LXX. La esperanza y la salvación

793. –¿La gracia, además de causar la caridad y la fe, causa también la virtud teologal de la esperanza?

–En el capítulo siguiente al dedicado a la fe, de la Suma contra los gentiles, afirma Santo Tomás: «Puede demostrarse también por estas mismas razones que la esperanza de la bienaventuranza futura es causada en nosotros por la gracia»[1].

En la Suma teológica, se explica que: «el objeto de la esperanza es el bien futuro, arduo y posible de poseerse». Además, que: «una cosa es posible de dos modos: por nosotros mismos o por los demás, como se ve en Aristóteles (Ética III, 3, 13). En cuanto esperamos algo posible por el auxilio divino, nuestra esperanza alcanza al mismo Dios, por apoyarse en su auxilio»[2]. Indica que, por ello: «la esperanza se dirige principalmente a la bienaventuranza eterna y secundariamente a las otras cosas que se piden a Dios en orden a ella»[3].

Precisa sobre los medios, que se necesitan para llegar al fin último –Dios como bienaventuranza del hombre–, que: «así como no es lícito esperar bien alguno como fin último, fuera de la bienaventuranza eterna, sino como ordenado a este fin de la bienaventuranza, del mismo modo no es lícito esperar en ningún hombre o en criatura alguna como primera causa, que conduce a la bienaventuranza».

En cambio: «es lícito esperar en el hombre o en otra criatura como agente secundario o instrumental, con que ayudarse a conseguir cualquier bien ordenado a la bienaventuranza. De esta manera recurrimos a los santos y aun pedimos algunos bienes a los hombres, y son vituperados aquellos en quienes no se puede confiar que han de prestar su auxilio». Sin olvidar que la esperanza tiene siempre: «al auxilio divino como primera causa que conduce a la bienaventuranza»[4].

La esperanza, por tanto, es una virtud sobrenatural por los medios, los auxilios sobrenaturales, en los que se confía, y también por su origen, que es Dios, que la infunde por su gracia en el alma, y por su fin, igualmente sobrenatural, por ser la bienaventuranza eterna. «Resulta, pues, evidente que el objeto principal de la esperanza, en cuanto virtud, es Dios. Además, dado que la razón de virtud teologal consiste en tener como objeto a Dios (…) es patente que la esperanza es virtud teologal»[5], y, por tanto, causada por la gracia.

794. –En su tratado de la esperanza de la Suma teológica, se presenta la siguiente objeción a la consideración de la esperanza como virtud teologal: «en el Credo, en el que hacemos profesión de fe se dice: Espero en la resurrección de los muertos y la vida del mundo futuro. Según se ha dicho, a la esperanza pertenece la expectación de la bienaventuranza futura»[6]. Parece, por tanto, que la fe y la esperanza no sean virtudes distintas, y que se reduzcan a la fe, cuyo acto es creer. La esperanza quedaría así confundida con la fe, como enseña el protestantismo. ¿Cómo responde el Aquinate a tal dificultad a la distinción de estas dos virtudes teologales?

–Santo Tomás advierte que la esperanza aparece en el Símbolo de la fe: «no porque sea acto propio de la fe, sino en cuanto que el acto de la esperanza presupone la fe»; y, por ello: «los actos de fe se manifiestan por los de esperanza»[7].

La fe y la esperanza, aunque sean virtudes teologales, y tengan: «a Dios por objeto a quien se adhieren» son distintas, porque: «de dos modos podemos adherirnos a una cosa: bien por sí misma, bien en cuanto por ella llegamos a otra». Por el primer modo: «la caridad hace que el hombre se una a Dios por Él mismo, pues une su espíritu con Dios por afecto de amor». Por el segundo: «la esperanza y la fe, en cambio, hacen que el hombre se una con Él como principio del que nos vienen otros bienes».

En cuanto a estos bienes, precisa seguidamente que respecto a la fe: «de Dios nos viene el conocimiento de la verdad y alcanzar la bondad perfecta. Por eso, la fe une al hombre con Dios en cuanto nos es principio de conocer la verdad: creemos, en efecto, ser verdadero lo que nos dice Dios». En relación a la virtud teologal de la esperanza, concreta que: «la esperanza hace que el hombre se adhiera a Dios en cuanto principio de perfecta bondad, es decir, en cuanto por ella nos apoyamos en el auxilio divino para conseguir la bienaventuranza»[8].

A su vez, la esperanza también es distinta de la caridad, porque: «la caridad propiamente encamina a Dios por la unión del afecto del hombre, con Él, de suerte que el hombre viva no para sí, sino para Dios». En cambio: «la esperanza hace tender hacia Dios como bien final que hay que alcanzar y como ayuda eficaz para auxiliarnos»[9].

