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2.03.15

XII. La cooperación humana a la gracia

Cooperación libre por la gracia

El examen de  la doctrina  de la justificación, expuesta por el concilio de Trento, revela que no rechaza la tesis de la primacía absoluta de la gracia de Dios, tal como los protestantes acusaban de hacerlo a la Iglesia Católica. Lo que el Concilio no admitía  es que, en la justificación, no se regenere al hombre y sólo sea considerado como justo, porque se le haya perdonado la culpa, pero que internamente continúe siendo pecador. De manera parecida al efecto que produce la amnistía a un asesino, que aunque se le conceda el perdón por su delito, continúa  siendo un asesino.

Frente a esta posición luterana, Trento afirmaba  que la gracia produce una renovación interna en el hombre, que permite que haga con la gracia obras libres, buenas y meritorias de la vida eterna. De este modo en la justificación se da también la cooperación del hombre. Sin embargo, tal cooperación no supone que la justificación este causada por una parte por Dios y por otra por el hombre, porque es Dios el que hace que el hombre coopere, pero libremente.

En su justificación, la libre cooperación de hombre no quita la iniciativa y primacía soberana de la gracia en las buenas obras, incluso la puramente negativa de no poner obstáculos es causada por la misma gracia de Dios. A su vez tampoco la gracia quita la libertad humana. El libre albedrío tiene siempre un papel esencial en las buenas obras de la gracia.

 

La objeción de la parte humana

Claramente se encuentra expresada esta misma doctrina por San Bernardo, Doctor de la Iglesia. El monje cisterciense, abad de Claraval, expuso fielmente  la enseñanza de San Agustín, que a su vez había explicado y desarrollado la de San Pablo, cuya síntesis la había formulado al decir: «Por la gracia de Dios soy lo que soy; su gracia no ha sido vana en mí. Antes bien he trabajado más que todos ellos (los apóstoles); pero no yo, sino la gracia de Dios conmigo»[1].

El llamado «último de los Padres de la Iglesia», porque en su época, primera mitad del siglo XII, hizo presente y continuó la teología de los Padres, comienza su obra De la gracia y del libre albedrío, contando que: «Hablaba un día delante de algunos de las operaciones maravillosas que la gracia de Dios hacia en mí ya previniéndome para lo bueno, ya acompañándome en todo el curso de mi acción, ya, en fin, dando a ésta su perfección por un efecto particular de su bondad, cuando cierto sujeto de los circunstantes, tomando la palabra, me hizo esta objeción: Si Dios hace la obra toda entera en ti, ¿qué parte puedes pretender en ella? ¿O qué motivo tienes para  esperar su recompensa? (…) ¿dónde están nuestros méritos? ¿Sobre qué se fundará nuestra esperanza?».

A estas consecuentes preguntas, la respuesta de San Bernardo fue: «Escucha a San Pablo, que nos lo enseña: “Nos ha salvado por un efecto de su misericordia y no por el mérito de las buenas obras que hemos hecho” (Tt 3, 5) ¿Qué? ¿Pensabas acaso que habías criado tus méritos y que podías salvarte por tu propia justicia, tú que ni siquiera puedes pronunciar el nombre de Jesús sin un socorro particular del Espíritu Santo? ¿Es posible que hayas echado en olvido lo que el mismo Jesucristo ha dicho: “Sin mí no podéis hacer nada” (Jn 15, 5)? ¿Y lo que está en otra parte escrito: “No está el poder en aquel que corre o que quiere, sino en Dios, que hace misericordia” (Rm 9, 16)?»[2].

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