo concebido en la Virgen es obra del Espíritu Santo» (Mt 1, 20). Pero el Espíritu Santo excluye el pecado y la inclinación al mismo, que es precisamente en lo que consiste el «fomes»[15]. Y, por ello, en Cristo no se dio el «fomes» del pecado, la inclinación del apetito sensible a lo contrario a la razón o malas intenciones.

La impecabilidad de Cristo era absoluta. No pecó nunca. Ni podía pecar por ser una persona divina. Nunca se dio en Cristo pecado alguno, ni el original ni ninguno actual o personal. «Cristo tomó sobre sí nuestros defectos para satisfacer por ellos, para darnos una prueba de su verdadera naturaleza humana y también para darnos ejemplo de virtud. Pero por razón de estos tres motivos es claro que no tuvo que asumir el defecto del pecado».

En cuanto al primero, Cristo debía satisfacer por nuestros pecado, fin de la Encarnación, y, por ello, no podía tener pecado alguno, porque: «el pecado no favorece en nada la satisfacción por el pecado, antes bien la impide, como se dice en el Eclesiástico: «No se complace el Altísimo en las ofrendas de los impíos» (Eclo 34, 23)»[16]. Es cierto que: «Cristo, con su tentación y sus dolores, nos ha prestado su auxilio, satisfaciendo por nosotros. Pero el pecado no ayuda a satisfacer, sino que lo impide. Por tanto, convenía que estuviera totalmente exento de pecado; de lo contrario, la pena que sufrió sería la deuda de su propio pecado»[17].

Respecto al segundo, Cristo ciertamente asumió la naturaleza humana, pero no el defecto del pecado, porque «el pecado no prueba la verdad de la naturaleza humana, porque no es constitutivo de esta naturaleza, que tiene a Dios por causa; más bien fue introducido contra la naturaleza «por una semilla del diablo», como dice San Juan Damasceno (De fide orthod. L.3, c. 20)».

En lo que concierne al tercer motivo, sobre el ejemplo que nos dio Cristo de todas las virtudes, debe tenerse en cuenta que: «si Cristo hubiese pecado, siendo el pecado contrario a la virtud, no hubiese podido darnos ejemplo de virtudes».

Debe así concluirse que: «Cristo no asumió en manera alguna el defecto del pecado, ni del original ni del actual, según lo que dice San Pedro: «Él, en quien no hubo pecado, y en cuya boca no se halló engaño» (1 Ped 2, 22))»[18].

Tampoco Cristo se dio el «fomes», la inclinación al pecado que procede del heredado desorden de las facultades inferiores, consecuencia del pecado original. Es cierto que: «tanto el «fomes» del pecado, como la pasibilidad o capacidad de padecer y mortalidad del cuerpo tienen un mismo principio, a saber, la pérdida de la justicia original, gracias a la cual las facultades inferiores del alma estaban sujetas a la razón y el cuerpo al alma». Y, parece, por tanto que como «en Cristo se dio la pasibilidad y la mortalidad del cuerpo, también el «fomes» del pecado»[19].

En Cristo, no podía darse el «fomes» y si, en cambio, las penalidades, los sufrimientos y la muerte, propias de la pasibilidad del cuerpo, porque: «Las facultades inferiores pertenecientes al apetito sensible por su naturaleza están sometidas a la razón. No así las fuerzas y humores del cuerpo ni tampoco el alma vegetativa. De ahí que la virtud perfecta que se conforma con la recta razón no excluya la pasibilidad del cuerpo, pero sí el «fomes» del pecado cuya esencia consiste en la resistencia del apetito sensible a la razón»[20].

Como: «Cristo poseyó la gracia y las demás virtudes en un grado sumamente perfecto.»[21], no podía tener la inclinación contraria, tal como implica el «fomes». No representa ninguna dificultad que tuviese las inclinaciones naturales, que no están unidas necesariamente a la del «fomes». «La carne apetece naturalmente, por el deseo del apetito sensitivo, todo lo que le es deleitable; pero la carne del hombre, por ser animal racional, lo apetece conforme al orden y modo de la razón. Y en este sentido la carne de Cristo, por el deseo del apetito sensitivo, apetecía naturalmente el alimento, la bebida, el sueño y otras cosas de este género que son todas ellas objeto de un deseo racional, como lo prueba el Damasceno (La fe ortod., c. 14). Pero de esto no se sigue que existiese en Cristo el «fomes» del pecado, el cual supone un deseo irracional de los bienes deleitables»[22].

La tentación del mundo

Por mundo, nuestro segundo enemigo del alma, se entiende, tal como indica José María Iraburu, no «el mundo cosmos, la creación, la obra buena de Dios, el conjunto de las criaturas», sino «el mundo pecador, que es ese mismo mundo en cuanto inficionado por los errores y los pecados de los hombres»[23].