795. –La esperanza, distinta de la fe y de la caridad, por ser también virtud teologal debe ser causada por la gracia ¿Cómo lo demuestra en el capítulo de la Suma contra los gentiles, que le dedica?

–Para probar que la gracia causa la esperanza, Santo Tomás utiliza un argumento, basado en esta consecuencia del orden del amor: «El amor al prójimo proviene del amor que el hombre se tiene a sí mismo, pues uno se comporta con relación al amigo como con relación a sí mismo». Además: «uno se ama a sí mismo al querer el bien para sí, como ama a otro, cuando quiere el bien para él»[10].

El hombre debe amar, en primer lugar, a Dios sobre todas las cosas, porque es amable en sí mismo y objeto de nuestra bienaventuranza; en segundo lugar, a las criaturas, que son capaces del amor de amistad para con Dios, que es principio de su bienaventuranza. Entre estas últimas, primero es el amor a sí mismo, porque, como explica Santo Tomás en la Suma teológica: «Se manda: Amarás al prójimo como a ti mismo (Lev 19, 19 y Mt 27, 39). Por donde se echa de ver que el amor del hombre a sí mismo es el modelo del amor que ha de tener a otro. Es más ser modelo que copia. En consecuencia, más debe amar el hombre con caridad a sí mismo que al prójimo»[11].

Por naturaleza, el hombre está dirigido al bien. Este es el motivo de su amor e incluso del orden en que tiene que querer a los distintos bienes. De manera que: «debe el hombre después de Dios, amarse más a sí mismo que a otro cualquiera; y esto por el motivo mismo de amar (…) pues Dios es amado cual principio del bien sobre el que se funda el amor de caridad. Y el hombre se ama a sí mismo por razón de que es participe de dicho bien, mientras que al prójimo, a causa de su asociación a este bien».

En el orden del bien y del amor, primero es el participado, después el participante y finalmente, lo que está unido, o asociado, a este último, en cuanto participante también. De manera que: «la asociación motiva el amor, pues implica una cierta unión en orden a Dios. Por eso, así como la unidad es superior a la unión, así también es mayor incentivo de amor que el hombre participe el bien divino que el que otro se le asocie en esta participación; y, en consecuencia, el hombre debe amarse más a sí mismo que al prójimo»[12]. El amor al prójimo es posible por el amor a sí mismo, que se explica por el bien pleno, que es Dios.

De todo ello, se sigue, como se indica en esta prueba de la Suma contra los gentiles, que: «es preciso que, si el hombre se siente afectado por su propio bien, se le impulse para que se afecte por el bien del prójimo». Por ello: «por el hecho de esperar un bien de otro se le proporciona al hombre un camino para amar como a sí mismo a aquel de quien espera el bien; pues se ama a otro como a sí mismo cuando el que ama quiere su bien, aunque no le reporte nada», cuando le ama con amor de benevolencia o de donación.

Sin embargo: «la amistad por la cual uno ama a otro como a sí mismo, aunque no sea por propia utilidad, reporta, sin embargo, muchas ventajas en cuanto que cualquier amigo favorece a otro como a sí mismo». El amor de benevolencia se convierte así en amor de amistad o benevolencia reciproca. «Por eso es preciso que, cuando uno ama a otro y sabe que es correspondido, tenga esperanza en él». El amor mutuo causa la esperanza, o confianza, en recibir el bien del otro.

Esta argumentación sobre la relación entre el amor y la esperanza, permite a Santo Tomás concluir que: «como la gracia que hace grato causa en el hombre el amor de Dios por sí mismo, resulta que el hombre alcanza también por la gracia la esperanza en Dios».

Recuerda además que: «Mediante la gracia el hombre se convierte de tal manera en amador de Dios, por el afecto de la caridad, que incluso es instruido por la fe de que es amado por Dios con anterioridad, según se dice en la Escritura: En eso, está la caridad, no en que nosotros hayamos amado a Dios, sino en que Él nos amo primero (Jn 4, 10)». De ello, se sigue también que: «por el don de la gracia, el hombre tiene esperanza en Dios», que ya le amó primero.

Igualmente, se deduce que: «así como la esperanza es la preparación del hombre para el verdadero amor de Dios», para la caridad, que se vivirá en la gloria y que constituirá la bienaventuranza eterna, también puede decirse, a la inversa, que: «el hombre se consolida en la esperanza mediante la caridad»[13], o el amor, que recibe por la gracia en su vida terrena.

