LVIII. La ley del amor

652. –En el último capítulo de los numerosos dedicados a la Providencia, el Aquinate prueba que el cuidado divino es no sólo de la especie humana, sino de cada uno de sus individuos y de sus actos. Dios dirige, por tanto, con su Providencia los actos personales, los actos propios plenamente, porque proceden de manera directa de la propia individualidad, de cada una de laº

s personas o criaturas espirituales. En el siguiente capítulo, afirma que esta conclusión: «demuestra la necesidad que Dios diera leyes a los hombres». ¿Por qué dirige Dios con leyes los actos personales o individuales de los hombres?

–Recuerda Santo Tomás que ya se ha argumentado que: «Así como los actos de las criaturas irracionales son dirigidos por Dios en cuanto que son actos correspondientes a la especie, así también los actos de los hombres son dirigidos por Dios, considerados como actos del individuo». Sin embargo, no los dirige del mismo modo, porque: «los actos de las criaturas irracionales, correspondientes a la especie son dirigidos por Dios mediante cierta inclinación natural, que responde a la naturaleza de la especie». Tales inclinaciones naturales específicas son las que se denominan instintos. Según lo demostrado: «Además de esto, se ha de dar a los hombres algo por lo que se dirijan en sus actos personales. Y a esto llamamos ley». Dios dirige los actos personales o individuales, orientados a su propio bien personal, por medio de la ley.

Como también se ha explicado en el capítulo anterior: «la criatura racional está bajo la divina providencia de modo que participa una semejanza de la misma, en cuanto que puede gobernarse a sí misma en sus actos y gobernar a las demás». El hombre, por tanto, a diferencia de las criaturas irracionales, por participar de la divina providencia, o tener en parte lo que es ella, es en cierto grado providente.

Como consecuencia, el hombre, gobernado por Dios, también en cierta medida se gobierna a sí mismo, puede gobernar a sus semejantes y todo lo que está por debajo de su grado en la escala de los entes por su perfección. Además: «como aquello por lo que los actos de algunos son gobernados recibe el nombre de ley, fue conveniente que Dios diera a los hombres la ley». De manera parecida y como participación de la ley divina establece también el hombre leyes para los que están bajo su gobierno.

Esta conveniencia se advierte igualmente desde la misma esencia de la ley. Según lo dicho: «la ley es cierto plan y norma de obrar». Por consiguiente, por una parte: «únicamente convendrá dar leyes a quienes conocen el plan de su obrar». Por otra: «la ley se ha de dar a quienes son dueños de obrar o no obrar». Todo ello es «exclusivo de la criatura racional» y «sólo ella es capaz de recibir la ley».

Igualmente se sigue que: «quien es capaz de ley la recibirá de aquel por quien es conducido al fin, tal como la reciben el obrero del arquitecto y el soldado del jefe del ejército. Es así que la criatura racional alcanza su fin en Dios y por Dios». Por ello, le da la ley. «Se dice así en la Escritura que en los hombres: «Pondré mi ley en sus entrañas» (Jer 31, 33); y «Escribiré para ellos muchas leyes más» (Os 8, 12)»[1].

653. –Al empezar el capítulo siguiente el Aquinate afirma que: «Puede deducirse de lo dicho a qué tiende principalmente la ley que Dios ha dado». ¿Cómo se descubre el fin de las leyes de Dios a las criaturas espirituales?

–En todas las leyes, observa Santo Tomás: «es evidente que el legislador intenta principalmente, mediante las leyes, dirigir a los hombres hacia su fin, como el jefe del ejército, a la victoria, y el gobernador de la ciudad, a la paz». Sabemos además que para el hombre: «el fin que Dios intenta es el mismo Dios». Se infiere, por ello, que: «la ley divina intenta principalmente dirigir al hombre a Dios».

Se puede probar por lo establecido en el capítulo anterior, porque se ha dicho en el mismo que: «la ley es cierto plan de la divina providencia gobernante propuesto a la criatura racional». Además: «el gobierno de la providencia divina lleva a cada cosa a su propio fin», y, por ello, «el hombre se ordena principalmente a su fin por la ley que Dios le ha dado». Ya se probó que: «el fin de la criatura humana es unirse a Dios, en esto consiste su felicidad (III, c. 37)». Por consiguiente, debe precisarse que: «la ley divina dirige al hombre principalmente para que se una a Dios».

