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15.03.15

XIII. Gracia, libertad y mérito

La regeneración de voluntad libre por la gracia

Las tesis de San Agustín y San Bernardo sobre la gracia y la libertad fueron también claramente expuestas por Bossuet, en su libro de diálogo con el protestantismo Exposition de la doctrina de l’Église Catholique sur les matières de controverse. El celebre predicador francés del siglo XVII comienza esta obra notando que: «Después de más de un siglo de discusiones con los lideres de la religión, pretendidamente reformada, las materias  que fueron objeto de su ruptura, deben ser aclaradas, y explicadas las posiciones de la Iglesia católica. Parece así que lo mejor que puede hacerse es  proponerlas simplemente, y distinguirlas muy bien de las que falsamente le han sido imputadas».

Confiesa seguidamente que: «En efecto, he observado en diferentes ocasiones que la aversión que estos lideres tenían a la mayoría de nuestras posiciones, estaba unida  a  ideas falsas que habían concebido, y a menudo a ciertas palabras que de tal manera  les chocaban, que  sólo se fijaban en ellas y  nunca pasaban a considerar el fondo de las cosas».

Añade que, para evitar estos inconvenientes y dar a conocer la enseñanza católica, seguirá la doctrina del Concilio de Trento. «Es por eso que he creído que nada les podría ser más útil que explicarles lo que la Iglesia definió en el Concilio de Trento, tocando las materias que más les alejan de nosotros, sin detenerme a lo que acostumbran a objetar a doctores en concreto, o contra cosas que no  son aprobadas necesaria y universalmente»[1].

Al empezar la explicación de la justificación, uno de los puntos más controvertidos, nota Bossuet, por una parte,  que una cuestión muy importante en el conjunto de todo su tratado, porque: «La materia de la justificación hará (…), que sean  todavía mayormente esclarecidas  cuántas dificultades pueden suscitarse de una simple exposición de nuestra posición»[2].

Por otra, que: «Los que conocen, aunque sea poco la historia de la pretendida Reforma, no ignoran que  todos los primeros autores,  propusieron este tema a todo el mundo como el principal, y como el fundamento más esencial de su ruptura;  es, por ello,  el que es el más necesario entender bien»[3].

Los creyentes católicos creemos –afirma, en primer lugar–, que: «Nuestros pecados nos son remitidos gratuitamente por la misericordia divina, por causa  de Jesucristo” (C. de  Trent., s. VI, cap. IX). Estos son  los propios términos del concilio de Trento, que añade  que se dice que somos justificados gratuitamente, porque ninguna cosa que preceda a  la justificación, sea la fe, o sean las obras,  puede merecer esta gracia (Ibíd. c. VIII)».

Sobre la cuestión central de la justificación, la determinación del estado del pecador justificado, considera Bossuet que: «Como la Escritura nos explica la remisión de los pecados, ora diciendo que Dios los cubre, u ora diciendo que los quita, y que los borra por la gracia del Espíritu Santo, que nos hace nuevas criaturas: creemos que hay que juntar  estas dos expresiones, para formarse  la idea perfecta de la justificación del pecador».

Los católicos, a diferencia de los reformadores: «Es por eso que creemos que nuestros pecados, no solamente son cubiertos, sino que son totalmente borrados por la sangre de Jesucristo, y por la gracia que nos regenera, que, lejos de oscurecer o de disminuir la idea que se debe tener del mérito de esta sangre, por el contrario lo aumenta al contrario y lo ensalza».

También frente a las tesis protestantes, añade Bossuet, que, como consecuencia, el perdón que conlleva la justificación no es algo externo, sino que afecta internamente al pecador. «Así la justicia de Jesucristo es no solamente imputada (atribuida), sino actualmente  comunicada a los fieles por obra del Espíritu Santo, de manera  que no solamente son reputados (considerados), sino hechos justos por su gracia».

Hay un argumento racional, que aporta seguidamente: «Si la justicia que está en nosotros fuera justicia sólo a los ojos de los hombres, no sería  obra del Espíritu Santo: es, pues, igualmente justicia delante de Dios, porque es el mismo Dios quien la hace en nosotros, derramando la caridad en nuestros corazones»[4].