796. –Si la fe es el fundamento de todas las virtudes en el edificio espiritual, como ya se ha explicado al tratar la virtud teologal de fe ¿fundamenta también a la esperanza?

– Afirma Santo Tomás que: «La fe precede absolutamente a la esperanza», porque: «si el objeto de la esperanza es el bien arduo futuro de posible alcance, para que uno espere se requiere que ese objeto se le presente como posible», Por tanto, tal objeto esperado es preciso que sea conocido.

Así ocurre en la esperanza teologal, ya que: «El objeto de la esperanza, por una parte, es la bienaventuranza eterna, y, por otra, el auxilio divino», y ambas los incluye el conocimiento de la fe. «Esas dos cosas nos las propone la fe, pues nos hace conocer que podemos llegar a la vida eterna y que nos está preparando para ello el auxilio divino»[14]. Se trata, sin embargo, de un conocimiento de fe, porque «el objeto propio de la fe no es evidente en sí mismo»[15]. No impide, no obstante, que la fe fundamente la esperanza.

797. –Si la esperanza, a su vez, precede a la caridad, también ¿la esperanza fundamenta a la caridad?

–Al igual que al tratar las relaciones entre la fe y la caridad, Santo Tomás acude a la distinción entre el orden de generación y el de perfección. Desde el de la generación, al igual que la fe: «la esperanza es anterior a la caridad; porque, así como quien empieza a amar a Dios porque teme ser castigado por Él, cesa en el pecado (…) también la esperanza conduce a la caridad, pues el esperar ser premiado por Dios mueve a su amor y a guardar sus mandamientos». En este sentido, la esperanza precede, fundamenta y causa la caridad.

Reconoce Santo Tomás que: «la esperanza, como todo movimiento apetitivo, se deriva del amor», y, por tanto, no parece verdadera la última afirmación, porque la caridad es amor. Sin embargo, lo es, porque: «el amor puede ser perfecto o imperfecto. (…) Es imperfecto el amor con el que se ama algo no por sí mismo, sino para aprovechar su bien, en propia utilidad como se ama la cosa que se codicia». Este es el amor que supone la esperanza, «pues quien espera intenta obtener algo para sí». No es el amor de caridad, porque: «el amor de Dios perfecto es propio de la caridad, que hace unirse a Él por sí mismo»[16].

Por ello: «En el orden de perfección, la caridad es naturalmente antes que la esperanza; por eso, cuando aparece la caridad, se hace más perfecta la esperanza, pues más esperamos de los amigos». En este sentido, la caridad, que es el amor perfecto, precede, fundamenta y causa la esperanza. Por ello: «decía San Ambrosio que la esperanza nace de la caridad (Exp. Evang. S. Lc, 8)»[17].

798. –¿En la esperanza, como en la fe sobre lo creído, se tiene certeza en lo esperado?

Parece que la certeza no sea propia de la esperanza, porque: «si en esta vida no podemos saber con certeza que tenemos la gracia (…) por lo mismo tampoco es cierta en los viadores la esperanza»[18]. Santo Tomás afirma que la esperanza es cierta, porque: «La esperanza no se apoya principalmente en la gracia ya recibida, sino en la omnipotencia y en la misericordia divina, por la cual quien no tiene gracia puede conseguirla para alcanzar la vida eterna. Y de la omnipotencia y de la misericordia de Dios está cierto el que tiene fe»[19].

Al comentar el milagro de Cristo de la tempestad calmada[20], notaba San Juan Enrique Newman: «Esperar es, no sólo creer en Dios, sino creer y estar ciertos de que Él nos ama y tiene buenas intenciones con nosotros, y por eso es una gracia cristiana muy grande. Porque la fe sin la esperanza no nos lleva ciertamente a Cristo». La razón es la siguiente: «para los hombres Él pretende el bien, y sabiendo y sintiendo esto es por lo que son atraídos hacia Él. No se acercarán a Dios hasta estar seguros de esto. Deben creer que Él es no solo poderoso sino misericordioso. La fe está fundada en el conocimiento de que Dios es todopoderoso, y la esperanza en que es misericordioso»[21].