Para precisar este significado de «categoría bíblica y tradicional» cita estas palabras del Catecismo: «Las consecuencias del pecado original y de todos los pecados personales de los hombres confieren al mundo en su conjunto una condición pecadora, que puede ser designada con la expresión de san Juan: «el pecado del mundo» (Jn 1,29). Mediante esta expresión se significa también la influencia negativa que ejercen sobre las personas las situaciones comunitarias y las estructuras sociales que son fruto de los pecados de los hombres (cf. Juan Pablo II, Reconciliación y Penitencia, 16)»[24].

En otro número del Catecismo se explica que «Desde este primer pecado (el pecado original), una verdadera invasión de pecado inunda el mundo: el fratricidio cometido por Caín en Abel (cf. Gn 4,3-15); la corrupción universal, a raíz del pecado (cf. Gn 6,5.12; Rm 1,18-32); en la historia de Israel, el pecado se manifiesta frecuentemente, sobre todo como una infidelidad al Dios de la Alianza y como transgresión de la Ley de Moisés; e incluso tras la Redención de Cristo, entre los cristianos, el pecado se manifiesta de múltiples maneras (cf. 1 Co 1-6; Ap 2-3)»[25].

La tentación del mundo es externa, porque es «el ambiente anticristiano que se respira entre las gentes que viven totalmente olvidadas de Dios y entregadas por completo a las cosas de la tierra»[26], pero sus atracciones y halagos suponen el desorden interior de la carne, que no sólo los siente, sino que se deja atraer por ellos.

Para su mejor comprensión es útil la distinción de Newman entre el mundo como «algo positivamente pecaminoso» y como «solo como algo peligroso»[27]. En el primer aspecto: «el mundo, con todos sus rangos sociales, sus objetivos, sus fines, sus placeres, sus recompensas, ha sido siempre pecaminoso, desde su nacimiento, El pecado se extendió e infectó todo el sistema, de manera que aunque la traza es divina y buena, el espíritu y la vida que contiene son malos (…) Por eso dice la Escritura que «el mundo entero yace en poder del Maligno» (1 Jn 5. 19); está sumergido y empapado, por así decir, en una marea de pecado, y no hay parte alguna que permanezca en la condición original en que Dios la creó, ni una sola porción pura de las corrupciones con que Satán lo ha desfigurado»[28].

En el segundo sentido, por mundo se significa el «ocurrir de las cosas que depende de la acción humana, visible, con todos sus deberes y afanes. No es necesariamente un sistema pecaminoso; más bien ha sido ordenado por Dios mismo, y, por tanto, no puede sino ser bueno».

Debe advertirse, sin embargo, que: «aun considerándolo así, estamos obligados a no amar el mundo. Incluso en ese sentido, el mundo es un enemigo de nuestra alma, y lo es por esta razón, porque ese amor es un enemigo peligroso para seres como nosotros; es decir, que cosas buenas en sí mismas no lo son por tanto para nosotros, porque somos pecadores.»[29].

El sistema de los asuntos humanos, que constituye el mundo, «surge del conjunto de circunstancias que nos ha tocado en la vida, y está orientado a hacernos felices en esta tierra. Esta vida premia el esfuerzo y el mérito (…) De niños se nos educa para este mundo; juzgamos nuestro papel en una escena más o menos ilustre, según los casos; morimos, dejamos de existir, y se olvidan de nosotros en lo que hace al presente estado de cosas. Todo esto son cosas del mundo»[30].

Es innegable que: «el mundo promete más de lo que puede ofrecer. Los bienes del mundo y el aplauso de los hombres son buenos y, en su medida, son realmente buenos; pero tienen corta vida». Las cosan buenas de este mundo, y que son un bien para el hombre: «son especialmente peligrosas, porque al convertirse en un fin de nuestros trabajos en el mundo –que eso hacen– influyen mucho en persuadirnos de que no tienen ningún otro fin posterior. Nos acostumbran a pensar demasiado en el éxito mundano y en la prosperidad material»[31].

Al decir San Pablo que «la fe es la substancia de lo que se espera, la certeza de lo que no se ve»[32], en este sentido «opone vista y fe. Vemos el mundo presente; respecto al mundo de lo espiritual, solo creemos que existe, pero no lo vemos. Y en la medida que la vista tiene sobre nosotros un peso mayor que la fe, y lo presente más que lo futuro, así las ocupaciones y los placeres de la vida son perjudiciales para la fe. Pero no son malos en sí mismos»[33].

En consecuencia, como en Cristo, advierte Santo Tomás, su espíritu: «reprime totalmente a la carne, de suerte que no pueda ésta actuar en contra del espíritu», porque su «espíritu había alcanzado el supremo grado de fortaleza, las tentaciones del mundo no tuvieron la complicidad interior. No obstante: «aunque Cristo no tuvo que luchar interiormente contra el «fomes» del pecado, luchó, en cambio, exteriormente contra el mundo y el diablo, por cuya superación mereció la corona de la victoria (Cf. Ap 6,2)»[34]. Contra el mundo en sus dos aspectos y contra el diablo, y ambos externamente.