Todavía se puede concretar más sobre la finalidad divina de la ley, si se tiene en cuenta que: «La intención de todo legislador es hacer buenos a quienes da la ley; por eso, los preceptos de la ley deben referirse a los actos de las virtudes». Con más motivo, la ley divina quiere hacer buenos a los hombres, hacerles, para ello, virtuosos. De este modo: «la ley divina intentará aquellos actos que son realmente óptimos». Además, como: «entre los actos humanos, son óptimos aquellos por los cuales se une el hombre a Dios, como más cercanos al fin», se sigue que: «la ley divina dispone a los hombres principalmente para estos actos», los actos virtuosos que llevan a la unión con Dios, su último fin.

Por consiguiente: «lo principal en la ley divina debe ser la unión del alma a Dios». Por esto, se dice en la Escritura: «Y ahora, Israel, ¿qué te pide el Señor, tu Dios, sino que temas a tu Dios, y sigas sus caminos, y le ames, y sirvas al Señor, tu Dios, con todo tu corazón y con toda su alma? (Deut 10, 12)»[2]; y se añade, sobre la ley divina: «y guardes los mandamientos del Señor y sus ceremonias que yo te prescribo hoy, para que seas feliz»[3].

654. –La ley divina está en el decálogo, que «significa literalmente «diez palabras» (Ex 34, 28; Dt 4, 13, 10, 4). Estas «diez palabras» Dios las reveló a su pueblo en la montaña santa. Las escribió «con su dedo» (Ex 31, 18; Dt 5, 22), a diferencia de los otros preceptos escritos por Moisés (cf. Dt 31, 9.24)»[4].

Dejó escrito San Agustín que: «No tiene nada de extraño que todas las demás cosas que mandó Dios se comprenda que dependen de aquellos diez mandamientos, escritos en las dos tablas, si se investigan con diligencia y se entienden correctamente. Lo mismo que estos diez mandamientos dependen, a su vez, de aquellos dos, el amor de Dios y del prójimo, de los cuales «depende toda la ley y los profetas»(Mt 22, 40)»[5].

El Aquinate, por su parte, en el capítulo siguiente, sostiene que: «Como la intención principal de la ley divina es que el hombre se una a Dios, y la mejor manera de unirse a Él es por el amor, es necesario que la intención principal de la ley divina se ordene a amar». ¿Por qué toda la ley divina deriva del precepto de amar?

–Argumenta seguidamente Santo Tomás que: «En el hombre hay dos cosas por las que puede unirse a Dios, a saber, el entendimiento y la voluntad; porque por las potencias inferiores del alma puede unirse a las cosas inferiores, pero no a Dios». Las dos facultades espirituales del hombre permiten ambas que pueda unirse a Dios, porque: «La unión que se realiza mediante el entendimiento se completa por aquella que es propia de la voluntad, pues mediante la voluntad descansa el hombre en cierto modo en lo que el entendimiento aprehende».

Debe advertirse, sin embargo, que, por una parte: «la voluntad se adhiere a una cosa por amor o por temor, aunque de manera diferente, porque a lo que se une por temor se adhiere en atención a otra cosa, es decir, para evitar el mal que, de no unirse a ello, le amenaza; por el contrario, a lo que se adhiere por amor únase por ello mismo». El motivo del amor es el preferente, porque: «lo que es por sí es más principal que lo que es por otro. Luego el mejor modo de unirse a Dios es por el amor». Esta unión, por amor, es el intento, o fin, de la ley divina.

Por otra que, como ya se ha dicho: «el fin de cualquier ley, y sobre todo de la divina, es hacer buenos a los hombres». Por tanto, a que quieran el bien, y sobre todo el sumo bien, que es su fin. De manera que, a la inversa: «cuanto más quiere el hombre dicho bien, tanto más bueno es».

