LXXXV. La presencia del Espíritu Santo

990. –Además de la procesión del Verbo, hay en Dios otra, que da origen al Espíritu Santo ¿Cómo explica el Aquinate que deba afirmarse su existencia?

–En el capítulo siguiente, el quince de esta cuarta y última parte de la Suma contra los gentiles, Santo Tomás indica que: «La autoridad de las divinas Escrituras no sólo nos declara la existencia del Padre y del Hijo en la Divinidad, sino que enumera con estos dos al Espíritu Santo».

Son muchos los pasajes de la Escritura en los que se afirma la existencia del Espíritu Santo. En este capítulo, Santo Tomás, cita dos, al escribir: «Dice el Señor: «Id, pues, enseñad a todas las gentes bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» (Mt 28, 19); y dice San Juan: «tres son los que dan testimonio en el cielo: el Padre, el Verbo y el Espíritu Santo» (1 Jn 5, 7)».

Añade además: «La Sagrada Escritura hace también mención de cierta procedencia del Espíritu Santo, porque dice en el Evangelio de San Juan: «cuando venga el Paráclito, que yo os enviaré de parte del Padre, él dará testimonio de mí» (Jn 15, 26)»[1]. Queda asimismo afirmado, por tanto, en este texto, que el Paráclito, el abogado y consolador, al que se invoca, por proceder de las otras dos Personas es distinto de Ellas.

En la Suma teológica, explica también que: «En Dios hay dos procesiones: la del Verbo y otra. Para patentizarlo hay que tener en cuenta que en Dios no hay procesión más que por razón de las operaciones que no tienden a algo extrínseco, sino que permanecen en el mismo agente».

Como también se ha dicho: «en la naturaleza intelectual, esta clase de acciones son la del entendimiento y la de la voluntad. Por la acción de la inteligencia se produce el verbo, y por la operación de la voluntad hay también en nosotros otra procesión, que es la procesión del amor, por la cual lo amado está en el que ama, como por la concepción del verbo la cosa dicha o entendida está en el que entiende. De aquí pues, que además de la procesión del verbo, se admita en Dios otra procesión, que es la procesión del amor»[2].

991. –Al igual que se presentaron argumentos contra la procesión divina del verbo, ¿ocurrió lo mismo con la procesión del Espíritu Santo?

–En el capítulo siguiente de la Suma contra los gentiles, advierte asimismo Santo Tomás que: «algunos creyeron que el Espíritu Santo era una criatura superior a las otras, y se sirvieron de testimonios de la Sagrada Escritura para afirmarlo». Por tanto, negaban la divinidad del Espíritu Santo y lo reducían a criatura, e intentaban probarlo con textos escriturísticos.

Por ejemplo, señalaban lo que: «dice el Señor, hablando del Espíritu Santo: «No hablará de sí mismo, sino que hablará de todo lo que haya oído» (Jn 16, 13). De lo que parece seguirse que nada dice apoyándose en su propia autoridad, sino que sirve comosiervo aquien le manda; porque el decir lo que uno escucha parece ser cosa propia de siervos. Luego, al parecer, el Espíritu Santo es una criatura sometida a Dios».

Otra pretendida prueba era la siguiente: «Igualmente, el ser enviado es propio de un inferior, pues quien envía cuenta con autoridad para hacerlo. El Espíritu Santo es enviado por el Padre y el Hijo. Dice el Señor: «El Espíritu Santo Paráclito que el Padre enviará en mi nombre, él os enseñará todas las cosas» (Jn 14, 26); y «cuando venga el Paráclito que yo os enviaré de parte del Padre» (Jn 15, 26). Por lo tanto, parece que el Espíritu Santo es menor que el Padre y el Hijo».

Se presentaba asimismo la siguiente dificultad: «La Escritura divina, al asociar el Hijo al Padre en lo que parece ser propio de la Divinidad, no hace mención del Espíritu Santo, como se ve cuando se dice: «Nadie conoce al Hijo sino el Padre y ninguno conoce el Padre sino el Hijo» (Mt 11, 27), sin hacer mención del Espíritu Santo. Y «Esta es la vida eterna que te conozcan a ti, único Dios verdadero, y Jesucristo, a quien enviaste» (Jn 17, 3)», en donde tampoco se hace mención del Espíritu Santo».

Además, argumentaban: «también San Pablo dice: «La gracia y la paz con vosotros, de parte de Dios, nuestro Padre, y del Señor Jesucristo» (Rm 1, 7); y «Para nosotros no hay más que un Dios Padre, de quien todo procede y para quien somos nosotros, y un solo Señor Jesucristo, por quien son todas las cosas y nosotros también» (1 Cor 8, 6), tampoco aquí se alude al Espíritu Santo. En consecuencia, parece que el Espíritu Santo no es Dios».

Por último, argüían, por una parte: «Si el Espíritu Santo es verdadero Dios tendrá, necesariamente, naturaleza divina; y así, como el Espíritu Santo «procede del Padre» (Jn 15, 26) es preciso que de Él reciba la naturaleza divina. Lo que recibe la naturaleza de quien lo produce es engendrado por él, pues es propio de lo engendrado el ser producido en la especie semejante a la de su principio. Luego el Espíritu Santo será engendrado y, por tanto, Hijo. Lo cual se opone a la verdadera fe».

