XXVII. Pobreza de Jesús

Conveniencia de la pobreza de Cristo[1]

En la cuestión que dedica Santo Tomás al modo de vida Cristo, después de ocuparse de la conveniencia de su elección a una vida entre los hombres y austera, lo hace seguidamente, en otros dos artículos, sobre la de su pobreza y sometimiento a la ley mosaica. Con ello queda teológicamente justificado el modo de vivir de Cristo.

Respecto a la vida pobre de Cristo en este mundo, comienza por recordar que: «se dice en el evangelio de San Mateo: «El Hijo del hombre no tiene dónde reclinar la cabeza» (Mt 8,20)». Como si dijera, tal como lo expone San Jerónimo: «¿Cómo deseas seguirme por causa de las riquezas y las ganancias del mundo, cuando mi pobreza es tan extrema que no tengo ni un hospedaje, y el techo que me cubre no es mío?» (Com. Evang S Mt, 8, 20, l. 1,). Y sobre estas palabras «para no darles motivo de escándalo, vete al mar» (Mt 17,26), San Jerónimo comenta: «Esto, entendido sencillamente, edifica al oyente cuando escucha que cuan grande Señor vivió una pobreza tan extrema, que no tuvo con qué pagar el tributo por sí y por el Apóstol». (Com. Evang S Mt, 17, 26, l. 3)»[2].

Seguidamente da cuatro razones sobre la conveniencia de la vida de Cristo en la pobreza. Primera: «porque así convenía a su oficio de predicador, para el que Él dice haber venido, con aquellas palabras que se leen en San Marcos: «Vayamos a las aldeas y ciudades próximas, para predicar en ellas, pues a esto he venido» (Mc 1, 38). Es conveniente que los predicadores de la palabra de Dios, puedan darse totalmente a la predicación, y para ello estén enteramente libres del cuidado de las cosas seculares. Esto no pueden hacerlo los que tienen riquezas. Por esto el Señor, al enviar a los Apóstoles a predicar, les dijo: «No poseáis oro ni plata» (cf. Mt 10,9). Y los mismos Apóstoles decían: «No es justo que nosotros abandonemos la palabra de Dios para servir a las mesas» (Act 6, 2)».

La segunda razón es porque Cristo: «a la manera que aceptó la muerte corporal para darnos la vida espiritual, así soportó la pobreza temporal para darnos las riquezas espirituales, según la sentencia de San Pablo: «Ya conocéis la gracia de nuestro Señor Jesucristo, que por nosotros se hizo pobre, para enriquecernos con su pobreza» (2 Cor 8, 9)».

La tercera: «para que no se atribuyese su predicación a codicia de las riquezas si las tuviera. Por lo cual dice San Jerónimo que si los discípulos tuviesen riquezas, hubiera parecido que «predicaban no por amor la salvación de los hombres, sino por amor a la ganancia» (Com. Evang S Mt. 10, 9. l. 1,). Y la misma razón vale para Cristo».

Cuarta, porque convenía la pobreza no sólo por su tarea de la predicación, para enriquecer a los hombres, y para que no se le atribuyera afán de lucro, sino también para: que: «más se mostrase[1]el poder de su divinidad cuanto parecía más abatido por la pobreza. Por esto se dice que: «Eligió cuanto había de pobre, de vil, de mediocre y, para la mayoría, de oscuro, a fin de mejor declarar cómo la divinidad transformaba el orbe de la tierra. Y así escogió una madre pobre, la patria todavía más pobre; y del todo careció de dinero. Y esto es lo que explica el pesebre» (Sermón del Concilio de Efeso, P. 3, c. 9; Teodoto Ancirano, homil. l Nav.)»[3].