Añade seguidamente el santo intelectual que: «la presencia de nuestro Señor y Salvador Jesucristo excita nuestra esperanza tanto como la fe, porque Su mismo nombre Jesús significa Salvador, y porque fue tan amoroso, manso y generoso, cuando estuvo en la tierra. Les dijo a Sus discípulos cuando se levantó la tormenta ¿Por qué tenéis miedo?, es decir, debéis esperar, debéis confiar, debéis reposar vuestros corazones en Mí. No soy sólo todopoderoso sino también misericordioso. He venido a la tierra porque os amo muchísimo. ¿Por qué estoy aquí, en carne humana, y tengo estas manos tendidas hacia vosotros, y estos ojos de los que fluyen lágrimas de piedad, sino porque os deseo el bien, porque quiero salvaros? La tormenta no puede dañaros si Yo estoy con vosotros. ¿Podréis estar mejor que bajo mi protección? ¿Dudáis acerca de Mi poder o Mi voluntad, y pensáis que os descuido porque duermo en la barca y soy incapaz de ayudaros excepto cuando estoy despierto? ¿Por qué tenéis miedo? ¿He estado tanto tiempo como vosotros y todavía no confiáis en Mí, y no podéis estar en paz y tranquilos a Mi lado?»[22].

Santo Tomás precisa además que la certeza de la esperanza es distinta de la propia de la fe. Debe tenerse en cuenta que: «La certeza puede encontrarse de dos maneras: esencialmente y por participación. Esencialmente se encuentra en la facultad cognoscitiva». De ahí que la fe implica una certeza esencial o plena. En cambio, en la esperanza una hay una certeza por participación de la certeza de la fe, y así «tiende la esperanza con certidumbre a su fin»[23]. Se está cierto de la actual inclinación de la voluntad, efecto de la gracia, al igual que del motivo, la omnipotencia y misericordia de Dios.

Ello no impide la inseguridad, e incluso, el temor sobre la consecución del fin, porque el fallo: «en la consecución de la bienaventuranza proviene del defecto del libre albedrío, que pone el obstáculo del pecado, no por falta de la omnipotencia y de la misericordia divinas, en que se apoya la esperanza; lo cual en nada prejuzga la certeza de la esperanza»[24], que participa de la certeza esencial de la fe.

799. –¿Puede confirmarse con la Escritura la certeza de la esperanza?

–Son muchos los pasajes de la Sagrada Escritura que hablan de la seguridad de la esperanza. Entre ellos, por ejemplo, los siguientes: «En paz me acuesto y en seguida dormiré, porque solo Tú, Señor, me has afirmado en la esperanza»[25]; «En ti, Señor, he puesto mi esperanza no quede yo jamás confundido»[26]; «En ti, Señor, he esperado, no sea yo confundido para siempre»[27]; «Nadie que esperó en el Señor fue confundido»[28]; y «tengamos un poderosísimo consuelo los que nos refugiamos para alcanzar la propuesta esperanza, la que tenemos como un áncora firme»[29].

Al comentar este último versículo de San Pablo, explica Santo Tomás que: «muestra que los fieles alcanzan esta promesa, y para eso se vale de una comparación: la del áncora, a la que compara la esperanza; porque, así como aquella deja a la nave inmóvil en el mar, así también la esperanza al alma déjala firme en Dios en este mundo, que es como un mar, este mar grande y de espaciosas orillas (Sal 103, 25). Pero esta áncora debe ofrecer seguridad, esto es, que no se rompa; por eso está hecha de hierro. Sé en quien he creído y estoy cierto (2 Tim 1, 12). Asimismo firmeza, de suerte que no se mueva fácilmente. De parecido modo ha de estar el hombre ligado a esta esperanza, como a la nave el ancla; aunque hay su diferencia, porque el ancla se fija en lo profundo, más la esperanza en lo más alto, en Dios; que en la presente vida nada hay sólido y firme en que se afirme y pueda el alma descansar»[30].

En el texto citado de San Juan Enrique Henry Newman, se concluye, por ello: «Nunca dejéis que os venga a la mente el pensamiento de que Dios es un duro maestro, un maestro severo. Es verdad que llegará el día en que vendrá como justo Juez, pero ahora es el tiempo de la misericordia. Aprovechadlo y haced de él un tiempo de gracia. En el tiempo aceptable te escuché, y en el día de salvación te socorrí ( 2 Cor 6,2). Este es el día de la esperanza, el día de la obra, el día de la actividad. Vendrá la noche, en que ya nadie puede obrar (Jn 9,4), pero somos hijos de la luz y del día, y entonces el desaliento, la frialdad de corazón, el temor y la flojedad, son pecados en nosotros»[31].

800. –¿La esperanza es tan necesaria como la fe y la caridad para salvarse?

–Declara también Santo Tomás, en este mismo capítulo de la Suma contra los gentiles, dedicado a la esperanza, que: «fue conveniente que los hombres en quienes la gracia produjo el amor de Dios y la fe, también se produjera la esperanza de la bienaventuranza futura».

