LXXXVIII. El misterio de la Encarnación

1032. –¿Por qué, después del tratado sobre la Santísima Trinidad de la «Suma contra los gentiles», se ocupa el Aquinate del misterio de la Encarnación?

–Al comenzar el tratado de la Encarnación, escribe Santo Tomás que: «puesto que, como se ha dicho al hablar de la generación divina, al Señor Jesucristo le convenían unas cosas según la naturaleza divina y otras según la humana, en la cual se quiso encarnar el Hijo eterno de Dios asumiéndola en el tiempo, queda ahora por tratar del misterio mismo de la Encarnación».

Indica además que el misterio de la Encarnación es «entre todas las obras divinas, el que más excede la capacidad de nuestra razón, pues no puede imaginarse hecho más admirable que este de que el Hijo de Dios, verdadero Dios, se hiciese hombre verdadero».

Añade Santo Tomás que, como consecuencia: «siendo lo más admirable, se seguirá que todos los demás milagros estarán relacionados con la verdad de este hecho admirabilísimo porque: «lo supremo de cualquier género es causa de lo contenido en él» (Aristóteles, Metafísica I)»[1].

1033. –¿En que consiste el misterio de la Encarnación?

–La Encarnación, cuya palabra deriva de la expresión del evangelista San Juan, «El Verbo se hizo carne»[2], es «el misterio de Dios hecho hombre para nuestra salvación»[3]. Consiste en la unión de la persona divina del Verbo con una naturaleza humana, formada en el seno de la Santísima Virgen María, por la que esta naturaleza individual quedó elevada y subsistiendo en la segunda persona de la Trinidad divina.

Por esta unión, Jesús, nombre personal del hijo de María –que significa en hebreo «Dios salva», y que le fue dado por el ángel Gabriel en la anunciación de la Encarnación, expresando con ello su identidad y misión, que es la de Cristo (nombre griego del Mesías, que quiere decir «el ungido»)–, es el Hijo único de Dios, y, por tanto, el Señor («Kryos» en griego), titulo divino de poder, honor y gloria.

1034. –¿El misterio de la Encarnación se encuentra en las Escrituras?

–Afirma Santo Tomás que: «confesamos esta admirable encarnación de Dios por enseñárnosla la autoridad divina». Indica seguidamente: «San Juan dice: «Y el Verbo se hizo carne y habitó entre nosotros» (Jn 1, 14). Y el apóstol San Pablo, hablando del Hijo de Dios, dice: «Quien, existiendo en la forma de Dios, no retuvo ávidamente el ser igual a Dios, antes se anonadó, tomando forma de siervo y haciéndose semejante a los hombres, y en la condición de hombre» (Flp 2, 6-7)».

Escribe Francisco Canals, sobre este anonadamiento –al explicar la doctrina del patriarca de Alejandría, San Cirilo, de la primera mitad del siglo IV, sobre la licitud de la expresión «Madre de Dios», que se aplicaba desde antiguo a la Virgen María–, que el argumento del doctor de la Iglesia se formulaba de este modo: «no queremos decir que la naturaleza divina se origine de la naturaleza humana, ni que se confunda con ella; no queremos decir que la persona divina comience a ser en el tiempo y provenga de una mujer; tampoco decimos que Dios sea finito y que sea niño que crece en el sentido de que lo divino como tal tenga crecimiento; decimos que, puesto que Dios ha querido redimirnos, y para ello ha querido ser hombre como nosotros, el Hijo de Dios no ha venido a unirse con un hombre que hubiese nacido de María, sino que él mismo se ha hecho hombre, naciendo de ella»[4].

El Verbo se hace hombre, de manera que: «no ha asumido un hombre, ni descansado en un hombre que fuera Cristo, el hijo de María, sino que el Verbo de Dios se ha hecho hombre, porque para redimirnos misericordiosamente quiso asumir todo lo nuestro, con nuestra pequeñez, nuestro sufrimiento, nuestra limitación, excepto el pecado del que venía a redimirnos. San Cirilo se apoya bellísimamente en la Escritura y dice: «Si Dios, en su misericordia por nosotros, ha querido, Él mismo, se ha hecho pequeño como nosotros». Nosotros no blasfemamos al decir que el Hijo de Dios sufre por nosotros, sino que agradecemos el descenso misericordioso de Dios. Dios ha querido hacerlo, podía hacerlo y lo ha hecho»[5].

1035. –Añade Canals que, con ello: «la «humildad de Dios» –la expresión es de san Juan de la Cruz– se había manifestado en la Encarnación». ¿Qué significa que Dios es humilde?

–Después de citar las palabras de San Pablo, de la carta a los Filipenses, reproducidas por Santo Tomás, comenta Canals: «(Dios) ha querido ser como un hombre y en la misma condición de humano; no es pecaminoso nacer pequeñito e ir creciendo, sino que es una muestra de que Dios quiere redimirnos de verdad y para ello, como dice el obispo Torras y Bages, «puestos a bajar de lo infinito a lo finito, de lo eterno a lo temporal, no iba a quedarse a mitad de camino, prefirió comenzar en el seno de una mujer, nacer en una aldea y ser pobre»; porque si para encarnarse hubiera nacido en un palacio real no hubiéramos sentido la cercanía a nosotros del Dios encarnado; así manifestó su amor en las condiciones más sencillas y comunes, en la pobreza de la cotidianidad rural de una aldea de Galilea».