Posibles inconvenientes a la vida pobre de Cristo

En este mismo artículo, Santo Tomás presenta y resuelve tres dificultades a la conveniencia justificada de la pobreza de Cristo. La primera es la siguiente: «Cristo debió llevar la vida más ideal. Pero tal vida es la equidistante entre la riqueza y la pobreza, según se dice en los Proverbios: «No me des ni mendicidad ni riquezas; dame sólo lo necesario para vivir» (Prov 30, 8)». Puede inferirse de ello que «Cristo no debió llevar una vida pobre sino una vida moderada»[4].

Sobre ella, hace dos observaciones. Una, que: «La sobreabundancia de las riquezas, lo mismo que la mendicidad, son de evitar por aquellos que aspiran a llevar una vida virtuosa, en cuanto son ocasiones de pecado, pues la abundancia es ocasión de soberbia, y la mendicidad la ocasión de hurtar, de mentir y hasta de perjurar. Pero Cristo, no podía incurrir en pecado, y por esto no tenía motivos para evitar los peligros que Salomón señala».

Otra, que: «Ni es ocasión de hurtar y perjurar cualquier género de mendicidad, como allí mismo parece añadir Salomón, sino la que es contra la propia voluntad, para huir de la cual el hombre roba y perjura. Pero la pobreza voluntaria está libre de este peligro. Y tal pobreza es la escogida por Cristo»[5]. La conclusión no es pues la inconveniencia de la pobreza de Cristo.

La segunda dificultad se presenta, porque según se desprende de lo dicho en los artículos anteriores: «Cristo llevó una vida común, la de aquellos con quienes vivía», en cuanto a las riquezas exteriores, que «se ordenan a las necesidades del cuerpo en lo que atañe al alimento y el vestido». Por consiguiente, parece que no podía llevar una vida pobre, sino que: «entre las riquezas y la pobreza, debió guardar un término medio, el común y no llevar una vida pobre»[6].

Conclusión que no es aceptable porque: «llevar una vida ordinaria en cuanto al comer y el vestir puede hacerlo uno o poseyendo bienes, o recibiendo de los ricos lo necesario. Esto fue lo que se realizó en Cristo, pues San Lucas nos dice que ciertas mujeres seguían a Cristo, y «le suministraban de sus bienes» (Lc 8, 2-3)».

Además: «como dice San Jerónimo: «fue costumbre de los judíos, y nadie tachaba de mala, por ser entre ellos antigua, que las mujeres suministrasen, a sus maestros, lo necesario para la comida y el vestido. Y porque esto podía ser motivo de escándalo entre los gentiles, dice San Pablo que él había renunciado a ello» (Com. Evang S Mt. 27, 55. l. 4,). De este modo podía obtener el sustento ordinario sin una solicitud que impidiese el oficio de la predicación; lo que no permitiría la posesión de las riquezas»[7]

En la tercera dificultad se argumenta que, por una parte: «Cristo invitó a los hombres principalmente a imitar su humildad. Y así dijo: «Aprended de mí, que soy manso y humilde» (Mt 11, 29). Por otra, que «la humildad se recomienda especialmente a los ricos, como dice San Pablo a Timoteo:»A los ricos de este mundo mándales que no sean altivos» ( 1Tm 6, 17). Luego parece, por tanto, que: «Cristo no debió llevar una vida pobre»[8].

A esta último razonamiento, Santo Tomás, le reconoce que: «En el que es pobre por necesidad no es tan laudable la humildad», como en el que rico. Sin embargo, la premisa no es aplicable en este caso, porque: «en el que es pobre por su voluntad, como lo fue Cristo, la misma pobreza es señal de humildad máxima»[9].

La pobreza de espíritu

En la Suma contra los gentiles, Santo Tomás presenta lo que sería otra objeción contra la pobreza de Cristo, porque se podría sostener que: «para demostrar que todo cuanto hay en el mundo fue creado por Él, hubiera debido tener abundancia de cosas terrenas, viviendo en la opulencia y con los máximos honores»[10].

La resuelve con la afirmación de una pobreza total de Cristo en cuanto todos los bienes que ofrece el mundo, al responder: «No fue conveniente que el Dios encarnado llevara en este mundo una vida opulenta o sobresaliente en honras y dignidades». Debía ser pobre no sólo sin la abundancia de las riquezas, sino también sin dignidades o excelencias humanas, ni honores ante los hombres.