Por otra: «si el Espíritu Santo recibe del Padre la naturaleza divina, y no como engendrado, la naturaleza divina tendrá que comunicarse necesariamente de dos maneras, es decir: a modo de generación, como procede el Hijo, y por aquel otro modo según el cual procede el Espíritu Santo. Pero, consideradas todas las naturalezas, se ve que a ninguna le puede convenir el comunicarse de dos maneras. Luego parece que, no recibiendo el Espíritu Santo la naturaleza por generación, tampoco debe recibirla de otro modo. Y así parece ser que no es verdadero Dios».

992. –¿Quiénes negaban que el Espíritu Santo fuese Dios?

–Indica finalmente Santo Tomás que: «ésta fue la opinión de Arrio, el cual afirmó que el Hijo y el Espíritu Santo eran criaturas; sin embargo, dijo que el Hijo era superior y que el Espíritu Santo era su ministro, como sostenía también que el Hijo era menor que el Padre».

Seguidamente explica que: «en lo referente al Espíritu Santo le siguió Macedonio: «Quien pensó rectamente que el Padre y el Hijo tienen una misma substancia; cosa que no atribuyó al Espíritu Santo, por considerarlo una criatura. Y por esto algunos llamaron a los macedonios semiarrianos, porque en parte convienen con los arrianos y en parte discrepan»[3].

La herejía de Macedonio (siglo IV) fue condenada en el primer Concilio de Constantinopla (s. IV). En esta época, explica Francisco Canals: «aparece un tipo de semiarrianos que (…) reconocen que el Verbo es Dios, pero se resisten a reconocer que el Espíritu Santo enviado por Cristo desde el Padre sea también Dios. Son los macedonianos, o pneumatómacos, que significa «los que combaten al Espíritu».

En la defensa de la divinidad del Espíritu Santo, agrega Canals: «nos encontramos con una cuestión muy profunda. San Atanasio polemiza contra ellos con un argumento que también había empleado contra los arrianos que negaban la divinidad de Cristo. Los cristianos estamos destinados a tener nuestra realización completa como lo que ya somos cuando veamos Dios cara a cara, y viéndole cara a cara vivamos de su misma vida. Cuando aparezca lo que ya somos, veremos a Dios como Él nos ve a nosotros (1 Jn 3, 1-2)».

Añade seguidamente que: «la excesiva atención dada a la ley moral, como si fuese un código, sin ver que se nos manda aquello, porque se nos manda proceder según lo que somos. La heterogeneidad de la ley evangélica sobre una ley moral natural está en que ahora ya no debemos obrar meramente como hombres, según nuestra naturaleza humana, sino como hijos de Dios, según la naturaleza divina. Por eso, todas las virtudes cristianas asumen todo lo natural, pero lo trascienden para ponernos en familia de Dios»[4].

Como: «en el siglo IV esto era tan claro que no se atrevían a negarlo ni los arrianos, ni aquellos a los que los arrianos querían contaminar», era utilizado contra ellos en un «argumento», que era el siguiente: «Cristo te da vida divina. Si el fuese un Hijo adoptivo o un instrumento de Dios, entonces, por incorpórate a Él, no te ocurriría nada. Si eres miembro de Cristo, si eres verdaderamente hijo de Dios es porque Él es el Hijo natural eterno de Dios. El Espíritu Santo te es enviado a tu corazón, y porque eres hijo de Dios, te es dado el Espíritu de adopción que nos permite decir a Dios: «Abba Padre». Este Espíritu que nos envía Dios y habita en nosotros, por el cual somos hijos de Dios, es Dios mismo enviado al alma»[5].

993. –Afirma el Aquinate que: «con testimonios evidentes de la Escritura se demuestra que el Espíritu Santo es Dios». ¿Cuáles son estos testimonios?

–Uno de ellos son las palabras de San Pablo: ««¿No sabéis que vuestros miembros son templos del Espíritu Santo?» (1 Cor 6, 19)», y como: «ningún templo se consagra sino a Dios», debe concluirse que «el Espíritu Santo es Dios».

Otro es lo que dice también San Pablo:»El Espíritu lo escudriña todo, aun las profundidades de Dios. Porque, ¿qué hombre conoce las cosas del hombre, sino el espíritu del hombre que está en él? Así tampoco nadie conoció las cosas de Dios, sino el Espíritu de Dios» (1 Cor 2, 10-11). Mas el comprender todos los misterios de Dios no está al alcance de criatura alguna, como vemos por esto que dice el Señor: «nadie conoce al Hijo sino el Padre, y ni ninguno conoce al Padre, sino el Hijo» (Mt 11, 27), E Isaías, en nombre de Dios, dice: «Mi secreto es para mí» (Is 24, 16). Luego, el Espíritu Santo no es criatura», y, por tanto, es Dios.

Además: «en conformidad con la comparación del Apóstol, la relación del Espíritu Santo con Dios es como la que tiene el espíritu del hombre con el hombre. El espíritu del hombre es intrínseco al hombre, y no es de distinta naturaleza que la suya, sino que es algo suyo. Luego, tampoco el Espíritu Santo tiene distinta naturaleza que Dios».

Con otros pasajes de la Sagrada Escritura: «descubrimos que es Dios quien ha hablado por los profetas (…) y se prueba claramente que el Espíritu Santo ha hablado por los profetas, pues se dice en los Hechos de los Apóstoles: «era necesario que se cumpliese la Escritura que el Espíritu Santo predijo por boca de David». Y el Señor: «¿cómo dicen los escribas que Cristo es hijo de David? David inspirado en el Espíritu Santo le llama Señor, diciendo: Dijo el Señor a mi Señor: Siéntate a mi derecha» (Mt 22, 43-44). Y San Pedro: «en ningún momento la profecía fue hecha por la voluntad del hombre, sino que los santos hombres de Dios hablaron siendo inspirados por el Espíritu Santo» (2 Pd 1, 21)». En consecuencia, deducimos claramente de las Escrituras que el Espíritu Santo es Dios».