Como consecuencia: «Todo lo que tengamos que decir de Dios Hijo, de la segunda persona de la Santísima Trinidad, es lo que nos relatan los Evangelios: que era tenido por hijo de José, el carpintero de Nazaret; que vivió treinta años de vida oculta, tan ordinaria y común, que después de predicar en la sinagoga, al empezar la vida pública decían: «¿No es éste el hijo del carpintero?», como si dijéramos, «cualquier hijo de vecino», y se preguntaban de donde le venía tanta sabiduría. Lo cual quiere decir que tenían a José por uno de tantos, que nunca había destacado. Salvo las operaciones angélicas y la Providencia divina sobre él, lo más adecuado es pensar que en su vida entre los hombres, ni José ni María obraron milagros»[6].

Por la «humildad divina», explica Canals: «el tierno descender misericordioso sobre el hombre había puesto de manifiesto (…) que fuese posible decir que quien era Dios crecía, se cansaba, trabajaba y lloraba. Por la misericordiosa economía, por la que Dios ha querido ser hombre como nosotros, es por lo que el Verbo se ha hecho hombre, no se ha unido a un hombre sino que ha asumido una naturaleza en una unidad real, personal e hipostática, y no meramente moral o de actitud. Es Dios mismo quien nace de María, María es Madre de Dios»[7].

1036. –¿Hay más manifestaciones del misterio de la Encarnación en la Sagrada Escritura?

–Indica seguidamente Santo Tomás que: «También lo muestran suficientemente las palabras del mismo Señor Jesucristo que a veces habla de sí humilde y llanamente; por ejemplo: «El Padre es mayor que yo» (Jn 14, 28) y ‘Triste está mi alma hasta la muerte’» (Mt, 26, 38), y son cosas estas que le convienen según la humanidad asumida. Por el contrario, otras veces, dice de sí cosas sublimes y divinas: «Yo y el Padre somos una sola cosa» (Jn 10, 30), y «Todo cuanto tiene el Padre es mío’» (Jn 16, 15), que le competen según la naturaleza divina» (c.27).

Además, la vida de Jesús confirmó estas afirmaciones, porque, como nota Santo Tomás: «lo demuestran también los hechos que leemos del mismo Señor. Pues que temió, se entristeció, tuvo hambre, murió, pertenece a la naturaleza humana; pero que curó enfermos por su propio poder, resucitó muertos, ejerció un dominio eficaz sobre los elementos del mundo, expulsó a los demonios, perdonó los pecados, resucitó de entre los muertos cuando quiso y, finalmente, que subió a los cielos, demuestran en Él un poder divino»[8].

1037. –¿La Iglesia ha definido este gran misterio?

–Sí, lo hizo solemnemente en el IV Concilio Ecuménico de Calcedonia (451) de la siguiente forma: «Ha de confesarse a uno solo y el mismo Hijo, nuestro Señor Jesucristo, perfecto en la divinidad y perfecto en la humanidad, verdaderamente Dios, y verdaderamente hombre de alma racional y de cuerpo; consustancial con el Padre en cuanto a la divinidad, y el mismo consustancial con nosotros en cuanto a la humanidad, semejante en todo a nosotros, menos en el pecado (Hbr. 4, 15); engendrado del Padre antes de los siglos en cuanto a la divinidad, y en los últimos días, por nosotros y por nuestra salvación, engendrado de María Virgen, madre de Dios, en cuanto a la humanidad; que se ha de reconocer a uno solo y el mismo Cristo, Hijo, Señor unigénito en dos naturalezas, sin confusión, sin cambio, sin división, sin separación; en modo alguno borrada la diferencia de naturalezas por causa de la unión, sino conservando, más bien, cada naturaleza su propiedad y concurriendo en una sola persona y en una sola hipóstasis; no partido o dividido en dos personas, sino uno solo y el mismo Hijo unigénito, Dios Verbo, Señor Jesucristo, como de antiguo acerca de El nos enseñaron los profetas, y el mismo Jesucristo y nos lo ha transmitido el Símbolo de los Padres»[9].

De esta confesión del Concilio de Calcedonia se sigue que la unión del Verbo divino con la naturaleza humana de Cristo no se realizó fundiéndose las dos naturalezas en una sola. Después de la unión, las dos naturalezas permanecen perfectamente íntegras e inconcusas, como si no se hubiera realizado la unión de ambas con la persona divina del Verbo. No se fusionaron, por tanto, entre sí para constituir una sola u otra tercera.

1038. –¿Era necesaria la Encarnación del Verbo

–La Encarnación no era necesaria de modo absoluto, o imprescindiblemente, para la salvación del hombre, y, con ello, para la satisfacción y reparación de su pecado. Reconoce Santo Tomás, en la Suma teológica, que la justicia divina: «exige del género humano una satisfacción por el pecado». Sin embargo, Dios: «si hubiera querido sin satisfacción alguna liberar al hombre del pecado, no hubiera obrado contra su justicia».