Le convenía esta pobreza total, en primer lugar: «porque había venido para alejar al espíritu humano de las cosas terrenas y elevarlo a lo divino. Por eso fue preciso que, para mover a los hombres con su ejemplo al desprecio de las riquezas y de cuantas cosas desean los mundanos, llevase vida necesitada y pobre en este mundo».

En segundo lugar: «porque, si hubiese tenido abundantes riquezas y desempeñado el más alto cargo, lo que hizo divinamente como Dios se hubiese atribuido a su poder mundano. Por esto fue una prueba contundente de su divinidad el que sin el apoyo del poder secular mejorara totalmente al mundo»[11].

Mejora necesaria, porque, como se indica en el Catecismo de Trento, es patente:

«La condición tristísima de nuestro estado (…) porque estamos desterrados y vivimos enteramente en una región, en la que habitan los demonios, cuyo odio contra nosotros en manera alguna puede calmarse; porque son enemigos muy malignos y obstinados contra el género humano»[12].

Afirmación que quedó confirmada con la oración que el papa León XIII, el 28 agosto de 1896, mandó que rezará el sacerdote después de la Misa. En ella, se pedía al arcángel San Miguel: «Príncipe de la milicia celestial, arroja al infierno, con el divino poder a Satanás y a los otros malos espíritus, que andan por el mundo para la perdición de las almas».

Se advierte también que: «aunque por sí misma se conoce esta desgracia del linaje humano, puede, sin embargo, conocerse mucho mejor por la comparación de los demás seres y cosas creadas. En éstas, ya carezcan de razón, ya también de sensibilidad, rara vez vemos suceder que algún ser de éstos falte a sus acciones propias o al instinto o movimiento natural, de tal manera que se separe del fin que se le ha impuesto y determinado».

En cambio: «el desgraciado género humano, a cada paso está faltando; rara vez pone en práctica lo que ha pensado rectamente; muchas veces abandona y desprecia las acciones buenas, que había comenzado; el buen pensamiento, que poco ha le agradaba, luego al momento le desagrada, y, desechado aquél, cae en pensamientos malos y para sí mismo perjudiciales»[13].

Se pregunta a continuación por la «causa principal de estas miserias». Se indica que también es evidente que: «lo es el menosprecio de las inspiraciones divinas, pues cerramos los oídos a los avisos de Dios; no queremos fijar la consideración en aquellas luces, que nos ponen de manifiesto la divinidad, ni obedecemos los saludables preceptos de nuestro Padre celestial»[14].

Si se atiende a todo ello, nota Santo Tomás, que ya: «no trata nadie de engreírse a sí mismo por soberbia ni engrandecerse con bienes exteriores, con honres o riquezas. Ambas cosas atañen a la pobreza de espíritu, que puede entenderse como el aniquilamiento del hinchado y soberbio espíritu (…) o también como el desprecio de lo temporal que se hace en espíritu, esto es, de propia voluntad y por instinto del Espíritu Santo»[15].

También observa que en el Sermón de la montaña: «el Señor puso en primer lugar» la bienaventuranza que aparta de lo que constituye el obstáculo de la felicidad voluptuosa, que incluye: «la abundancia de bienes exteriores, bien sean riquezas, bien sean honores. De ellos se retrae el hombre por la virtud, usando moderadamente de ellos, y de modo más excelente por el don (del Espíritu Santo), que le inclina a despreciarlos totalmente. De ahí que se proclame como primera bienaventuranza: «Bienaventurados los pobres de espíritu», lo cual puede referir o al desprecio de las riquezas o al desprecio de los honores, por la humildad»[16].

