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15.04.15

XV. La eficacia de la Gracia

El mérito y la caridad

            Está definido por la Iglesia que el hombre por sus buenas obras merece el aumento de la gracia –con el de los hábitos infusos de las virtudes y el de los dones del Espíritu Santo, que implica–, la vida eterna y el grado de gloria. Expresamente ha declarado: «Si alguno dijere que las buenas obras del hombre justificado, de tal manera  que no son también méritos del mismo justificado; o que el mismo justificado por las buenas obras, que hace por la gracia de Dios y los méritos de Cristo, de quien es un miembro vivo, no merece verdaderamente el aumento de la gracia, de la vida eterna y la consecución de la misma vida eterna, con tal de que muriese en gracia, y el aumento de la gloria, sea anatema»[1].

            Las obras meritorias suponen siempre la libertad regenerada por la misma gracia de Dios. Afirma Santo Tomás que: «Nuestros actos son meritorios en cuanto proceden del libre albedrío, movido por Dios por la gracia. De ahí que todo acto humano, si está bajo el libre albedrío y es referido a Dios, puede ser meritorio»[2].

            Esta referencia a Dios hace que: «La obra meritoria no se diferencia de la no meritoria, en que se haga, sino en como se haga. Pues nada hay que un hombre realice meritoriamente y por caridad, que otro no pueda querer o hacer e incluso querer sin mérito»[3].

            Una obra muy pequeña realizada por caridad, virtud sobrenatural que se refiere a Dios como fin último sobrenatural, es sí misma mucho más meritoria que otra más grande realizada con menos caridad o por otro motivo. El mérito viene así determinado por la caridad, por el amor a Dios, que, a la vez hace amar todo aquello que pertenece a Dios y en donde se refleja.

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