No ocurre así en la justicia humana, porque: «no puede perdonar la culpa o la pena, respetando la justicia, aquel juez que debe castigar la culpa cometida, sea contra otro hombre, sea contra la comunidad entera, sea contra un gobernante superior». El juez es sólo un administrador de justicia, que debe actuar conforme a ella. No ocurre así en Dios, porque: «Dios no tiene superior y Él es el bien común y el bien supremo de todo el universo».

Por consiguiente: «si Dios perdona un pecado que tiene razón de culpa, porque se comete contra El, a nadie hace injuria. Como el hombre que misericordiosamente perdona, sin exigir satisfacción, una ofensa cometida contra Él, no comete injusticia». Dios no está supeditado a una justicia independiente o superior a Él. En Dios, «la justicia depende de su misma voluntad»[10] , y, por ello, «Él es la misma justicia»[11]. Lo confirma la misma Escritura, porque: «David, cuando pedía misericordia, decía: «Contra a ti solo pequé» (Sal 50, 6), como si dijera: «Sin injusticia puedes perdonarme»[12], ya que únicamente a Ti te ofendí y Tú eres el juez supremo.

El condonar, o el exigir sólo una satisfacción inferior por justicia imperfecta, o una reparación totalmente fuera de la justicia, serían actos de la misericordia divina, pero no contrarios a su rigurosa justicia, porque: «cuando Dios usa de misericordia, no obra contra su justicia, sino que hace algo que está por encima de la justicia, como el que diese de su peculio doscientos denarios a un acreedor a quien no debe más que ciento, tampoco obraría contra la justicia; lo que hace es portarse con liberalidad y misericordia».

Igualmente: «hace el que perdona las ofensas recibidas, y por esto San Pablo llama «donación» al perdón, al escribir: «Donaos unos a otros como Cristo os donó» (Ef 4, 32). Por donde se ve que la misericordia no destruye la justicia, sino que, al contrario, es su plenitud. Y por esto dice el apóstol Santiago: «la misericordia aventaja al juicio» (Sant 2, 13)».

1039. –¿Por la justicia estricta y perfecta de Dios fue necesaria la Encarnación?¿ –La Encarnación del Verbo fue absolutamente necesaria en el orden de la justicia estricta y perfecta, porque, como ha notado Royo Marín, en este plano, «para una satisfacción condigna», o rigurosa, «se requiere no sólo la igualdad entre lo debido y lo pagado», que podía haber sido con la concesión de una gracia para pagar lo debido, y así reparar la deuda contraída por el pecado, aunque hubiera sido según una justicia imperfecta, porque Dios habría dado lo que después se le devuelve, tal como ocurre con el mérito de toda gracia.

También se precisa: «la igualdad entre el acreedor y el que satisface la deuda. Pero sólo el Verbo –u otra cualquiera de las personas divinas– puede reunir estas condiciones tomando carne humana. Luego, en este supuesto, la Encarnación era absolutamente necesaria para la redención del género humano».

Advierte asimismo el teólogo tomista que el pecado: «abrió entre Dios y los hombres un abismo infinito, imposible de rellenar por parte del hombre, si Dios le exigía una reparación de justicia estricta (…) Sólo un Hombre-Dios podía salvar la distancia infinita entre Dios y nosotros, y pagar la deuda totalmente y con bienes propios»[13].

Hay que advertir, por último, que, según Santo Tomás, aunque Dios hubiera podido perdonar el pecado sin la reparación por justicia estricta y perfecta, como se ha dicho, sin embargo, por la Encarnación, y más concretamente por la pasión de Cristo, fue mayor su misericordia. La razón que da es la siguiente: «La liberación del hombre por la pasión de Cristo convenía tanto a la misericordia de Dios como a su justicia. A la justicia, porque mediante la pasión satisfizo por el pecado del género humano, y así fue el hombre liberado por la justicia de Cristo. Convenía también a la misericordia, porque no pudiendo el hombre satisfacer por sí mismo el pecado de toda la naturaleza humana, Dios le dio a su hijo como satisfactor (…) Y esto fue mayor misericordia que si hubiera perdonado los pecados sin satisfacción alguna»[14].

1040.¿La Encarnación fue entre todos los modos posibles de redención el más conveniente?

–Sostiene Santo Tomás que la Encarnación considerada en cuanto a la misma naturaleza de Dios fue convenientísima, porque: «la naturaleza de Dios es la bondad. Por tanto, todo cuanto pertenece a la razón de bien conviene a Dios». Como: «a la razón de bien pertenece el comunicarse a los demás, y asi lo expresa Dionisio (Nom. Div., 4, 20), pertenece a la razón de bien sumo el comunicarse a la criatura de modo supremo.

Este modo sumo de comunicación se da en la Encarnación. «Esta comunicación soberana se verifica cuando Dios «une a sí la naturaleza creada de manera tal que se constituye una sola persona de tres realidades: el Verbo, el alma y la carne», o cuerpo, como dice San Agustín (Trin., XIII, 17)». Por consiguiente: «fue conveniente que Dios se encarnara»[15].