Si se tiene en cuenta el motivo del querer, por amor o por temor, debe precisarse que: «el hombre quiere mucho más aquello que quiere por amor que aquello que únicamente quiere por temor, puesto que lo que quiere solamente por temor lleva mezcla de algo involuntario, como cuando uno quiere arrojar la mercancía al mar por temor». Por ejemplo, por miedo a que el barco se hunda, por estar afectado por un fuerte temporal. Si no fuera por esta circunstancia adversa no querría tirar nada por la borda, para disminuir el peso de la carga. Ahora, lo hace no absolutamente de modo voluntario, sino por un peligro, que ha aparecido y que no puede eludir.

Por consiguiente: «El amor del Sumo bien, o sea, de Dios, es lo que principalmente hace buenos a los hombres y también lo que sobre todo se intenta en la ley divina». De ahí que: «se diga en la Escritura: «El fin de lo mandado es la caridad» (Tm 1, 5)» y «el primer y principal mandamiento de la ley es Amarás al Señor, tu Dios» (Mt 22, 37-38)»[6].

655. –Según lo dicho, ¿puede amarse a Dios por temor? Y, como consecuencia: ¿pueden cumplirse los mandamientos por temor?

–Las respuestas a estas dos cuestiones, implícitas en lo explicado, se encuentran en la Exposición de los dos mandamientos del amor y de los diez mandamientos de la ley. En el Prólogo, afirma Santo Tomás que existen cuatro leyes.

La primera es la ley natural: «que no es otra cosa que la luz del entendimiento infundida por Dios en nosotros, con la cual conocemos lo que tenemos que hacer y lo que hemos de evitar». La ley natural se le dio al hombre al crearlo. Permanece con su naturaleza y es, por ello, conocida por la razón natural de todos los hombres. «Muchos, sin embargo, creen excusarse de su cumplimiento alegando ignorancia. Contra ellos dice el profeta: «Hay muchos que dicen: ¿Quién nos muestra lo que es bueno»? (Sal 4, 6), como si ignorasen lo que deben hacer; y él mismo a renglón seguido, responde: «Grabada está, Señor, sobre nosotros la luz de tu rostro», esto es, la luz del entendimiento que nos hace ver cómo hemos de comportarnos». Así, por ejemplo: «Nadie, en efecto, ignora que lo que no querría que se le hiciese a él, no debe hacerlo a los demás, y otras cosas por el estilo».

La segunda ley, en orden cronológico, es la ley del pecado, porque: «después de haber sembrado Dios en el hombre al crearlo esta ley, la ley natural, sobresembró el diablo otra, la ley de la concupiscencia», o la ley del deseo desordenado. La consecuencia fue la desaparición de la armonía completa y perfecta entre todas sus facultades. «Mientras en el primer hombre su alma se mantuvo sujeta a Dios por la observancia de los preceptos divinos, la carne permaneció sumisa por completo al alma, a la razón. Pero en cuanto el demonio con su tentación apartó al hombre del cumplimiento de los mandatos de Dios, la carne se rebeló contra la razón».

Las facultades inferiores se rebelaron contra la razón y el hombre se encontró en un estado de lucha de sus facultades. «A consecuencia de esto, aunque uno por parte de su razón quiera el bien, la concupiscencia lo empuja a todo lo contrario. Es lo que dice San Pablo: «Pero advierto otra ley en mis miembros, que lucha contra la ley de mi mente» (Rm 7, 23)». En la lucha, muchas veces se es vencido, porque: «Esta ley de la concupiscencia desbarata a menudo la ley natural y el orden de la razón. Por eso agrega San PAblo inmediatamente: «Y que me esclaviza a la ley del pecado que está en mis miembros».

La existencia de la tercera ley, la ley del Decálogo, que siguió a la anterior, se explica porque: «Como la ley natural había quedado malparada con la ley de la concupiscencia, se hacía necesario encaminar al hombre de nuevo a la práctica de la virtud y apartarlo del vicio. Para ello fue precisa la ley de la Escritura».

El primero de los motivos para «apartar del mal e inducir al bien» es el temor. «La primera razón por la que comienza uno a evitar el pecado, es ante todo el pensamiento de las penas del infierno y del juicio final. Se lee en la Escritura: «Principio de sabiduría es el temor del Señor» (Eccl 1, 16), y «el temor del Señor ahuyenta el pecado» (Ecc 1, 27)». No es lo mejor, porque: «quien se abstiene de pecar únicamente por miedo, no es justo, pero por ahí empieza su justificación»,[7] o la absolución de sus pecados y su reconciliación con Dios; y, por tanto, su regeneración, o hacer del culpable un hombre justo, porque «nos asemeja a la justicia de Dios que nos hace interiormente justos por el poder de su misericordia»[8]. De manera que la justificación: «no sólo es el perdón de los pecados, sino también la santificación y renovación del hombre interior mediante la recepción voluntaria de la gracia y de los dones»[9].