Sobre la pobreza espiritual, se encuentra esta invitación en el Concilio Vaticano II: «Estén todos atentos a encauzar rectamente sus afectos, no sea que el uso de las cosas del mundo y un apego a las riquezas contrario al espíritu de pobreza evangélica les impida la prosecución de la caridad perfecta. Acordándose de la advertencia del Apóstol: «Los que usan de este mundo no se detengan en eso, porque los atractivos de este mundo pasan» (cf. 1 Co 7, 31)»[17] .

La vida de Cristo según la ley mosaica

En el artículo que trata sobre la vida de Cristo sometida al cumplimiento de la ley de Moisés, afirma Santo Tomás que fue siempre: «enteramente conforme a los preceptos de la ley. Prueba de ello es que también él quiso ser circuncidado, ya que la circuncisión es una declaración de querer cumplir la ley, según lo que dice San Pablo: «Yo declaro a todo el que se circuncida, que está obligado a cumplir toda la ley«» (Gal 5, 3)».

La ley no le obligaba, pero: «Cristo quiso vivir según la ley». Y por cuatro razones. «Primera, para aprobarla. Segunda, para consumarla y terminarla en sí mismo, demostrando que estaba ordenada a Él. Tercera, para quitar a los judíos la ocasión de calumniarle. Cuarta, para librar a los hombres la servidumbre de la ley, según lo que dice San Pablo: «Dios envió a su Hijo, nacido bajo la ley, para que rescatara a los que estaban bajo la ley» (Gal 4, 4-5)»[18].

Sin embargo, hay tres hechos de la vida de Cristo que parece que no eran acordes con la ley. Uno, porque: «La ley mandaba que el sábado no se hiciese obra de ninguna clase (cf. Ex 20, 8; 31, 13; Dt 5,12), como «Dios en el día séptimo descansó de todas las obras que había hecho» (Gen 2, 2)». Y, en cambio, «Jesús curó a un hombre en sábado, y le ordenó que tomara su camilla (cf. Jn 5, 5)»[19].

Otro: «Cristo hizo y enseñó (…) que todo lo que entra por la boca no mancha al hombre (cf. Mt 15,11)». Sin embargo: «esto es contrario al precepto de la ley, la cual decía que el comer y el tocar ciertos animales manchaba al hombre (cf Lev 11)»[20].

Por último: «Cristo aprobó a sus discípulos que quebrantaban la ley excusándoles de frotar espigas, el día de sábado (cf. Mt 12,1-8)»[21]. Por todo ello, parece que Cristo no vivió según la ley.

Sin embargo, ninguno de estos actos invalidan el que Cristo viviese según la ley. No quebrantó la ley del sábado, porque: «el precepto de la santificación del sábado no prohíbe las obras divinas, sino las humanas, pues aunque Dios cesó, el día séptimo, de crear nuevas cosas, obró como siempre en la conservación y gobierno de las criaturas. Y los milagros que Cristo hacía eran obras divinas. Por lo cual, dice: «Mi Padre sigue obrando todavía, y yo obro también» (Jn 5,17)».

Además, «el precepto aludido no prohibía las obras necesarias para la salud corporal. (…) Y es evidente que los milagros que hacía Cristo concernían a la salud del cuerpo y del alma. Por último: «tal precepto no prohibía las obras que pertenecían al culto divino. Por eso, (…). La orden dada por Cristo al paralítico de llevar su camilla en día de sábado tocaba al culto divino, esto es, a la alabanza del poder de Dios»[22].

En cuanto, a sus palabras sobre los alimentos: « Cristo quiso decir que el hombre no se hace impuro en el alma por la sola comida de cualquier carne, sino sólo por el significado que tenga. Si en la ley son declarados impuros ciertos alimentos, esto estaba en virtud de cierta significación simbólica. Decía San Agustín: «Si me preguntas del puerco y del cordero, te responderé que ambos son de su naturaleza limpios, porque es buena toda criatura de Dios, más por razón de cierto significado que llevan consigo, el cordero es limpio, y el puerco, impuro» (Contra Fausto, l. 6, c. 7)»[23].