Tal conveniencia no supone necesidad para Dios. La Encarnación fue una comunicación externa y finita, no como la que realiza Dios en su actividad de su naturaleza con sus procesiones internas. Además: «el misterio de la Encarnación no implica cambio alguno en Dios, pues uniéndose a la criatura, o, mejor dicho, uniendo la criatura a sí mismo, es ella la que cambia, y no Él». Lo que no implica dificultad alguna, porque: «la criatura es mutable por naturaleza, y no hay inconveniente en que no exista siempre de la misma manera. Y por eso así como la criatura comenzó a existir sin haber existido antes, así también fue conveniente que, no estando unida a Dios desde el principio, le fuese unida después»[16]. La Encarnación se debe a la voluntad amorosa y libre de Dios.

También fue convenientíma la Encarnación para que se nos manifestaran varios atributos divinos, porque: «parece muy conveniente que las cosas invisibles de Dios se manifiestan por medio de las visibles. Para esto fue creado el mundo, como enseña San Pablo: «lo invisible de Dios es conocido mediante sus obras» (Rm 1, 20). Pero según dice San Juan Damasceno, por el misterio de la Encarnación: «se muestran a un tiempo la bondad, la sabiduría, la justicia y el poder de Dios», o la virtud de: «la bondad, porque no despreció la flaqueza de nuestra propia carne; la justicia, porque por ese mismo misterio venció al tirano y arrancó al hombre de la muerte; la sabiduría, porque halló la mejor solución al problema más difícil; y el poder, o la virtud, infinito, porque no existe nada mayor que hacerse hombre» (La fe ortodoxa, c. 1)»[17].

1041. –¿La redención por la Encarnación fue necesaria para al género humano?–Explica Santo Tomás que: «una cosa puede ser necesaria para alcanzar un fin de dos modos: o como algo sin lo que la cosa no puede existir, por ejemplo, la comida, necesaria para la conservación de la vida», es decir de manera necesaria absolutamente. «O como algo con lo que se puede alcanzar el fin de modo más perfecto y conveniente, por ejemplo, el caballo para viajar», y, por tanto, con una necesidad relativa.

Si se aplica la distinción a la Encarnación, se advierte que: «en el primer sentido no puede afirmarse que fuese necesaria para la redención la encarnación del Verbo, pues Dios, que es omnipotente, pudo llevarla a efecto de mil manera distintas». También, que, en cambio: «en el segundo sentido, si fue necesaria. Por eso dice San Agustín: «No pretendemos que Dios, a cuya potencia todas las cosas están igualmente sometidas, no tenía otro medio de salvarnos, sino sólo que no había modo más a propósito para sacarnos de nuestra miseria» (Trin. 9, 10)».

Afirmación cuya verdad se comprueba por el bien que nos hace. «En primer lugar, por el hecho de la Encarnación, nuestra fe se hace más cierta, puesto que cree a Dios mismo que habla (…) En segundo lugar, nuestra esperanza se acrecienta», porque muestra lo que nos ama Dios. «En tercer lugar, nuestra caridad es inflamada sobremanera por este misterio», pues nos hace devolver el amor a Dios por su amor, que nos ha dado. «En cuarto lugar, se encarnó para movernos al bien obrar, dándonos el más alto ejemplo con su vida».

Por último, en quinto lugar: «la Encarnación es necesaria para la plena participación de la divinidad, que constituye nuestra bienaventuranza y el fin de la vida humana, y que nos es conferida por la humanidad de Cristo, pues, como dice San Agustín: «Dios se hizo hombre para que el hombre se hiciese Dios» (Serm. 128).

También queda probada la conveniencia de la Encarnación por su utilidad para apartarnos del mal. «En primer lugar, el hombre aprende a no tenerse en menos que el demonio ni venerar al que es el autor del pecado (…) En segundo lugar, se nos instruye sobre la gran dignidad de la naturaleza humana para que no la manchemos pecando (…) En tercer lugar, porque, como dice San Agustín, para destruir la presunción del hombre «la gracia de Dios nos ha sido dada en Cristo sin ningún mérito de nuestra parte» (Trin. 13, 17). En cuarto lugar, porque: «la soberbia del hombre, que es el mayor de los impedimentos que dificultan nuestra unión con Dios, puede ser confundida y curada por tan grande humildad de Dios» (Trin. 13, 17).

Finalmente, en quinto lugar: «para librar al hombre de su esclavitud, pues esto, como añade el mismo San Agustín «debió hacerse de tal modo que el diablo fuese vencido por la justicia de Jesucristo hombre» (Trin 13, 20), lo cual tuvo lugar mediante la satisfacción de Cristo por nosotros. Un puro hombre no podía satisfacer por todo el género humano, y Dios no estaba obligado a hacerlo; convenía, pues, que Jesucristo fuese Dios y hombre a la vez». Nota, por último, Santo Tomás, que: «hay todavía multitud de bendiciones que se siguen de la Encarnación, pero que sobrepasan la comprensión humana»[18].

1042. –¿El Verbo se hubiese encarnado si no fuera para la redención del género humano?