656. –El Aquinate indica seguidamente que: «esta es la manera de apartar del mal e inducir al bien propia de la ley de Moisés, cuyos transgresores eran condenados a muerte. «Si alguno quebranta la ley de Moisés, y se le prueba con dos o tres testigos es condenado a muerte sin misericordia alguna» (Heb 10, 28)»[10]. ¿Cómo se explica está prescripción?

–Al comentar este versículo citado de San Pablo, Santo Tomás no recusa esta aparente severidad, sino que la mantiene e incluso acrecienta en otro aspecto para el Nuevo Testamento. «Respecto del Antiguo pone (el Apóstol) la culpa y la pena; la culpa al decir «si alguno quebranta la ley de Moisés» (v. 28). No valido o nulo dícese lo que no consigue su debido fin; y la ley, no sólo la antigua, sino cualquier otra, dase para inducir al hombre a la virtud y apartarlo del vicio. Por consiguiente, el transgresor de la ley, y dado a los vicios, cuanto es de su parte, invalida o hace nula la ley».

También: «la pena la señala diciendo: «es condenado a muerte sin misericordia alguna». La pena era muy grave, porque ocasionaba la muerte (Ex 22, 18) y era además irremisible (Deut 19, 12 ss.)». No obstante, podría objetarse: «¿por ventura la ley de Dios excluye la misericordia? Consta que no, porque se dice: «yo quiero misericordia y no sacrificio» (Os 6, 6)».

La respuesta que da Santo Tomás es con la siguiente precisión: «Hay diferencia entre misericordia, perdón y clemencia; porque hay misericordia cuando el hombre muévese a mitigar el castigo, por cierta pasión del alma y del corazón, y esto a veces es contra la justicia y estorba su efecto». El motivo es distinto en el perdón, porque hay: «venia o perdón, cuando en gracia de una utilidad pública, afloja un poco en la pena debida». Por último: «clemencia es aflojar no sólo un poco en la pena, sino juzgar benignamente la culpa».

Puede, por ello, concluirse que, a los que juzgan: «estas dos últimas no les están prohibidas, más si la misericordia, en este primer modo, porque va contra la justicia e introduce la destrucción de la ley»[11]. Por consiguiente, si se puede juzgar con perdón y con clemencia, pero está excluida la misericordia, en este primer sentido, porque va contra la ley.

En un segundo sentido, que se da manera perfecta en Dios, en cambio, la misericordia está unida a la justicia. De ahí que: «cuando Dios usa de su misericordia no obra contra su justicia, sino que hace algo que está por encima de la justicia, como el que diese de su peculio doscientos denarios a un acreedor a quien no debe más que ciento, tampoco obraría contra la justicia; lo que hace es portarse con liberalidad y misericordia (…) Por donde se ve que la misericordia no destruye la justicia, sino que, al contrario, es su plenitud»[12]. Por ello: «la obra de la justicia divina presupone siempre la obra de la misericordia». De manera que: «en la raíz de toda obra divina», que está hecha «con el debido orden y proporción, que es en lo que consiste la razón de justicia», siempre «aparece la misericordia»[13].

657. –Después de este versículo, se dice en la epístola de San Pablo: «Pues, ¿cuánto más mayores suplicios, merecerá aquel que atropellaré al Hijo de Dios, y tuviere por vil y profana la sangre del testamento, por la cual fue santificado, y ultrajare al Espíritu Santo, autor de la gracia? Pues bien conocemos quién es el que dijo: a «Mi está reservada la venganza, y Yo soy el que la ha de tomar». Y también: «El Señor juzgará a su pueblo» (Dt 32, 35-36). ¡Horrenda cosa es caer en manos del Dios vivo!»[14]. ¿Cómo explica el Aquinate que el Apóstol parece atribuir este rigor en el Nuevo Testamento?