De modo más preciso debe sostenerse que: «La revelación de los misterios aparece en las Escrituras como obra privativa de Dios, porque se dice en Daniel: «hay un Dios en el cielo que revela los misterios» (Dn 2, 28). La revelación de los misterios aparece como obra propia del Espíritu Santo, pues dice San Pablo: «Dios nos lo reveló por su Espíritu» (1 Cor 2, 10); y más adelante en el mismo lugar: «El Espíritu habla misterios» (1 Cor 14, 2). Por lo tanto, el Espíritu Santo es Dios».

994. –¿Se afirma directamente, en la Escritura, que el Espíritu Santo es Dios?

–Indica Santo Tomás que, por un a parte: «en la Escritura el Espíritu Santo es llamado expresamente Dios. Dice San Pedro en los Hechos de los Apóstoles: «Ananías ¿por qué Satanás tentó a tu corazón para que tú mintieses al Espíritu Santo y defraudases en el precio del campo? (Hch 5, 3). Y añade: «No has mentido a los hombres, sino a Dios» (Hch 5, 4). Luego, el Espíritu Santo es Dios».

Por otra, que: «Si el Espíritu Santo no es Dios, es preciso que sea alguna criatura. Pero es indiscutible, que no es una criatura corporal. Y tampoco es espiritual. Porque ninguna criatura es infundida en una criatura espiritual, puesto que la criatura no es participable, sino más bien participante». Las criaturas participan del ser y de los llamados trascendentales –unidad, verdad y bondad–. No pueden ser infundidas a otra criatura. En cambio: «El Espíritu Santo es infundido en las almas de los santos, como participado por ellos, porque se lee que Cristo y también los apóstoles estuvieron llenos de Él. Por lo tanto, el Espíritu Santo no es criatura, sino Dios».

995. –Aunque según la Escritura: «resulta evidente que el Espíritu Santo es Dios»[6], advierte el Aquinate que: «como algunos aseguran que el Espíritu Santo no es una persona subsistente, sino que es o la divinidad del Padre y del Hijo, como parece dijeron algunos macedonianos, o incluso alguna perfección accidental de nuestra mente, que hemos recibido de Dios, por ejemplo, la sabiduría, la caridad, u otra parecida, que nosotros participamos como ciertos accidentes creados». Por ello: «debemos demostrar, en contra de ellos, que el Espíritu Santo no es ninguna de estas cosas». ¿Cómo lo demuestra el Aquinate?

–En primer lugar, para probar que el Espíritu Santo no es una cualidad accidental recibida, que posea el espíritu humano, recuerda Santo Tomás, por una parte, que: «Las formas accidentales no obran propiamente. Quien obra, en realidad, es el que las posee, y, además, al arbitrio de su voluntad. Por ejemplo, el hombre sabio se sirve de la sabiduría cuando quiere». En cambio, por no ser un accidente de un sujeto: «El Espíritu Santo obra cuando quiere, según se ha demostrado (IV, c. 17). No debemos considerar, por tanto, al Espíritu Santo como cierta perfección accidental de la mente».

Por otra, que: «El Espíritu Santo, como nos enseñan las Escrituras, es la causa de todas las perfecciones de la mente humana. Dice San Pablo: «la caridad de Dios está difundida en nuestros corazones por el Espíritu Santo, que se nos ha dado» (Rm 5, 5); y también: «a uno es dada palabra de sabiduría por el Espíritu; a otro palabra de ciencia según el mismo Espíritu» (2 Cor 12, 8); y así de las demás. Por consiguiente no debemos creer que el Espíritu Santo sea una perfección accidental de la mente humana ya que es la causa de todas esas perfecciones».

En segundo lugar, respecto a que: «con el nombre de Espíritu Santo se designa la esencia del Padre y del Hijo de modo que no se distinga personalmente de ninguno de los dos», prueba Santo Tomás que «es contrario a lo que la Escritura nos enseña sobre el Espíritu Santo» con tres argumentos.

El primero es el siguiente: «se dice en el Evangelio de San Juan que el Espíritu Santo «procede del Padre» (Jn 15, 26) y que «recibe del Hijo» (Jn 16, 14); y esto no puede referirse a la esencia divina, pues ésta ni procede del Padre ni recibe del Hijo. Luego es necesario afirmar que el Espíritu Santo es una persona subsistente»,

En el segundo, se argumenta: «La Sagrada Escritura habla manifiestamente del Espíritu Santo como de una persona subsistente; se dice en los Hechos de los Apóstoles: «Estando ellos celebrando el culto al Señor y ayunando, les dijo el Espíritu Santo: Separadme a Saulo y a Bernabé para la obra a la que los he destinado» (Hch 13, 2); y más adelante: «ellos, enviados así por el Espíritu Santo, se fueron» (Act 15, 28). En este mismo lugar dicen los apóstoles: «ha parecido al Espíritu Santo y a nosotros no imponerles más carga que estas cosas necesarias» (Hch 15, 28). Y todo esto no se diría del Espíritu Santo si no fuese una persona subsistente. Por lo tanto, el Espíritu Santo es una persona subsistente».