–Sobre esta cuestión indica Santo Tomás que: «unos dicen que el Hijo de Dios se habría hecho hombre aunque el hombre no hubiese pecado. Otros sostienen lo contrario»[19]. Así, por ejemplo, a propósito de estas palabra de San Pablo: «Cristo vino a este mundo para salvar a los pecadores» (1 Tim 1, 15), dice la Glosa: «el motivo de la venida de Cristo no fue otro que el salvar a los pecadores. Suprimid las enfermedades y las heridas y no habrá motivo para que exista la medicina» (Glos. Ord., VI, 117B)»[20].

Sostiene Santo Tomás que: «parece más razonable la opinión de estos últimos, porque: «las cosas que dependen únicamente de la voluntad de Dios, y a las cuales la criatura no tiene ningún derecho, no podemos conocerlas a no ser por la Escritura. Y como en todos los lugares de ésta se asigna como razón de la Encarnación el pecado del primer hombre, es mejor decir que la Encarnación ha sido ordenada por Dios para remedio del pecado, de tal manera que, sin pecado del que redimir, la Encarnación no habría tenido lugar».

Sin embargo, advierte, que, con esta opinión, que parece más conforme con la Sagrada Escritura y con la de los Padres de la Iglesia, no se supone que: «el poder de Dios quede limitado por ello, porque el Verbo hubiera podido encarnarse aun sin existir el pecado»[21].

1043. –En la primera opinión se sostiene que, aunque el hombre no hubiese pecado, se hubiese encarnado el Verbo para proporcionar todos los otros beneficios ya señalados. ¿Qué razones se pueden dar desde la misma contra la opinión del Aquinate?

–Santo Tomás aporta varios argumentos que parecen probar que se hubiera dado igualmente la Encarnación sin el pecado del hombre, y también da su respuesta a estas dificultades a su propia posición. En la primera, se observa que, como se ha reconocido, a la Encarnación se le deben muchos beneficios. Por tanto: «Dios se hubiese encarnado, aunque el hombre no hubiese pecado»[22].

A ella responde Santo Tomás: «Todas las otras causas que hemos señalado de la Encarnación se reducen al motivo principal del pecado. Pues si el hombre no hubiese pecado hubiera podido, iluminado por la luz de la divina sabiduría, y perfeccionado por Dios en una rectitud moral perfecta, conocer todo lo que le era necesario. Pero, como el hombre, apartándose de Dios, se entregó a lo corporal, fue conveniente que Dios se hiciese carne a fin de salvarle por medio de lo corporal. Por eso dice San Agustín, comentando la expresión «el Verbo se hizo carne» (Jn 1, 14), que «la carne te había cegado, ahora te sana; porque Cristo vino en la carne para extinguir los vicios de la carne» (Com. Evang. S. Jn, 1, 14)»[23].

Otra argumentación se basa en que «es propio de la omnipotencia divina perfeccionar sus obras y manifestarse en ellas por algún efecto infinito». Con la Encarnación: «se manifiesta un efecto infinito del poder divino, pues en ella dos seres distantes entre sí infinitamente, Dios y el hombre se unen. Con lo cual parece también que alcanza su perfección máxima el universo»[24]. Por consiguiente, el universo parece reclamar esta perfección, independientemente que el hombre pecara.

Replica Santo Tomás que: «La omnipotencia de Dios se manifiesta en la misma creación de las cosas de la nada. Y para la perfección del universo basta que la criatura de un modo natural se ordene a Dios como a su fin. Mas que la criatura se una en persona a Dios rebasa el ámbito de su perfección natural»[25], unión que se da en la Encarnación.

1044. –Dios se encarnó para quitar el pecado. ¿Qué fue lo que redimió el pecado original, hábito legado por Adán, o los pecados actuales, que comete cada hombre?

–Sostiene Santo Tomás que: «Cristo vino a este mundo no sólo para borrar el pecado original, que se transmite de unos a otros, sino también para borrar todos los pecados cometidos ulteriormente», los pecados actuales o personales.

Advierte seguidamente que: «Esto no quiere decir que todos los pecados se perdonen de hecho –y esto por culpa de los hombres que no se adhieren a Cristo, según la expresión de San Juan: «Vino la luz al mundo, y los hombres amaron más las tinieblas que la luz» (Jn 3, 19)–, sino que Cristo ofreció una satisfacción suficiente para la expiación de todo pecado. Pues como escribe San Pablo, «no es el don como fue el pecado, pues por el pecado de uno solo vino el juicio para condenación; más el don, después de muchas transgresiones, acabó en la justificación» (Rm 5, 15-16)»[26].

Al respecto, notaba San John Henry Newman que: «La necesidad que tenemos los pecadores de purificarnos de vez en cuando de las culpas que se nos acumulan constantemente y gravan nuestra conciencia. Siempre estamos pecando y aunque Cristo ha muerto una vez para siempre para librarnos del castigo, sin embargo, no hemos sido perdonados de una vez para siempre, sino según y cuando cada uno de nosotros implora ese don»[27].

Recordaba que los cristianos, o: «criaturas regeneradas por el Bautismo, y aunque esa regeneración los ha purificado definitivamente, siempre están obligados a rociar la sangre de Cristo sobre su conciencia, a renovar, por así decir, su Bautismo».