–De lo explicado, infiere Santo Tomás que: «No siendo, pues, el Antiguo Testamento tan santo como el Nuevo, y castigándose con tanta severidad a su transgresor, luego al del Nuevo habrá que castigarlo con mayor rigor»[15].

Al decirse en el texto «cuánto más mayores suplicios, merecerá aquel que atropellaré al Hijo de Dios»[16], nota que: «pónese lo que mira al Nuevo Testamento cuanto a culpa y pena». Respecto a esta última: «Puesto que en el mismo el que predica es Cristo, quien se desmanda contra Él es castigado con mayor rigor. Así se lee: «Por tanto, os digo que Tiro y Sidón serán menos rigurosamente tratadas que vosotros en el día del juicio (Mt 11, 22)».

Según esta doctrina, podría plantearse esta cuestión: «¿Por ventura lo pasa peor el pecador cristiano que el infiel? Porque si así fuese mejor sería que todos fuesen infieles».

La objeción, sin embargo, no tiene objeto, porque hay que distinguir la infidelidad, o carencia de fe, ente los que son infieles, por no tener noticia de la verdadera fe, y los infieles, que también carecen de fe, pero porque la han despreciado o la rechazado. De manera que: «una cosa es la infidelidad de los que desprecian la fe, porque éstos propiamente son los que la menosprecian; y otra la de los que no la profesan por no haber oído hablar de ella, y a estos no se les imputa el pecado de infidelidad», puesto que es totalmente involuntaria. «En cambio, el que habiéndola oído la desprecia es castigado con mayor rigor, por ser el de la infidelidad, de los pecados, el mayor», sólo superado por el odio a Dios.

Además, los infieles involuntarios, y que sólo lo son en cuanto a la materia o contenido de la fe, son pecadores y no merecen por sí mismos la salvación. No obstante, por la misericordia de Dios, pueden obtener gracias actuales y pedir perdón a Dios con el deseo implícito del bautismo. Sin embargo, con la falta de las gracias habituales y santificantes de los sacramentos, les es muy difícil vencer a todo lo que les lleva al mal. De ahí la necesidad de conocer y aceptar la fe. Así se explica también el afán misionero y evangelizador de los cristianos.

En cuanto a la culpa, advierte Santo Tomás que: «San Pablo tasa la gravedad de la culpa de los que pecan en el Nuevo Testamento por los beneficios hechos por Dios en él y el beneficio máximo y más precioso que Dios nos ha hecho es habernos dado a su Hijo unigénito (2 Pe 1, 4); dionos también al Espíritu Santo (…) Así que la ingratitud, por tanto que Él nos ha dado, agrava nuestro pecado y lo aumenta en magnitud»[17].

Precisa sobre la expresión «atropella al Hijo de Dios»[18], que: «quien libremente y sin ningún temor «ensucia la sangre de Cristo»; quien indignamente la toma y abusa del «Espíritu» dado de gracia, pues «es un don de Dios, no por las obras» (Ef 2, 8); e insulta a Cristo el que de sí lo arroja por el pecado». Por ello, se dice en la Escritura que el espíritu santo: ««se alejará», esto es, por ser expulsado «por la iniquidad sobrevenida» (Sab 1, 5); «No entristezcáis al Espíritu Santo de Dios» Ef 4, 30; y «no apaguéis a1 Espiritu» (1Tes 5, 19)»[19]. De ahí que se diga, en estos versículos de la epístola de San Pablo: »Pues bien conocemos quién es el que dijo: a Mi está reservada la venganza, y Yo soy el que la ha de tomar» (Dt, 32, 35)»[20].

658. –¿Cuándo y en qué consistirá la «venganza» de Dios de la que habla el Apóstol?

–Explica a continuación Santo Tomás que San Pablo se apoya en el versículo citado del Deuteronomio y en el siguiente: ««El Señor juzgará a su pueblo»[21]. Comenta, sobre este último, que San Pablo: «por pueblo quiere decir los que no menosprecian su fe, porque los infieles serán condenados y no juzgados con juicio de discusión»[22], o con el examen de sus méritos o deméritos, que contrajeron durante su vida mortal; aunque sí con el llamado juicio de retribución, porque «dos cosas pertenecen al juicio: la discusión de los méritos y la retribución de los premios»[23].