En el tercer y último argumento, se basa en tres pasajes de la Escritura. «Dice el Señor a los discípulos: «Id , enseñad a todas las gentes, bautizándolas en el nombre del Padre y del Hijo y del Espíritu Santo» (Mt 28, 19); y San Pablo: «La gracia del Señor Jesucristo y la caridad de Dios y la comunicación del Espíritu Santo sean con todos vosotros» (2 Cor 13, 13); y San Juan: «Tres son los que dan testimonios en el cielo: el Padre, el Verbo y el Espíritu Santo; y estos tres son una misma cosa» (1 Jn, 5, 7)».

Se puede así inferir que: «Siendo el Padre y el Hijo personas subsistentes y de naturaleza divina, el Espíritu Santo no sería enumerado con ellos si no fuera El también una persona subsistente en la naturaleza divina». Además, estas citas demuestran que el Espíritu Santo: «no sólo es persona subsistente, como el Padre y el Hijo, sino que tiene también con ellos unidad de esencia».

996. –Se podría objetar, como nota el mismo Aquinate, que: «una cosa es el «espíritu» y otra el «Espíritu Santo» Pues en algunos de los textos aducidos se dice «Espíritu de Dios» y en otros «Espíritu Santo». ¿Cómo se puede solucionar esta dificultad?

–A la objeción responde Santo Tomás que: «»Espíritu de Dios» y «Espíritu Santo» son lo mismo». Una primera confirmación de ello está: «en las palabras de San Pablo: «A nosotros nos lo reveló Dios por el Espíritu Santo», añade en confirmación de esto que «el Espíritu todo lo escudriña, hasta las profundidades de Dios» y termina: «Así también las cosas de Dios ninguno las conoce sino el Espíritu de Dios» (1 Cor 2, 10). Por lo cual vemos claramente que es lo mismo Espíritu Santo y Espíritu de Dios».

Una segunda razón de la verdad de esta identificación: «lo demuestra el dicho del Señor: «no seréis vosotros los que habléis, sino el Espíritu de vuestro Padre el que hable en vosotros» (Mt 10, 20). En lugar de estas palabras, dice San Marcos: «No seréis vosotros los que habléis sino el Espíritu Santo» (Mc 13, 11). Lo mismo es, pues, Espíritu Santo y Espíritu de Dios».

997. –Todavía se podría objetar a este segundo argumento que lo dicho en las dos citas evangélicas se podría «entender de la misma manera como el diablo llena o inhabita en algunos». ¿No queda así evidenciado que el Espíritu Santo, aunque inhabite el alma humana, podría ser una criatura?

Es cierto que el demonio, que es una criatura puede habitar en el hombre. Así «de Judas afirma San Juan que «después del bocado entró en él Satanás»; y San Pedro dice en los Hechos de los Apóstoles –como se lee en algunos manuscritos–: «Ananías, ¿por qué Satanás llenó –«tentó», en la Vulgata– tu corazón?» (Hch 2, 15)». Sin embargo, la posesión diabólica sólo supone la invasión en el cuerpo.

El diablo, no puede poseer la esencia o naturaleza humana, porque no puede estar presente en el alma del hombre. Sólo puede hacerlo Dios por su presencia de inmensidad, –que implica que lo sea por esencia, o en cuanto da y conserva el ser; por presencia, por estar siempre bajo la visión de Dios; y por potencia o por poder–, y también por la inhabitación del Espíritu Santo, en el alma justificada o en gracia. «Siendo el diablo una criatura, según consta por lo dicho, no llena a nadie haciéndole participar de sí», o de su propia vida, «ni tampoco puede inhabitar en una mente con su propia substancia».

Cuando se habla de posesión diabólica, se hace porque el diabloinvade el cuerpo de un hombre y llega a dominarlo despóticamente como si fuera suyo, pero no su alma. Y cuando se dice que«llena a algunos» es «por los efectos de su maldad».Por ello: «dice San Pablo a cierto sujeto: «¡Oh lleno de todo engaño y de toda mentira!» (Hch 13, 10)»[7]. De manera que: «una tal asunción lleva a una unión parecida a la del motor con la cosa que mueve, tal como es la del navegante con la nave, pero no como la que se da entre la forma y la materia»[8], o el alma y el cuerpo. En lugar de la propia alma, el cuerpo es dirigido por el demonio, es decir, por algo extrínseco a la naturaleza humana.

En cambio: «el Espíritu Santo, como es Dios, inhabita en la mente por su substancia y nos hace buenos por la participación de sí, puesto que El, por ser Dios, es la bondad misma. Y esto no puede decirse de verdad de criatura alguna. Y, no obstante, esto no excluye que llene por efecto de su poder las mentes de los santos».

Por consiguiente, la presencia o inhabitación del Espíritu Santo no afecta a que no pueda admitirse la divinidad del Espíritu Santo, porque «los citados testimonios manifiestan de muchas maneras que el Espíritu Santo no es criatura, sino verdadero Dios»[9].

998. –¿En que consiste la presencia de inhabitación del Espíritu Santo?

La presencia real del Espíritu Santo es también la de las otras dos personas de la Santísima Trinidad, porque donde está una divina persona están también las demás Las tres personas divinas son inseparables absolutamente, por poseer la misma esencia y por la circuminsesión, o el estar cada una en las otras dos coexistiendo y compenetrándose mutuamente.