En Cristo, por tanto, no se dio la tentación interna de la carne, ni ningún movimiento pecaminoso, que era imposible en Él, pero a: «excepción hecha de la tentación con pecado, en lo demás fue tentado como lo somos todos». Por ello, «fue tentado con adversidades y asechanzas de parte de los fariseos, que querían atraparlo en lo que hablase (Mt 22, 15). Fue tentado con contumelias (Mt 27, 40), con azotes y tormentos». Fue conveniente, porque «si no hubiese tenido tentaciones, por no haber tenido experiencia de ellas, no se compadeciera de nosotros, y, si hubiese tenido pecado, no hubiese podido ayudarnos, más bien hubiese necesitado de ayuda»[35].

Eudaldo Forment

 



[1] Tentación de Jesús en el desierto (1908), obra de William Hole.

[2] Lc  4, 1.

[3] Mt 4, 1.

[4] SANTO TOMÁS DE AQUINO, Suma teológica, III, q. 41, a. 1, ob. 1.

[5] Ibíd., III, q. 41, a. 1, ad 1.

[6] Ibíd., III, q. 41, a. 1, in c.

[7] Ibíd., III, q. 41, a. 1, ob. 2.

[8] Ibíd., III, q. 41. a. 1, ad 2.

[9] IDEM, Cadena aurea, Cad. Mt, c. 4, lec.. 1, v. 1

[10] IDEM, Suma teológica, III, q. 41. a. 1, ad 2.

[11] Benedicto XVI, Jesús de Nazaret, Madrid, Esfera de los libros, 2000, p. 50

[12] Ibíd., pp. 50-51.

[13] Santo Tomás de Aquino,  Suma teológica, III, q. 41. a. 1, ob. 3..

[14] Ibíd., III, q.41 a.1 ad 3.

[15] Ibíd., III, q. 15, a. 2, sed c.

[16] Ibíd., III, q. 15, a. 1, in c.

[17] Ibíd., III, q. 15, a. 1, ad 3.

[18] Ibíd., III, q. 15, a. 1, in c.

[19] Ibíd., III, q. 15, a. 2, ob. 1.

[20] Ibíd., III, q. 15, a. 2, ad 1.

[21] Ibíd., III, q. 15, a. 2, in c.

[22] Ibíd., III, q. 15, a. 2, ad 2.

[23] José María Iraburu, De Cristo o del mundo, Fundación Gratis Date, Pamplona, 1997, p. 4.

[24] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 408

[25] Ibíd., n. 401.

[26] Antonio Royo Marín, Teología de la perfección cristiana, Madrid, BAC, 1968, 5 ª ed., n. 208, p. 297.

[27] John Henry Newman, Sermones parroquiales, Madrid, Ediciones Encuentro, 2007-2015, 8 vv., v. 7, Sermón 3, El mundo es nuestro enemigo, pp. 54-64, p. 57.

[28] Ibíd., pp. 57-58.

[29] Ibíd., p. 56.

[30] Ibíd., p. 55.

[31] Ibíd., p. 56.

[32] Hb 11, 1.

[33] John Henry Newman, Sermones parroquiales, op. cit., pp. 56-57.

[34] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, III, q. 15, a. 2, ad 3.

[35] IDEM, Comentario a la Epístola de San Pablo a los hebreos, c. 4, lec. 3.

2 comentarios

  
Vladimir
“Por eso dice la Escritura que «el mundo entero yace en poder del Maligno» (1 Jn 5. 19); está sumergido y empapado, por así decir, en una marea de pecado, y no hay parte alguna que permanezca en la condición original en que Dios la creó, ni una sola porción pura de las corrupciones con que Satán lo ha desfigurado»[28]”
Argumentos como el anterior dejan la impresión de que Satán es más poderoso que Dios. ¿Cómo pudo, una simple creatura, desfigurar la obra de todo un Dios?


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E.F:

«Los ángeles y los hombres, criaturas inteligentes y libres, deben caminar hacia su destino último por elección libre y amor de preferencia. Por ello pueden desviarse. De hecho pecaron. Y fue así como el mal moral entró en el mundo, incomparablemente más grave que el mal físico (...) “Porque el Dios todopoderoso [...] por ser soberanamente bueno, no permitiría jamás que en sus obras existiera algún mal, si Él no fuera suficientemente poderoso y bueno para hacer surgir un bien del mismo mal” (San Agustín, Enchiridion de fide, spe et caritate, 11, 3)» (Catecismo de la Iglesia Católica, n. 311)
«Las consecuencias del pecado original y de todos los pecados personales de los hombres confieren al mundo en su conjunto una condición pecadora, que puede ser designada con la expresión de san Juan: "el pecado del mundo" (Jn 1,29)» (Ibíd., n. 408).
«Esta situación dramática del mundo que "todo entero yace en poder del maligno" (1 Jn 5,19; cf. 1 P 5,8), hace de la vida del hombre un combate» (Ibíd., n. 409).
15/03/23 9:38 PM
  
Fvl
D. Eudaldo ¿Qué decir del formidable trabajo que está realizando, exponiendo el pensamiento de Santo Tomás?
Dios se lo pagará con seguridad en una vida eterna gloriosa. No me canso de leerle. Gracias una vez más...
19/03/23 11:16 PM

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