Lo demuestra desde las dos consecuencias del amor de amistad, que incluye la benevolencia y la reciprocidad. La primera es la unión afectuosa, por la que los dos sujetos del amor de amistad se encuentran unidos afectivamente, de manera que para cada uno el otro es sentido como el propio yo. La segunda, a que tiende la anterior, es la unión efectiva o real.

El argumento es el siguiente: «En todo amante, nace un deseo de unirse a su amado tanto cuanto sea posible; y por eso la convivencia es agradabilísima para los amigos». De ahí que: «si mediante la gracia el hombre se convierte en amador de Dios, es preciso que nazca en él un deseo de unión con Dios, tanto cuanto le fuese posible». Además: «la fe nacida de la gracia declara que es posible la unión del hombre con Dios según la fruición perfecta, en la cual consiste la bienaventuranza. Luego, el deseo de esta fruición, en el hombre es efecto del amor de Dios». Sin embargo, como «el deseo de una cosa molesta al alma del que desea, a no ser que haya esperanza de conseguirla», es beneficioso que la gracia cause la esperanza.

801. –¿Además de provechosa, la esperanza es necesaria?

–En este mismo capítulo de la Suma contra los gentiles, concluye Santo Tomás que, para que el hombre pudiese llegar a su último fin: «fue necesario que mediante la gracia se imprimiese en el afecto humano la esperanza de alcanzarla». Obtiene esta conclusión de la siguiente argumentación: «Nadie se mueve hacia un fin al cual juzga que es imposible llegar. Por lo tanto, para que uno se dirija a un fin es preciso que tienda hacia tal fin como posible de alcanzar; y este es el afecto de la esperanza. En consecuencia, como quiera que mediante la gracia el hombre se dirige hacia el fin último de la bienaventuranza», la esperanza es necesaria absolutamente para salvarse.

También se manifiesta la necesidad de la esperanza con este otro argumento: «Si apareciese alguna dificultad en lo que se ordena a un fin deseado, ofrece consuelo la esperanza de conseguir el fin, como en el caso de quien soporta con facilidad el amargor de la medicina por la esperanza de la salud. Mas en el camino que recorremos para alcanzar la bienaventuranza, que es el fin de todos nuestros deseos, amenazan muchas cosas difíciles, que se han de soportar, puesto que la virtud, mediante la cual se camina hacia la bienaventuranza, versa sobre las cosas difíciles (Aristóteles, Ética, II, 2)». Se infiere, por ello, que: «para que el hombre tendiese más ligera y prontamente a la bienaventuranza, fue necesario que se le diese la esperanza de obtenerla»[32].

802. –Si, como indica el Aquinate, en la Suma teológica: «ya está suficientemente inclinado el hombre a esperar el bien por natural inclinación»[33], ¿precisa la virtud teologal de la esperanza?

–Argumenta Santo Tomás que hace falta la esperanza, que es causada por la gracia, porque: «la naturaleza suficientemente inclina a esperar el bien proporcionado o natural», no así «para esperar el bien sobrenatural», para ello, es menester de la esperanza teologal.

Precisa que incluso: «aun para aquello a que la razón natural incita, cuales son los actos de las virtudes morales», el hombre necesitó la ayuda Dios. Por ello: «fue necesario que se dieran preceptos de ley divina para mayor fuerza y, principalmente, por estar la razón natural del hombre oscurecida con las concupiscencias del pecado»[34].

La necesidad de la virtud sobrenatural de la esperanza queda confirmada porque: «se dice en la Sagrada Escritura: Nos reengendró a una esperanza de vida (…) para una herencia incorruptible (…) que nos está reservada en los cielos (1 Pedr 1, 3-4); y: En esperanza fuimos salvados (Rm 8, 24)»[35].

Sobre este último versículo, comenta Santo Tomás: «la esperanza es respecto de las cosas que no se ven presencialmente, sino que se sabe que se verán en el futuro». Si dice San Pablo que: «en la esperanza fuimos salvados», se sigue que «esperamos para el futuro el cumplimiento de la salvación». De manera que nosotros: «somos salvos en la esperanza, porque tenemos la esperanza de nuestra salvación. Por esto se dice también: Nos reengendró a una esperanza viva (1 Pedr 1, 3); y: Esperad en Él vosotros, pueblos todos congregados (Sal 61, 9)»[36]. La esperanza significa, por tanto, algo objetivo, el conjunto de los bienes que se derivan de la redención por Cristo, pero que se van transmitiendo gradualmente y cuya parte mejor recibiremos en el porvenir; por ello, se denomina esperanza y, en ella, se consumará nuestra salvación.