No obstante, cada una de ellas, respecto a las criaturas tiene un ser enviado a ellas o una especial «misión». Explica Santo Tomás que: «Ser enviada corresponde a la persona divina por cuanto existe en alguien de un modo nuevo, y le corresponde ser dada, en cuanto es tenida por alguien, y ninguna de estas dos cosas puede suceder más que por razón de la gracia que nos hace gratos a Dios», por la llamada gracia santificante.

Con la realidad creada de la gracia, que da una participación de la naturaleza divina, se da también una presencia de Dios trino. «Hay un modo común por el cual está Dios en todas las cosas por esencia, presencia y potencia, como la causa en los efectos que participan de su bondad. Sobre este modo común hay otro especial que conviene a la criatura racional, en la cual se dice que se halla Dios como lo conocido en el que conoce y lo amado en el que ama».

Puesto que, por la gracia, con las virtudes y dones que le acompañan: «la criatura racional, conociendo y amando, alcanza por su operación hasta al mismo Dios, según este modo especial, no solamente se dice que Dios está en la criatura racional, sino también que habita en ella como en su templo».

Por esta presencia, es posible la experimentación mística Dios. Explica Santo Tomás que: «no se dice que tenemos sino aquello de que libremente podemos usar y disfrutar, y sólo por la gracia que nos hace gratos a Dios tenemos la potestad de disfrutar de la persona divina»[10]. De manera que: «por el don de la gracia que nos hace gratos a Dios es perfeccionada la criatura racional, no sólo para usar libremente de aquel don creado, sino para gozar de la misma persona divina»[11].

Puede concluirse, por todo ello, que: «en el mismo don de la gracia que nos hace gratos a Dios se posee al Espíritu Santo y habita en el hombre»[12]. Dios Trino habita en el alma en gracia, pero se atribuye al Espíritu Santo, no porque su presencia sea especial, sino porque la misma es un efecto del amor divino y Amor es el nombre propio del Espíritu Santo.

Sobre esta apropiación explicaba el papa León XIII que: «Con gran propiedad, la Iglesia acostumbra atribuir al Padre las obras del poder; al Hijo, las de la sabiduría; al Espíritu Santo, las del amor. No porque todas las perfecciones y todas las obras ad extra no sean comunes a las tres divinas Personas, pues «indivisibles son las obras de la Trinidad, como indivisa es su esencia» (S. Agustín, Sobre la Trindt. I, 4 y 5); porque así como las tres Personas divinas son inseparables, así obran inseparablemente (Ibíd.); sino que por una cierta relación y como afinidad que existe entre las obras externas y el carácter «propio» de cada Persona, se atribuyen a una más bien que a las otras, o –como dicen– «se apropian» (Santo Tomás, Suma Teológica, I, q. 39, a. 7)»[13].

Igualmente San Juan Pablo II, en su encíclica sobre el Espíritu Santo, explicaba que: «Dios, en su vida íntima, «es amor» (1 Jn 4, 8, 16), amor esencial, común a las tres Personas divinas. El Espíritu Santo es amor personal como Espíritu del Padre y del Hijo. Por esto «sondea hasta las profundidades de Dios» (1 Cor 2, 10), como Amor-don increado. Puede decirse que en el Espíritu Santo la vida íntima de Dios uno y trino se hace enteramente don, intercambio del amor recíproco entre las Personas divinas, y que por el Espíritu Santo Dios «existe» como don. El Espíritu Santo es pues la expresión personal de esta donación, de este ser-amor (Cf. Santo Tomás, Sum Teol,. I, qq. 37-38). Es Persona-amor. Es Persona-don».

El Espíritu Santo es Dios dado, porque: «Al mismo tiempo, el Espíritu Santo, consustancial al Padre y al Hijo en la divinidad, es amor y don (increado) del que deriva como de una fuente (fons vivustoda dádiva a las criaturas (don creado): la donación de la existencia a todas las cosas mediante la creación; la donación de la gracia a los hombres mediante toda la economía de la salvación. Como escribe el apóstol Pablo: «El amor de Dios ha sido derramado en nuestros corazones por el Espíritu Santo que nos ha sido dado» (Rm 5, 5) »[14].

999. –¿Cómo es el modo de la existencia que tiene Dios por inhabitación?

–Se han dado varias interpretaciones sobre la explicación de Santo Tomás sobre el modo como se realiza más concretamente la inhabitación divina. Sin embargo, lo más importante es tener en cuenta las palabras del papa Pío XII en la encíclica Mystici Corporis Christi: «para la inteligencia y explicación de esta recóndita doctrina ―que se refiere a nuestra unión con el divino Redentor y de modo especial a la inhabitación del Espíritu Santo en nuestras almas― se interponen muchos velos, en los que la misma doctrina queda como envuelta por cierta oscuridad, supuesta la debilidad de nuestra mente».

Nota asimismo el Papa que: «se trata de un misterio oculto, el cual, mientras estemos en este destierro terrenal, de ningún modo se podrá penetrar con plena claridad ni expresarse con lengua humana. Se dice que las divinas Personas habitan en cuanto que, estando presentes de una manera inescrutable en las almas creadas dotadas de entendimiento, entran en relación con ellas por el conocimiento y el amor (Cf. Sum. teol. I q.43 a.3, in c.), aunque completamente íntimo y singular, absolutamente sobrenatural».