La razón es porque: «tenemos la misma naturaleza de Adán, en el mismo sentido que si no hubiera habido Redención en el mundo. Sí: la redención ha llegado a todo el mundo, pero el mundo no por eso se ha transformado de arriba abajo; este cambio, no es el que Cristo ha traído. Nosotros cambiamos uno por uno, la raza humana es lo que era, pecadora; lo mismo que antes de la venida de Cristo, con las mismas malas pasiones, la misma voluntad esclavizada. La historia de la redención, para realizarse, debe comenzar con cada uno de nosotros, y continuar durante toda la vida»[28].

Sobre el pecado original y su importancia, observaba que para el hombre: «Es muy humillante y a la vez la única verdadera introducción a la predicación del Evangelio»[29]. Añade, para explicarlo, que es un hecho de experiencia que: «los hombres se avergüenzan de su baja cuna o de tener delincuentes en la familia. Pues bien, ese tipo de vergüenza es el que se le impone a todo hijo de Adán. «Tú primer padre fue un pecador» esa es la leyenda que llevamos en la frente; el signo de la Cruz no ha hecho más que borrar la mancha, pero dejando la marca. Esa es nuestra vergüenza; pero hago notar aquí que no tanto para humillarnos, sino para incitar nuestras conciencias a la necesidad de comparecer ante Dios en momentos establecidos»[30].

No se puede negar que, aunque sea momentáneamente, damos entrada a «la idea de la riqueza y el esplendor», y también a «la envidia, la amargura, la ira, la vanidad, la impureza, el orgullo»[31] y otras cosas parecidas. Estos «malos pensamientos», que se nos «meten en la cabeza como dardos»[32], y que se reciben «con una prontitud y un apego»[33] como algo natural: «son buena prueba de lo sucia y odiosa que es nuestra naturaleza»[34].

Comenta seguidamente: «¡Qué cantidad de miseria en un solo día, la suciedad nada más que de tocar ese cuerpo muerto del pecado que, sí, lo hemos echado fuera en el Bautismo, pero lo llevamos colgando, atado a nosotros mientras vivimos aquí abajo, y es el puente abierto por el que el Enemigo nos asalta. La mancha de la muerte está en nosotros, y la peste que nos cerca de seguro acabará por asfixiarnos si Dios no nos limpia día tras día».

1045. –¿Los pecados actuales sólo proceden de la naturaleza pecaminosa?

–Explica Newman que las tentaciones que surgen de nuestra naturaleza, son aprovechadas por el demonio, para que sus incitaciones al mal sean recibidas como de manera connatural. «Satanás tienta a través de la naturaleza (humana) y no contra ella», También incrementan estas tentaciones nuestros anteriores pecados cometidos por ellas. Más concretamente: «los hábitos de pecado que añadimos a nuestra mala naturaleza antes de volvernos a Dios. He aquí otra fuente de corrupción. En lugar de purgar los elementos malos dentro de nosotros quizá hemos consentido en ellos durante años, y es seguro que han dado sus frutos de muerte. Así pues, el pecado de Adán crece y se multiplica en nosotros»[35].

De manera que, como consecuencia de los anteriores pecados, se comete mucho: «pecado inadvertido, inevitable, resultado de anteriores transgresiones, sale aún de nuestros corazones todos los días con sólo actuar y pensar. Así mediante los pecados de juventud, el poder de la carne se ejerce sobre nosotros como una segunda naturaleza, creadora de pecado, que ayuda a la malicia del demonio»[36].

Testimonio de sus continuos pecados, son las preguntas que sobre sí mismo puede formularse todo hombre. Puede preguntarse si no es: «áspero y de mal genio, poco dado a perdonar, despiadado o despectivo, arrogante, seguro de sí mismo; si no es aficionado a las fútiles modas del mundo, ansioso de la amistad de los grandes y de participar en los refinamientos de la buena sociedad, si no se ha entregado a una actividad tan absorbente que la impide pensar en su Dios y Salvador»[37].

En cambio, podemos: «correr un riesgo si vamos por la vida descuidadamente y sin pensar, seguros de haber sido salvados por Dios de una vez, bien sea en el Bautismo, o –según creemos– en algún momento de arrepentimiento, o –según imaginamos– en el mismo momento de la muerte de Cristo (como si la entera raza humana hubiera sido perdonada y elevada de una vez y para siempre)».

Hay todavía otra posibilidad: «aún peor, si profanamente dudamos de que el hombre haya caído nunca bajo la maldición, y confiamos vanamente en la misericordia de Dios, sin advertir la auténtica miseria y el peligro infinito que supone el pecado»[38]. El hombre en este caso vive: «ignorante de la profundidad de sus culpas y confiado presuntuosamente en su inocencia –eso cree– y en la misericordia de Dios»[39].

1046. –¿No parece que Cristo, según lo dicho, viniera principalmente para borrar los pecados actuales o personales?