803. –La interpretación del Aquinate de la expresión paulina «en esperanza fuimos salvados» en sentido objetivo continúa vigente?

–En su encíclica sobre la esperanza, Benedicto XVI entiende también en este mismo sentido la afirmación de San Pablo. Escribe al inicio de la misma: En esperanza fuimos salvados, dice san Pablo a los Romanos y también a nosotros (Rm 8,24). Según la fe cristiana, la redención, la salvación, no es simplemente un dato de hecho. Se nos ofrece la salvación en el sentido de que se nos ha dado la esperanza, una esperanza fiable, gracias a la cual podemos afrontar nuestro presente: el presente, aunque sea un presente fatigoso, se puede vivir y aceptar si lleva hacia una meta, si podemos estar seguros de esta meta y si esta meta es tan grande que justifique el esfuerzo del camino»[37].

Nota también el Papa que precisamente: «El haber recibido como don una esperanza fiable fue determinante para la conciencia de los primeros cristianos, como se pone de manifiesto también cuando la existencia cristiana se compara con la vida anterior a la fe o con la situación de los seguidores de otras religiones». Estos últimos tenían a los dioses y a los mitos, pero: «no tenían en el mundo ni esperanza ni Dios (Ef 2,12) (…) se hallaban en un mundo oscuro, ante un futuro sombrío. (…) En la nada, de la nada, qué pronto recaemos, dice un epitafio de aquella época».

Por ello, San Pablo dice a los cristianos: No os aflijáis como los hombres sin esperanza (1 Ts 4,13). En este caso aparece también como elemento distintivo de los cristianos el hecho de que ellos tienen un futuro: no es que conozcan los pormenores de lo que les espera, pero saben que su vida, en conjunto, no acaba en el vacío. Sólo cuando el futuro es cierto como realidad positiva, se hace llevadero también el presente».

Por recibir de Dios la esperanza sobrenatural, como efecto de la gracia, que se da al creyente, se puede afirmar que: «el cristianismo no era solamente una buena noticia, una comunicación de contenidos desconocidos hasta aquel momento. En nuestro lenguaje se diría: el mensaje cristiano no era sólo informativo, sino performativo. Eso significa que el Evangelio no es solamente una comunicación de cosas que se pueden saber, sino una comunicación que comporta hechos y cambia la vida. La puerta oscura del tiempo, del futuro, ha sido abierta de par en par. Quien tiene esperanza vive de otra manera; se le ha dado una vida nueva»[38].

En la misma encíclica, Benedicto XVI asume explícitamente la explicación tomista, al referirse a estas otras palabras de San Pablo, que cita Santo Tomás en la Suma teológica[39]: «la fe es la substancia de las cosas que esperamos»[40], y que el Papa explica del siguiente modo: «pues se tiene el primer comienzo de ellas en nosotros por el asentimiento de la fe, que en germen encierra todas las cosas esperadas»[41].

Comenta seguidamente que: «por la fe, de manera incipiente, podríamos decir en germen –por tanto según la sustancia– ya están presentes en nosotros las realidades que se esperan: el todo, la vida verdadera. Y precisamente porque la realidad misma ya está presente, esta presencia de lo que vendrá genera también certeza: esta realidad que ha de venir no es visible aún en el mundo externo (no aparece), pero debido a que, como realidad inicial y dinámica, la llevamos dentro de nosotros, nace ya ahora una cierta percepción de la misma[42].

Igualmente, al comentar este versículo de la Epístola a los Hebreos, explica Santo Tomás que: «La fe con respecto al fin es como un cierto comienzo de las cosas que se esperan, y el cual enciérrase como en esencia todo, así como las conclusiones en los principios»[43]. Por esta relación con la esperanza, queda descartado que la fe sea una confianza ciega voluntaria o un sentimiento que nace de la afectividad, como dijeron después algunos.

804 –¿Puede afirmarse, por tanto, que la esperanza en Dios está mandada y, que, por ello, es obligatoria?

–Santo Tomás responde a esta cuestión en un artículo de la Suma teológica, que prueba que la esperanza sobrenatural está mandada por Dios, aunque no de manera expresa. Recuerda, como apoyo de esta tesis que: «Exponiendo San Agustín las palabras: éste es mi mandamiento, que os améis unos a otros (Jn 15, 12), dice que son muchísimos mandatos que tenemos respecto a la fe, muchísimos que tenemos respecto a la esperanza (Trat. Evang. S. Juan, 83, 3)»[44].