Por último, recuerda que: «al hablar nuestro sapientísimo antecesor León XIII, de feliz memoria, de esta nuestra unión con Cristo y del divino Paráclito que en nosotros habita, tiende sus ojos a aquella visión beatífica por la que esta misma trabazón mística obtendrá algún día en los cielos su cumplimiento y perfección, y dice: «Esta admirable unión, que propiamente se llama inhabitación, y que sólo en la condición o estado (viadores, en la tierra), mas no en la esencia, se diferencia de aquella con que Dios abraza a los del cielo, beatificándolos» (Divinum illud munus, 11 ). Con la cual visión será posible, de una manera absolutamente inefable, contemplar al Padre, al Hijo y al Espíritu Santo con los ojos de la mente, elevados por luz superior; asistir de cerca por toda la eternidad a las procesiones de las personas divinas y ser feliz con un gozo muy semejante al que hace feliz a la santísima e indivisa Trinidad»[15].

1000. –¿Qué significa que la inhabitación en la «esencia» del hombre es lo mismo que el «abrazo» de Dios en la gloria?

–Afirma San Pablo que: «Todos nosotros, que con el rostro descubierto reflejamos como en un espejo la gloria del Señor, vamos siendo transformados en su misma imagen, cada vez más gloriosos, según obra en nosotros el Espíritu del Señor»[16].

Al comentar este versículo, explica Santo Tomás que: «Los judíos veían cierta gloria en el rostro de Moisés por haber hablado él con Dios; pero esta gloria era imperfecta, porque no era la claridad por la cual Dios mismo es glorioso, y esto sería conocer al propio Dios o bien a la gloria del Señor, esto es, al Hijo de Dios». Nosotros, como explica San Pablo, «reflejamos como en un espejo», lo que significa que lo hacemos: «conociendo al mismo Dios glorioso mediante el espejo de la razón, en la cual hay cierta imagen de Él mismo; y lo contemplamos cuando por la consideración de sí mismo asciende el hombre a cierto conocimiento de Dios, y así es transformado».

Tal transformación se explica porque: «como todo conocimiento es por la asimilación del cognoscente a lo conocido, es preciso que quienes ven se transformen de alguna manera en Dios. Y si en verdad perfectamente ven, perfectamente se transforman, como los bienaventurados en la patria por la unión de fruición. Como se dice en la Escritura: «Sabemos que cuando se manifieste seremos semejantes a Él» (1 Jn 3, 2). Más si se ve imperfectamente, imperfectamente se transformará uno, como aquí por la fe, «porque ahora vemos como por un espejo, oscuramente» (1 Cor 13, 12); y por eso se dice en el versículo «en su misma imagen». Esto es, tal como lo vemos».

La indicación «cada vez más gloriosos» permite que se pueda distinguir: «un triple grado de conocimiento en los discípulos de Cristo. El primero es de la claridad del conocimiento natural a la claridad del conocimiento de la fe. El segundo es de la claridad del conocimiento del Antiguo Testamento a la claridad del conocimiento de la gracia del Nuevo Testamento. El tercero es de la claridad del conocimiento natural y del Antiguo y del Nuevo Testamento a la claridad de la visión eterna»[17].

Idéntica interpretación dio Newman. Explica el santo inglés que, en este versículo: «San Pablo contrasta las sombras y prendas en el Antiguo Testamento de la «gloria que debía seguir» (1 Pdr 1, 11) a la venida de Cristo, con esa gloria misma. Dice que ni él ni sus hermanos los apóstoles son como Moisés, «que se ponía un velo sobre la cara» (2 Cor 3, 13). Al final, la gloria de Dios en todo su esplendor es el privilegio y el derecho de nacimiento de todos los creyentes, que ahora «con el rostro desvelado de Cristo, el Salvador, contemplan el reflejo de la gloria del Señor» y se transforman «en su semejanza de una medida de gloria a otra». Las palabras del Salvador en su última oración por loa apóstoles, y por todos sus discípulos comprendidos en ellos, nos transmiten esa misma verdad misericordiosa. «Yo les he dado la gloria que Tú me diste» (Jn 17, 22), dice»[18].

Seguidamente comenta: «Esta Alianza de gloria bajo la que subsiste ahora la Iglesia la llama San Pablo en el mismo capítulo «el ministerio del Espíritu» (2 Cor 3, 8), y en el texto se nos dice que somos transformados en la gloriosa imagen de Cristo «por el Espíritu del Señor».

Precisa también que: «La Iglesia al ser honrada y exaltada así por la presencia del espíritu de Cristo, se la llama «el Reino de Dios», «el Reino de los Cielos». El Señor también la llama así: «El Reino de los Cielos está al llegar» (Mt 10, 7) y «si uno no nace del agua y del Espíritu no puede entrar en el Reino de Dios» (Jn 3, 5)»[19].

Como consecuencia: «Desde entonces la Iglesia cristiana es un cielo en la tierra, y no es de extrañar que en un sentido y otro, su rasgo distintivo, su don, sea la gloria, porque este es el único atributo que siempre asociamos a la idea misma del cielo, según los indicios que nos da la Escritura»[20].

1001. –¿El Espíritu Santo se concede a todos los cristianos?

También recuerda Newman que el don del Espíritu Santo es concedido a cada miembro de la Iglesia, porque: «se imparte a todos en el Bautismo, como se deduce directamente de las palabras del Señor en su conversación con Nicodemo, en que hace del nacimiento mediante el Espíritu –del que también declara que se realiza mediante el Bautismo– el único medio de entrar en su Reino »[21].