 Sin embargo, advierte Bossuet que, en el estado de naturaleza reparada  la justificación no es completa ni perfecta, porque: «es muy cierto que “la carne ansia contra el espíritu, y el espíritu contra la carne (Ga 5, 17) ” y que “tropezamos todos en muchas cosas” (St 3,2). Así aunque nuestra justicia sea verdadera por la infusión de la caridad, no es en absoluto justicia perfecta por causa del combate de la codicia: aunque el gemido continuo de un alma arrepentida de sus faltas hace deberle lo más necesario de la justicia cristiana. Lo que nos obliga a confesar humildemente con santo Agustín, lo que nuestra justicia tiene en esta vida consiste más bien en la remisión de los pecados que en la perfección de las virtudes»[5].

 

El mérito de las buenas obras hechas por la gracia

Bossuet dedica el capítulo siguiente al de la justificación a las buenas obras.  Lo titula «El mérito de las obras», por  la cuestión conexa del papel de las obras humanas en la justificación, o sobre el esfuerzo o mérito del hombre en el cumplimiento de los mandamientos, negado por el protestantismo, especialmente el luterano.

Comienza también citando el Concilio de Trento: «Sobre el mérito de las obras, la Iglesia católica enseña que: “la vida eterna debe serles propuesta a los hijos de Dios, como una gracia que misericordiosamente les es prometida por medio de Nuestro Señor Jesucristo, y como una recompensa que fielmente es dada a sus buenas obras y a sus méritos, en virtud de esta promesa” (C. Trento, Just., XVI)  Son los propios términos del concilio de Trento».

Las buenas obras son meritorias y tienen recompensa: «Pero por temor de que el orgullo humano sea halagado por la opinión de un mérito presuntuoso, el mismo Concilio enseña que todo el precio y el valor de las obras cristianas proviene de la gracia santificante, que se nos da gratuitamente en nombre de Jesucristo, y que es un efecto de la influencia continua de esta divina cabeza sobre sus miembros».

Es necesario que el hombre, para salvarse haga obras buenas, y, para ello, es  ayudado por la gracia de Dios, que regenera nuestra voluntad. «Verdaderamente los preceptos, las exhortaciones, las promesas, las amenazas y los reproches del Evangelio hacen ver suficientemente que hace falta que operemos nuestra salvación por el movimiento de nuestras voluntades con la gracia de Dios que nos ayuda».

Debe tenerse en cuenta, para comprender en que consiste esta ayuda, que: «Es un primer principio, que el libre albedrío no puede hacer nada que conduzca a felicidad eterna, sino en tanto que es movido y elevado por el Espíritu Santo».

El sentido el mérito de las buenas obras se explica desde esta acción de la gracia de Dios, actuante en la voluntad libre del hombre, para que haga buenas obras. «Así la Iglesia que sabe que este divino Espíritu, que hace en nosotros por su gracia todo el bien  que hacemos, debe creer que las buenas obras de los fieles son muy-agradables a Dios, y de gran consideración delante de Él: y es justamente se sirve de la palabra  mérito, con toda la antigüedad cristiana, principalmente para significar el valor, el precio y la dignidad de estas obras que hacemos por la gracia».

Observa Bossuet que esta es la doctrina del mérito de las buenas obras enseñada por el Concilio de Trento. De manera que: «Así como toda su santidad viene de Dios que la hace en nosotros, la misma Iglesia recibió en el concilio de Trento como doctrina de fe católica, la palabra de san Agustín, que “Dios corona sus dones coronando el mérito de sus servidores” (C. Trento, VI, XVI)»[6].

En el capítulo XVI del Decreto sobre la justificación del Concilio de Trento,  titulado «Del fruto de la justificación, esto es, del mérito de las buenas obras y de la naturaleza de este mismo mérito», se dice: «No quiera Dios que el cristiano confíe ni se gloríe en sí mismo, y no en el Señor, cuya bondad es tan grande para con todos los hombres, que quiere que sean méritos de éstos los que son dones suyos»[7].

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