En este lugar, San Agustín, al comentar este mandamiento de Jesús, se pregunta: «¿Por ventura su mandato se refiere sólo a esa dilección con que nos queremos mutuamente? ¿Acaso no hay también otro mayor: que queramos a Dios? ¿O, de hecho, Dios nos ha dado mandatos respecto a sola la dilección, de forma que no necesitemos otros? El Apóstol encarece ciertamente tres cosas, al decir: Ahora permanecen estas tres cosas: la fe, la esperanza, la caridad; pero de ellas, la mayor de éstas es la caridad(1 Co 13, 13). Aunque en la caridad, esto es, en la dilección, se encierran los dos preceptos, se dice empero que ella es la mayor, no la única. Por tanto, los muchísimos mandatos que tenemos respecto a la fe, los muchísimos que tenemos respecto a la esperanza ¿quién puede recogerlos todos, quién dar abasto a enumerarlos?»[45].

Explica Santo Tomás que: «Los mandamientos que se encuentran en la Sagrada Escritura, unos se dan sobre la substancia de la ley, y otros son preámbulos a ella. Son preámbulos aquellos que, de no existir, no se daría la ley. Tales son los mandamientos en torno a los actos de la fe y de la esperanza. Por el acto de fe, la mente del hombre se inclina a reconocer al Autor de la ley, al cual debe someterse. Por el acto de esperanza del premio se siente inducido el hombre a la observancia de los preceptos».

Por su parte, los mandamientos del decálogo, y los otros de la Escritura que los explicitan, que son, como se ha dicho: «los mandamientos sobre la substancia de la ley, pertenecen a los mandamientos impuestos al hombre ya sometido y dispuesto a obedecer y que afectan a la rectitud de la vida. Por eso, en la legislación aparecen propuestos sin dilación en forma de preceptos».

805. –¿Por qué los mandamientos de la esperanza, al igual que los de la fe, no se dieron en forma de preceptos como los demás del Decálogo?

–No era necesario, porque, como pone en claro Santo Tomás: «los mandamientos de la esperanza y de la fe no se debían proponer en forma de preceptos, porque, si el hombre no creyera o esperara, en vano se le mandaría la ley. Y como el precepto de la fe se hubo de proponer en forma de notificación o de mención (…) así también el precepto de la esperanza en la promulgación primitiva de la ley, hubo de proponerse a modo de promesa. Pues quien promete premio al obediente, con eso le incita a la esperanza. De ahí que todas las promesas que encierra la ley son incentivos de la esperanza».

La esperanza en Dios fue propuesta en forma de promesas y como preámbulo del Decálogo, sin embargo, después aparece en la Escritura también como precepto, porque: «dado que, una vez establecida la ley, atañe a los hombres sabios no sólo inducir a los hombres a la observancia de sus preceptos, sino también, y mucho más, a mantener su fundamento. Por eso, después de la promulgación definitiva en la Escritura los hombres son inducidos de muchas maneras a esperar, incluso por amonestación y precepto, y no sólo por promesas, como en la ley misma. Así se dice en el libro de los Salmos: Esperad en Él toda la asamblea del pueblo (Sal 61, 9). Lo mismo se ve en otros lugares de la Escritura»[46].

No obstante, como notaba el dominico Garrigou-Lagrange: «Suélese hablar de esta virtud menos que de la fe y de la caridad. Tiene, sin embargo, gran trascendencia. La esperanza cristiana, como virtud infusa y teologal, es una virtud esencialmente sobrenatural, y, por consiguiente, está muy sobre el deseo natural de ser dichoso, y sobre la natural confianza en Dios, que podría nacer del conocimiento racional de la divina bondad, Por la esperanza infusa tendemos hacia la vida eterna, hacia la beatitud sobrenatural, que no es otra cosa que la posesión de Dios: ver a Dios inmediatamente como él mismo se ve y amarle como se ama él. Y al tender hacia Dios, lo hacemos apoyándonos en la divina ayuda que nos ha prometido (…) Así deseamos a Dios para nosotros, pero por el mismo Dios (…) Deseamos a Dios, fin último nuestro, no subordinándolo a nosotros, como subordinamos los alimentos a nuestra nutrición, sino subordinándolos a él»[47].