–En el mismo lugar, nota finalmente Santo Tomás que: «Cristo vino principalmente para borrar el pecado más grande. Pero una cosa puede ser mayor que otra de dos modos. Primero intensivamente: como es mayor la blancura cuanto es más intensa. De este modo es mayor el pecado actual que el original, porque es más voluntario». En este sentido, nuestros pecados, que no son como el pecado original, una especie de hábito, fueron satisfechos principalmente por Cristo.

Sin embargo, como se puede considerar la gravedad del pecado: «en segundo lugar, extensivamente: como se dice mayor la blancura que ocupa una superficie más amplia. Y de este modo, el pecado original, que ha corrompido todo el género humano, es mayor que cualquier pecado actual, que es propio solamente de la persona que lo comete. Bajo este respecto, Cristo vino principalmente para borrar el pecado original»[40].

1047. –¿Fue conveniente que la Encarnación se realizase en el momento de la historia en que ocurrió?

–Sobre esta cuestión afirma Santo Tomás que: «Dios se encarnó en el momento más oportuno». Por su sabiduría y su bondad, dispuso que fuese en el tiempo más idóneo y beneficioso. Lo confirma: «lo que se dice en la Epístola a los galatas: «Cuando vino la plenitud de los tiempos, envió Dios a su Hijo, nacido de mujer» (Gal 4, 4); a cuyo propósito comenta la Glosa: «la plenitud de los tiempos es la época fijada por Dios Padre para enviar a su Hijo» (Glosa de Pedro Lombardo de las epístolas de San Pablo)».

1048. –¿La Encarnación hubiera sido conveniente al principio de la creación?

–Como «Dios lleva a cabo todas las cosas sabiamente», se puede sostener que: «no fue conveniente que se encarnase al principio del mundo»[41]. Argumenta seguidamente, Santo Tomás, en primer lugar, que no hubiera sido conveniente que la Encarnación hubiese tenido lugar con anterioridad del pecado del hombre, porque, dado que: «la obra de la Encarnación se ordena principalmente a la reparación de la naturaleza humana por la abolición del pecado, es cosa clara que no fue conveniente que Dios se hiciese hombre antes del pecado, pues la medicina se aplica a los enfermos y no a los sanos, según dice el Señor: «No está el médico para los que gozan de buena salud, sino para los enfermos; yo no he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores» (Mt 9, 12-13)».

En segundo lugar, sostiene Santo Tomás que: «tampoco fue conveniente que Dios se hiciese hombre, inmediatamente después de la caída». Una razón es la siguiente: «del mismo pecado que tuvo su origen en la soberbia, era preciso que el hombre para ser salvado, se humillase y reconociera la necesidad de un libertador».

Otra, es por: «el orden de progreso en el bien, que exige el que se vaya de lo imperfecto a lo perfecto»[42]. Se dio así el sucesivo perfeccionamiento de la ley, la ley natural por la ley de la Escritura, y esta por la ley del amor de Cristo[43]. Además, explica Santo Tomás que: «sobre lo que dice San Pablo a los gálatas: «Promulgada por ángeles, por mano de un mediador» (Gal 3, 19), comenta la Glosa: «Es un designio magnífico de Dios el que después de la caída del hombre, no enviase inmediatamente a su Hijo. Dejó primero al hombre a su libre arbitrio para que, en la ley natural, experimentase sus propias fuerzas. Después cuando decayó, Dios le dio la ley; con la cual aumentó el mal, no por defecto de la ley, sino de la naturaleza viciada. Dios permitía esto para que el hombre, reconociendo su propia debilidad, llamara al médico y buscase el auxilio de la gracia» (Glosa ord. VI, 83B)»[44].

Una tercera razón de la conveniencia de la posterioridad del momento de la Encarnación se debe a: «la dignidad misma del Verbo encarnado. Porque otra Glosa, comentando la expresión de San Pablo «cuando llegó la plenitud de los tiempos» (Gal 4, 4), dice que «cuanto más grande era el juez que venía, tanto más larga debía ser la serie de profetas que le precediese» (Glosa de Pedro Lombardo de las epístolas de San Pablo)».

1049. –¿No podía haberse diferido la Encarnación hasta el fin de los tiempos?

–Muestra Santo Tomás que no sólo no era conveniente que la Encarnación se hubiese realizado antes del pecado de Adán, ni en seguida de haberlo cometido, sino que tampoco debía ser al fin del mundo. No podía ser muy al final de la historia: «para que no se entibiase la fe con el excesivo transcurso del tiempo. Porque, cuando se acerque el fin del mundo, «se enfriará la caridad de muchos» (Mt 24, 12). Y San Lucas dice: «Cuando venga el Hijo del hombre, ¿crees que encontrará fe sobre la tierra?» (Lc 18, 18)».

Un segundo motivo, que da Santo Tomás, es el siguiente: «La naturaleza humana alcanza en la Encarnación la plenitud de la perfección, y por eso no convenía que el Verbo se hiciese hombre desde el principio. Pero, por otra parte, el Verbo encarnado es causa eficiente de la perfección humana, pues, como dice San Juan, «de su plenitud recibimos todos» (Jn 1, 16) y, por ello, no debía aplazarse la Encarnación hasta el fin del mundo. Lo que ocurrirá al fin de los tiempos será la consumación de la gloria, a la cual el Verbo encarnado debe conducir la naturaleza humana».