Se comprende, porque: «en el juicio (final), como dice San Gregorio intervendrán cuatro clases de personas: unas, que no serán juzgadas, sino juzgarán y se salvarán, conviene a saber, los apóstoles y los apostólicos varones»[24]. No serán juzgados con juicio de discusión, pero si con el de retribución, porque el juicio final por Cristo Juez será para todos los hombres.

En este juicio, tiene que mostrarse la bondad de unos y la maldad de otros. De este modo: «aparecerá manifiestamente la divina justicia en todas aquellas cosas que, si ahora permanecen ocultas, es porque Dios dispone de ellas para la utilidad de los demás y contrariamente a lo que los hechos parecen exigir que sean vistas»[25].

Esta primera clase de personas juzgarán, tal como les dijo el mismo Cristo: «Os sentaréis sobre doce tronos, para juzgar las doce tribus de Israel»[26]. Explica Santo Tomás que ciertamente, como está profetizado: «El Señor vendrá a juzgar con los ancianos de su pueblo»[27], pero advierte que Cristo redentor será el único juez de todos los hombres vivos y muertos.

Estas personas escogidas juzgarán en cuanto transmitirán la sentencia de Cristo Juez, porque: «juzgar dice la acción con que se procede contra uno, en consecuencia, propiamente juzga quien sentencia contra otro de palabra. Pero esto sucede de dos maneras. De un modo por propia autoridad», y en este sentido corresponde sólo a Cristo, ya que: «juzgar de esta manera es propio de Dios». De otro: «por transmisión de sentencia, dada por la autoridad, para que llegue al conocimiento de los demás. De esta manera juzgarán los varones perfectos, que transmiten a otros el conocimiento de la justicia divina y de lo que se les debe justamente por sus propios méritos o deméritos, de suerte que la misma revelación de la justicia se llame juicio»[28].

Además de los que juzgarán no «por propia autoridad», sino «por transmisión de las sentencias», tampoco serán juzgados por «discusión de los méritos», sino igualmente, por «distribución de los premios», los «buenos», porque: «lo universal lo abarca todo. Y este juicio es llamado universal. Todos pues serán juzgados»[29]. De manera que, sin excepción: «todos, incluso los buenos, serán juzgados, puesto que cada cual recibirá de la divina sentencia el premio que le corresponde al propio mérito»[30].

La segunda clase de personas, según San Gregorio Magno, son las que: «serán juzgadas y se salvarán, como buenos con cierta medida»[31]. Son las que han muerto en gracia de Dios y se les juzgará, en el estado actual en que se hallan, con la retribución del premio, que por la gracia han merecido. También con juicio de discusión, porque previamente se examinarán sus buenas y malas obras.

Ya habrán sido juzgados, en un juicio particular, tanto entonces en «discusión de méritos» como en «distribución de los premios», porque, como enseña la Iglesia: «cada hombre, después de morir, recibe en su alma inmortal su retribución eterna en un juicio particular que refiere su vida a Cristo»[32], y «allí se hace examen justísimo de todo cuanto en cualquier tiempo hay hecho, dicho o pensado»[33].

Advierte Santo Tomás que, en el juicio universal: «la discusión de méritos en los elegidos no se hará con objeto de «quitar» la certeza de la bienaventuranza del corazón de quienes son juzgados, sino con el fin de que vean manifiestamente todos la preeminencia de méritos buenos sobre los malos y se den cuenta de la justicia divina»[34].

También, en tercer lugar: «otras personas serán juzgadas y condenadas, como los fieles malos»[35]. Las que recibieron la fe sobrenatural y con ella las demás virtudes teologales y sobrenaturales, pero han muerto en pecado mortal, serán juzgadas con los dos juicios. En el juicio de «discusión de los méritos» a los fieles que se van a condenar, se «descubrirá en ellos ciertas cosas que agradan, y que en los infieles no están, porque «sin fe no es posible agradar a Dios» (Heb 11, 6)». Sin embargo, su castigo será más riguroso, por su mayor culpa, como se ha dicho. «No obstante, la sentencia de condenación que caerá sobre unos y otros será terrible para todos»[36].