También Newman reconocía la gran importancia de la virtud del precepto de la esperanza, al concluir sus palabras sobre la misma: «Desearía que tuviésemos solamente tanta fe y esperanza como la que Cristo pensó que era poca en Sus primeros discípulos. Al menos imitad a los Apóstoles en su debilidad si no podéis imitarlos en su fortaleza. Si no podéis actuar como santos, actuad al menos como cristianos. No os alejéis de Él, sino venid a Él cuando estéis en la aflicción, pidiendo día a día, con seriedad y perseverancia, aquellos favores que sólo Él puede dar. Y así como en aquella ocasión de que habla el evangelio Él culpó a los discípulos, pero hizo lo que le pedían, así confiemos en Su gran misericordia que, aunque Él vea mucha debilidad en vosotros que no debería estar ahí, se digne increpar a los vientos y el mar, y decir ¡Paz, calmaos! (Mc 4, 39), y habrá una gran calma»[48].

 

Eudaldo Forment



[1] Santo Tomás de Aquino, Suma contra los gentiles, III, c. 153.

[2] ÍDEM, Suma teológica, II-II, q. 17, a. 1, in c.

[3] Ibíd., II-II, q. 17, a. 2, ad 2.

[4] Ibíd., II-II, q. 17, a. 4, in c.

[5] Ibíd., II-II, q. 17, a. 5, in c.

[6] Ibíd., II-II, q. 17, a. 6, ob. 2.

[7] Ibíd., II-II, q. 17, a. 6, ad 2.

[8] Ibíd., II-II, q. 17, a. 6, in c.

[9] Ibíd., II-II, q. 17, a. 6, ad 3.

[10] Ídem, Suma contra los gentiles, III, c. 153.

[11] ÍDEM, Suma teológica, II-II, q. 26, a. 4, sed c.

[12] Ibíd., II-II, q. 26, a. 4, in c.

[13] ÍDEM, Suma contra los gentiles, III, c. 153.

[14] ÍDEM, Suma teológica, II-II, q. 17, a. 7, in c.

[15] Ibíd., II-II, q. 17, a. 7, ad 2.

[16] Ibíd., II-II, q. 17, a. 8, in c.

[17] Ibíd., II-II, q. 17, a. 8, in c.

[18] Ibíd., II-II, q. 18, a. 4, ob. 2.

[19] Ibíd., II-II, q. 18, a. 4, ad 2.

[20] Véase: Mt 8, 23-27.

[21] John Henry Newman, «La omnipotencia de Dios: una razón para la fe y la esperanza». Serm. 30-I-1848, en Newmaniana (Buenos Aires), XXIV/63 (2014), pp. 10-14, p. 13.

[22] Ibíd.,  pp. 13-14.

[23] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, II-II, q. 18, a. 4, in c.

[24] Ibíd., II-II, q. 18, a. 4, ad 3.

[25] Sal 4, 10.

[26] Sal 30, 2.

[27] Sal 70, 1.

[28] Eclo, 2, 11.

[29] Heb 6, 18-19.

[30] Santo Tomás de Aquino, Comentario a la Epístola a los Hebreos, c. 6, lec. 4.

[31] John Henry. Newman, «La omnipotencia de Dios: una razón para la fe y la esperanza», op. cit., p. 14.

[32] Santo Tomás de Aqino, Suma contra los gentiles, III, c. 153.

[33] ÍDEM, Suma teológica, II-II, q. 22, a. 1, ob. 1.

[34] Ibíd., II-II, q. 22, a. 1, ad 1.

[35] ÍDEM, Suma contra los gentiles, III, c. 153.

[36] ÍDEM, Comentario a la Epístola a los Romanos, c. 8, lec. 5.

[37] Benedicto XVI, Encíclica Spe salvi, 1.

[38] Ibíd., 2.

[39] Véase: Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, II-II. q. 17, a. 7, ob. 2; II-II, q. 4, a. 7, sed c.; II-II, q. 4, a. 1, in c.; II-II, q. 1, a. 7, ob. 1; y II-II. q. 1, a. 6. ad 1.

[40] Heb 11, 1.

[41] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, II-II, q. 4, a. 1, in c.

[42] Benedicto XVI, Encíclica Spe salvi, 7.

[43] Santo Tomás de Aquino, Comentario a la Epístola a los Hebreos, c. 11, lec. 1.

[44] ÍDEM, Suma teológica, II-II, q. 22, a. 1, sed c.

[45] San Agustín, Tratados sobre el Evangelio de San Juan, trat. 83, 3.

[46] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, II-II, q. 22, a. 1, in c.

[47] R. Garrigou-Lagrange, Las tres edades de la vida interior, Madrid, Ediciones Palabra, 1995, pp. 738-739.

[48] John H. Newman, «La omnipotencia de Dios: una razón para la fe y la esperanza», op. cit., p. 14.

 

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