El tercero, lo encuentra en lo que se dice en el libro Cuestiones del Antiguo y Nuevo Testamento: «Está en manos del donante el tiempo y la proporción en que quiera ejercer la misericordia. Por eso vino Cristo cuando juzgó que el socorro era oportuno y que tal beneficio había de ser agradecido. Cuando el conocimiento de Dios comenzó a oscurecerse entre los hombres y las costumbres empeoraron por una cierta dejadez, Dios se dignó enviar a Abraham, para que se convirtiese en ejemplo de un conocimiento de Dios y de unas costumbres renovados. Y por seguir siendo lánguida la veneración debida a Dios, envió por medio de Moisés la Ley escrita. Y porque los gentiles la despreciaron no sometiéndose a ella, y por no observarla ni siquiera los que la recibieron, el Señor, guiado por su misericordia, envió a su Hijo para que, una vez concedido a todos los hombres el perdón de los pecados, los ofreciese al Padre justificados» ( Pseudo-San Agustín, Ambrosiaster, I, c. 83)».

Comenta Santo Tomás que: «si se hubiera aplazado este remedio hasta el último día, hubiesen desaparecido totalmente de la tierra el conocimiento de Dios, la reverencia a Él debida y la honestidad de las costumbres».

Por último, nota queel momento en el que el Verbo se encarnó permitió que: «la omnipotencia divina», puediera salvar: «al hombre de múltiples formas: no sólo por la fe en Cristo futuro, sino también por la fe en Cristo presente y pasado»[45]. De este modo Cristo estuvo por la fe como Salvador en los tres períodos del tiempo de la historia, que marcaron su venida. En el futuro, en el Antiguo Testamento, como el Mesías esperado; en el presente, en su vida terrena; y en el pasado, en el tiempo después de la Encarnación hasta su nueva venida. Por consiguiente, la época en que se realizó la Encarnación permitió que, aunque de distintas maneras, la redención de Cristo abarcara a toda la historia de la humanidad.

Eudaldo Forment

 



[1] Santo Tomás de Aquino, Suma contra los gentiles, IV, c. 27.

[2] Jn 1, 14.

[3] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, III, prol.

[4] Francisco Canals Vidal, Los siete primeros concilios. La formulación de la ortodoxia católica, Barcelona, Editorial Scire, 2003, pp.80-81.

[5] Ibíd., p. 81.

[6] Ibíd., p. 82,

[7] Ibíd., pp. 82-83.

[8] Santo Tomás de Aquino, Suma contra los gentiles, IV, c. 27.

[9] Dz–Sch 148.

[10] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, III, q. 46, a. 2, ad 3.

[11] Ibíd., III, q. 46. a. 2, ob. 3.

[12] Ibíd., III, q. 46, a. 2, ad 3.

[13] Antonio Royo Martín, Jesucristo y la vida cristiana, Madrid, BAC, 1961, p. 30.

[14] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, III, q. 46, a. 1, ad 3.

[15] Ibíd., III, q. 1, a. 1, in c.

[16] Ibíd., III, q. 1, a. 1, ad 1.

[17] Ibíd., III, q. 1, a. 1, sed c.

[18] Ibíd., III, q. 1, a. 2,  in c.

[19] Ibíd., III, q. 1, a. 3, in c.

[20] Ibíd., III, q. 1, a. 3, sed c.

[21] Ibíd., III, q. 1,  a.3, in c.

[22] Ibíd., III, q. 1, a. 3, ob. 1.

[23] Ibíd., III, q. 1, a. 3, ad 1.

[24] Ibíd., III, q. 1, a. 3, ob. 2.

[25] Ibíd., III, q. 1, a. 3, ad 2.

[26] Ibíd., III, q. 1, a. 4, in c.

[27] John Henry Newman, Sermones parroquiales, Madrid, Ediciones Encuentro, p. 2007, vol. I, serm. 7, pp. 108-118, p. 108.

[28] Ibíd., p. 109

[29] Ibíd., p. 111.

[30] Ibíd., p. 112.

[31] Ibíd., p. 113.

[32] Ibíd., p. 112.

[33] Ibíd., p. 113

[34] Ibíd., p. 112.

[35] Ibíd., p. 113.

[36] Ibíd., pp. 113-114.

[37] Ibíd., p. 118.

[38] Ibíd., p. 110.

[39] Ibíd., p. 118.

[40] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, III, q. 1, a. 4, in c.

[41] Ibíd., III, q. 1, a. 5, sed c.

[42] Ibíd., q. 1, a. 5, in c.

[43] Cf. ÍDEM, Exposición de los dos mandamientos de la caridad  y de los diez mandamientos, Prol. I.

[44] ÍDEM, Suma teológica, III,  q. 1, a. 5, in c.

[45] Ibíd., III, q. 1, a. 6, in c.

1 comentario

  
Fvl
Gracias D. Eudaldo por su sabiduría al exponer de forma tan magistral la Encarnación en el pensamiento de Santo Tomás. Dios le bendiga, porque nos hace más llevaderos estos tiempos de incertidumbre y sufrimientos...
18/08/20 10:44 PM

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