Otras, por último, según la explicación de San Gregorio: «no serán juzgadas, pero sí condenadas, como todos los infieles»[37]. Serán los infieles, que serán juzgados con «juicio de retribución», en el que recibirán el castigo que merecen. No, en cambio, con juicio de «discusión de los méritos», porque: «aquellos que en nada se adhirieron a Cristo, ni por la fe ni por las obras (…) no necesitan de ningún examen porque nada tienen en común con Cristo»[38]. Los que carecen fe sobrenatural pueden hacer alguna buena obra, pero meramente natural, sin mérito sobrenatural, por encontrarse en el estado de naturaleza caída por el pecado y no reparada por la gracia.

Además, debe tenerse en cuenta que: «tanto mayor será un pecado cuanto más separa al hombre de Dios. La infidelidad es lo que más aleja de Dios, porque priva hasta de su verdadero conocimiento, y el conocimiento falso de Dios no acerca, sino que aleja más al hombre de Él. Y no podemos decir que conoce algo de Dios el que tiene una opinión falsa, porque eso que él piensa no es Dios. En consecuencia, el pecado de infidelidad es el mayor de cuantos pervierten la vida moral»[39]. De ahí que la Iglesia siempre haya tenido el afán caritativo de evangelizar y convertir a los infieles.

659. –¿Por qué concluye el Apóstol con la exclamación: «¡Horrenda cosa es caer en manos del Dios vivo!» (v. 31)?

–Observa Santo Tomás que San Pablo: «saca esta conclusión, puesto que Dios, que juzgará a su pueblo, se reserva la venganza; pues, cuanto el juez es más justo y poderoso, tanto es más de temer». Se dice en la Escritura: ««Dios justo y fuerte» (Sal 7, 12). Luego horrendo es caer en sus manos». También se lee en el libro de Daniel en boca de la casta Susana, amenazada por los dos viejos: ««es mejor para mí no hacer una mala obra que caer en vuestras manos» (Dn 13, 23)»; y, en otro lugar: « «Si no hacemos penitencia, caeremos en las manos del Señor y no en las manos de los hombres» (Eccli 2, 22)».

Podría objetarse que: «David, por el contrario, prefirió mejor caer en manos de Dios que en manos de los hombres»[40]. El rey David, después de haber pedido perdón a Dios, le dijo al profeta Gad, que le había reprochado su pecado de orgullo, y le anunciaba, de parte de Dios, que podía elegir entre varios castigos: «Por todas partes me veo cercado de angustias, pero más vale caer en las manos del Señor, porque son grandes sus misericordias, que no en las manos de los hombres»[41].

A la objeción, responde Santo Tomás: «el hombre peca ofendiendo al hombre y ofendiendo a Dios. Según esto, mejor es caer en manos del hombre ofendido que de Dios ofendido; o digamos que es mejor, para un pecador desvergonzado caer en manos del hombre, más para un pecador que se arrepiente, mejor en manos de Dios, que fue el partido que escogió David».

También precisa seguidamente: «en tanto no llega el juicio, no es cosa horrenda caer en manos de Dios, que juzga benignamente mientras es padre de misericordias; pero después del juicio, cosa horrenda será cuando, como Dios de las venganzas, las justicias juzgará; que ahora, como si se viese rodeado de las flaquezas, que un tiempo conoció por experiencia, de compasión que nos tiene, misericordia previene en el juicio que nos da»[42].

660. –Declara el Aquinate, en su explicación a los diez mandamientos, que «dos son los motivos, que estimulan al hombre a practicar el bien y lo alejan del mal». Examinado el primero, ¿cuál es el segundo de estos dos motivos?

–Indica Santo Tomás que, además del motivo del temor para cumplir la ley divina de Moisés: «hay otra manera de apartar del mal e inducir al bien; el camino del amor». Ello explica la existencia del ley divina del amor, porque: «tal procedimiento, el del temor, resulta insuficiente; e insuficiente fue la ley promulgada por Moisés, que se apoyaba en él para atajar el mal, ya que, aunque impidiera la ejecución, no lograba contener las intenciones». Por el contrario, el camino del amor: «es el que sigue la ley de Cristo, esto es, la ley del Evangelio, que es ley de amor».