El problema se encuentra en que: «si se hace resistencia al Don, su presencia se va retirando poco a poco y al ser obstaculizado en su fin principal –la santificación de nuestra naturaleza– se pierden también sus otros beneficios. Así parece actuar el Todopoderoso. Si pudiéramos ver las almas de los hombres, veríamos esto, sin duda: las de los niños recién bautizados brillantes como los querubines, como llamas de fuego elevadas hacia el cielo en sacrificio a Dios; luego a medida que pasábamos de la infancia al estado adulto, su luz interior palidecía o se fortalecía según los casos; y, de los hombres maduros, la mayoría, por desgracia, no daría más que pruebas dolorosas de que el Señor estuvo alguna vez con ellos; solo quedarían, aquí y allá, algunos testigos aislados de Cristo; y también estos, cruzados por todas partes de las cicatrices del pecado»[22].

Algo parecido temía San Agustín, porque al comentar el pasaje evangélico de la curación de los dos ciegos de Jericó[23], decía a sus fieles: «Es necesario que griten los que se hallan sentados a la vera del camino. La muchedumbre que acompañaba al Señor reprimía el grito de los que buscaban su salud. Hermanos, ¿os dais cuenta de lo que digo? Pues no sé cómo decirlo, pero sé menos aún cómo callar. Esto es lo que digo y lo digo abiertamente: Temo a Jesús en cuanto pasa y en cuanto permanece y por eso no puedo callar».

La razón de este temor se explica, porque: «Los buenos cristianos, los realmente entusiastas y deseosos de cumplir los preceptos de Dios escritos en el Evangelio, se sienten impedidos por los cristianos malos y tibios. La muchedumbre misma que acompaña al Señor les prohíbe gritar, es decir, les prohíbe obrar el bien, no sea que con su perseverancia sean curados».

Frente a este impedimento de los demás: «griten ellos, no se cansen ni se dejen como arrastrar por la presión de la masa; no imiten siquiera a los que, siendo cristianos desde antes que ellos, viven como malvados y les miran mal a causa de sus buenas obras. No digan: «vivamos como vive una multitud ya tan grande».

Pregunta seguidamente San Agustín: «¿Por qué no vivir como ordena el Evangelio? ¿Por qué quieres ajustar tu vida al reproche de la muchedumbre que te impide gritar, y no a las huellas del Señor que pasa? Te insultará, te vituperará, te invitará a volverte atrás; tú grita hasta llegar a los oídos de Jesús».

Sin embargo, «quienes son constantes en hacer lo que ordenó Cristo, sin hacer caso de los muchos que se lo prohíben, y no otorgan demasiado valor al hecho de que estos parecen seguir a Jesús –es decir, de que se llaman cristianos–, sino que tienen más amor a la luz que Cristo les ha de devolver que temor al vocerío de los que le prohíben gritar, en modo alguno se verán separados de Jesús: no sólo se detendrá; también los sanará»[24].

1002. –Además de presentar lo que refiere la Sagrada Escritura sobre el Espíritu Santo, ¿expone también el Aquinate una enseñanza teológica?

–El capítulo diecinueve del cuarto libro de la Suma contra los gentiles, lo inicia Santo Tomás con la siguiente conclusión de los anteriores dedicados al Espíritu Santo: «Instruidos por los testimonios de las Santas Escrituras defendemos firmemente que el Espíritu Santo es Dios verdadero, subsistente y distinto personalmente del Padre y del Hijo». Advierte, sin embargo, que esta exposición no puede terminar aquí, porque: «es necesario considerar de qué manera se haya de tomar esta verdad en toda ocasión para defenderla de los ataques de los infieles».

Para mostrar su racionalidad es preciso, en primer lugar, tener en cuenta que: «En cualquier naturaleza intelectual necesariamente se ha de encontrar una voluntad. Porque el entendimiento se convierte en acto por una forma inteligible en cuanto entiende, como una cosa natural se convierte en el ser natural por su forma propia». El entendimiento, al entender, ha pasado al acto por una forma inteligible, de manera parecida como los entes, que están en la realidad, pueden estar en acto por su propia forma, que poseen por naturaleza.

Estos entes, por su misma forma, están inclinados a obrar y con una finalidad. Así como: «una cosa natural, por la forma que la constituye en su especie, está inclinada a las operaciones propias y al fin propio, que consigue por las operaciones «pues tal como es una cosa así es en su obrar» (Cf. Aristóteles, Ética, III, 7), y tiende a lo que le conviene», también es necesario que: «de la forma inteligible se siga en el inteligente la inclinación a las operaciones propias y alpropio fin. Estainclinaciónes la voluntad en la naturaleza intelectual, la cual es el principio de las operaciones que hay en nosotros, con las cuales el ser inteligente obra por un fin, pues el fin y el bien son el objeto de la voluntad». Por consiguiente, Dios, por tener inteligencia, tiene necesariamente voluntad, y, además, igual que su entendimiento, se identifica con su esencia.

En segundo lugar, para justificar racionalmente que el Espíritu Santo es la tercera persona divina, hay que advertir que: «toda inclinación de la voluntad nace de la aprehensión de algo conveniente o atrayente por la forma inteligible. Y como sentir afición a una cosa en cuanto tal, es amarla, síguese que toda inclinación de la voluntad, como también del apetito sensitivo, tiene su origen en el amor».