Finalmente, como se ha dicho, la ley no afectaba a procurarse lo necesario para la salud del cuerpo. Por ello, cuando «los discípulos movidos por el hambre, frotaban unas espigas en día de sábado, estaban excusados de la violación de la ley como tampoco David quebrantó la ley cuando, forzado por la necesidad del hambre, comió de los panes que no le estaba permitido comer»[24].

En conclusión, deben tenerse presentes: «las palabras de Cristo «No penséis que he venido a abrogar la ley y los profetas» (Mt 5, 17), y esta explicación de San Juan Crisóstomo: «Cumplió la ley, primero, no traspasando los preceptos legales; segundo, confiriendo la justificación por la fe, lo que la ley era impotente de hacer» (Com. Evang, S. Mat., homil 16)»[25].

Eudaldo Forment

 

 



[1] James Tissot, El sermón de la bienaventuranza (1891).

[2] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, III, q. 40, a. 3, sed c.

[3] Ibíd., III, q. 40, a. 3, in c.

[4] Ibíd., III, q. 40, a. 3, ob. 1.

[5] Ibíd., III, q. 40, a. 3, ad. 1.

[6] Ibíd., III, q. 40, a. 3, ob. 2.

[7] Ibíd., III, q. 40, a. 3, ad 2.

[8] Ibíd., III, q. 40, a. 3, ob. 3.

[9] Ibíd., III, q. 40, a. 3, ad 3.

[10] ÍDEM, Suma contra los gentiles, IV, c. 54.

[11] Ibíd. IV, c. 55.

[12] Catecismo Romano, IV, c. 11, 4.

[13] Ibíd., IV, c. 11, 5.

[14] Ibíd., IV, c. 11, 6.

[15] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, II-II, q. 19, a. 12, in c.

[16] Ibíd, I-II, q. 69, a. 3, in c.

[17] Concilio Vaticano II, Lumen gentium, c. V, n. 42

[18] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, III, q. 40, a. 4, in c.

[19] Ibíd., III, q. 40, a. 4, ob. 1.

[20] Ibíd., III, q. 40, a. 4, ob. 2.

[21] Ibíd., III, q. 40, a. 4, ob. 3.

[22] Ibíd., III, q. 40, a. 4, ad 1.

[23] Ibíd., III, q. 40, a. 4, ad 2.

[24] Ibíd., III, q. 40, a. 4, ad 3.

[25] Ibíd., III, q. 40, a. 4, sed c.

 

4 comentarios

  
Pedro de Torrejón
Jesucristo era pobre materialmente ; y muy rico moral y espiritualmente. La verdadera riqueza es espiritual y celestial. Ya lo dice el Salmo:" viejo soy , y joven fui : nunca he visto al justo desamparado ,ni a su descendencia mendigando el pan "....

La verdadera pobreza y miseria; también
son psicológica ,mental y espiritual. Los pobres y hambrientos que se acercaban a Jesús ; eran colmados de bienes espirituales, y de alimentos para el alma ,y para el cuerpo. Jesucristo sanaba a los enfermos y daba de comer a los que tenían hambre , cuándo multiplicó los panes y los peces. También sacó de apuros a unos novios recién casados cuando se les acabó el vino.

Si todo el mundo buscará en primer lugar el Reino de Dios y su justicia ,y se esforzará un poco en querer trabajar con sus manos ; no habría hambres ni guerras en el mundo.!!!

01/03/23 5:16 PM
  
Fernando Ares
MUY BUEN ARÍCULO.
Y CLARO POR CIERTO..
03/03/23 10:26 PM
  
Ángel
Excelente. Don Eudaldo, ¿ha publicado o piensa publicar estos artículos en forma de libro? Gracias por su trabajo.
05/03/23 8:46 AM
  
1/4/1939
Y porque Jesucristo era pobre, los ricos le rechazan.
Y porque Jesucristo era célibe, los anticristos le odian.
06/03/23 10:12 PM

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