Todas las otras pasiones nacen del amor de la voluntad: «porque, por el hecho de amar una cosa, la deseamos si está ausente y nos gozamos si está presente y nos entristecemos cuando nos la impiden y odiamos cuando nos apartan de ella, y nos encolerizamos contra ello».

Se infiere así que: «lo que se ama no sólo está en el entendimiento del amante, sino también en su voluntad, más de distinta manera en uno y en otra. En el entendimiento está según su semejanza específica; pero en la voluntad del que ama está como el término del movimiento en el principio motor proporcionado por la conveniencia y conformidad que guarda con él».

Por consiguiente, si: «en toda naturaleza intelectual hay voluntad, y Dios es inteligente, como se probó (I, c. 44), necesariamente ha de haber voluntad en Él, no en el sentido de que la voluntad de Dios sea efectivamente algo sobreañadido a su esencia, como tampoco lo es su entendimiento, según se demostró (I, cc. 72, 73); sino que la voluntad de Dios es su misma substancia. Y siendo el entendimiento de Dios su substancia también, síguese que en Dios sean una sola cosa el entendimiento y la voluntad».

Además: «como ya se demostró (I, c. 45) que la operación de Dios es su misma esencia, y la esencia de Dios es su voluntad, síguese que en Dios no hay voluntad como potencia o como habito, sino sólo como acto. Y se ha demostrado que todo acto de la voluntad radica en el amor. Luego, en Dios ha de haber amor necesariamente».

1003. –¿Qué se puede inferir de la existencia del amor en Dios?

De la procesión de amor en Dios se sigue que existe en Dios el Espíritu Santo, porque, por una parte: «El objeto propio de la voluntad divina es su bondad, como ya se demostró (I, c. 74) es preciso que Dios primera y principalmente ame su bondad y se ame a sí mismo. Habiéndose demostrado que lo amado ha de estar necesariamente en la voluntad del amante de alguna manera, y que Dios se ama a sí mismo, indefectiblemente Dios estará en su voluntad como lo amado en el amante».

Asimismo: «el amado está en el amante según el modo de ser amado, y como el amar es un cierto querer y el querer de Dios es su esencia, como también su voluntad es su esencia, por consiguiente, el ser de Dios en su voluntad, tomado como amor, no es un ser accidental como en nosotros, sino esencial. Por lo tanto, Dios considerado como existente en su voluntad, necesariamente ha de ser verdadera y substancialmente Dios». El Dios amado coincide con el mismo Dios, al igual que el Verbo de Dios es Dios.

El Espíritu Santo, o Dios amado, tiene relación con el Verbo, porque: «el que algo esté en la voluntad como el amado en el amante, dice relación a la concepción por la que es concebido intelectualmente y a la cosa misma, cuya concepción intelectual se llama verbo, pues si una cosa no fuera conocida de algún modo, no sería amada; y no sólo es amado el conocimiento de la cosa amada, sino también ella por razón de su natural bondad. Es preciso, por consiguiente, que el amor por el que Dios está en la voluntad divina, como el amado en el amante, proceda del Verbo de Dios y del Dios de quien es el Verbo»[25]. La procesión de amor da origen al Espíritu Santo, la tercera persona divina, que procede del Padre y del Hijo.

 

Eudaldo Forment

 



[1] Santo Tomás de Aquino, Suma contra los gentiles, IV, c. 15.

[2] ÍDEM, Suma teológica, I, q. 27, a. 3, in c.

[3] ÍDEM, Suma contra los gentiles,  IV, c. 16.

[4] Francisco Canals Vidal, Los siete primeros concilios, Barcelona, Editorial Scire, 2003, p. 60.

[5] Ibíd., pp. 60-61.

[6] Santo Tomás de Aquino, Suma contra los gentiles, IV, c. 17.

 

[7] Ibíd., IV, c. 18.

[8] ÍDEM, Comentarios a las Sentencias de Pedro Lombardo,  II Sent, d.8, q. 1, a. 2, ad 1.

[9] ÍDEM, Suma contra los gentiles, IV. C. 18.

[10] ÍDEM, Suma teológica, I, q. 43, a. 3, in c.

[11] Ibíd., I, q. 43, a. 3, ad 1.

[12] Ibíd.,  I, q. 43, a. 3, in c.

[13] Leon XIII, Divinum illud munus (1897). Encíclica Sobre la presencia y virtud admirable del Espíritu Santo, 5.

[14] SAN Juan Pablo II, Dominum et vivficantem (1986), Encíclica Sobre el Espíritu Santo en la vida de la Iglesia y del mundo, I, 10.

[15] Pío XII, Mysticis Corporis Christi (1943), Sobre el cuerpo místico de Cristo, II, 35.

[16] 2 Cor 3, 18.

[17] Santo Tomás de Aquino, Comentario a la Segunda Epístola a los Corintios, c. III, lect. 3.

[18] John Henry Newman, El don del Espíritu. Sermón 18, en Sermones parroquiales, Madrid, Ediciones Encuentro, 2007-2015, 8 vols, v. 3, pp. 239-252,  pp. 239-240.

[19] Ibíd., p. 240.

[20] Ibíd., pp. 241-242.

[21] Ibíd., p. 249. Cf. Jn 3, 1-21.

[22] Ibíd., p. 249.

[23] Cf. Mt 20, 29-34.

[24] San Agustín, Sermones, Serm. 88, 13.

[25] Santo Tomás de Aquino, Suma contra los gentiles, IV, c. 19.

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