Hay además tres diferencias entre las dos leyes. «La primera es porque la ley del temor convierte en esclavos a los que la siguen; la del amor, en cambio, los hace libres». Es así, ya que: «quien obra sólo por miedo, actúa como un esclavo; el que se guía por el amor, procede como hombre libre, como un hijo». Queda confirmado en estas palabras de la Escritura: ««Donde está el Espíritu del Señor, está la libertad» (2 Cor 3, 17), porque los que obran por el amor, en fuerza de su amor, actúan como hijos».

La segunda diferencia entre las dos leyes consiste en que: «a los cumplidores de la ley antigua se les prometía una recompensa temporal. Se dice en la Escritura: «Si queréis escucharme, comeréis los frutos de la tierra (Is, 1, 19)». En cambio: «los observantes de la nueva ley conquistan bienes celestiales. Se dice en el Nuevo Testamento: «Si quieres entrar en la vida, guarda los mandamientos» (Mt 19, 17); y «Convertíos porque está cerca el reino de los cielos» (Mt 3, 2)».

La tercera diferencia estriba en que: «la primera de estas dos leyes es pesada y agobiante. Se lee también en el Nuevo Testamento: «¿Por qué tratáis de poner nuestro cuello, un yugo que ni nuestros padres ni nosotros pudimos llevar» (Act 15, 10)». A la inversa: «la ley de Cristo es ligera. Por ello, se lee en el mismo: «Mi yugo es llevadero y ligera mi carga (Mt 11, 30); y «No habéis recibido un espíritu de esclavitud para caer de nuevo en el temor, sino un espíritu de hijos adoptivos» (Rm 8, 15)»[43].

661. –Después de probar, en la Suma contra los gentiles, que la ley divina quiere unirnos a Dios por el amor y así hacenos felices, afirma el Aquinate que: «De ahí resulta que la ley divina intenta también el amor al prójimo»[44]. ¿Por qué se sigue que deba amarse al prójimo?

–Preguntado por un doctor de la ley sobre el principal mandamiento de la ley divina, Cristo contestó: «Amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón, con toda tu alma y con todo tu entendimiento. Éste es el mayor y primer mandamiento. El segundo es semejante a éste: Amarás a tu prójimo como a ti mismo. De estos dos mandamientos penden toda la Ley y los Profetas»[45]. Comenta Santo Tomás que: «Quien observa esto, cumple toda la ley. Lo indica San Pablo: «amar es cumplir la ley entera» (Rm 13, 10)».

Nota también Santo Tomás que Cristo: «a una sola pregunta dio dos respuestas. La primera fue: «Amarás al Señor, tu Dios» (…). La segunda: «Amarás a tu prójimo como a ti mismo»[46]. La segunda se sigue de la primera, porque: «entre quienes tienen un fin común debe darse unión de afectos. Es así que los hombres tienen como fin último común la bienaventuranza, al cual han sido ordenados por Dios. Por tanto, es preciso que los hombres se unan entre sí por un mutuo amor».

Además: «como el hombre es «naturalmente un animal social» (Aristóteles, Ética 1, 5) precisa ser ayudado por los demás para conseguir su propio fin. La mejor manera de ayudarse es el amor mutuo entre los hombres».

Este argumento prueba que el segundo precepto de la ley de Cristo no es contrario a la ley natural. No sólo porque: «la ley divina se da al hombre en auxilio de la ley natural», sino que también: «es natural a todos los hombres el amarse mutuamente, como lo demuestra el hecho de que un hombre, por cierto instinto natural, socorre a otro, incluso desconocido, en caso de necesidad, por ejemplo, apartándolo de un camino equivocado, ayudándole a levantarse si se ha caído, y otras cosas parecidas, «como si todo hombre fuera naturalmente para su semejante un familiar y amigo» (Ética VIII, 1). Luego el amor mutuo entre los hombres está preceptuado por la ley de Dios».

De ahí que asimismo: «se lea en la Escritura: «Este es mi mandato, que os améis mutuamente» (Jn 15, 12); y «Este mandato hemos recibido de Dios, que quien ama a Dios ame también a su hermano» (1 Jn 4, 21)»[47].

Eudaldo Forment

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 



[1] Santo Tomás de Aquino, Suma contra los gentiles, III, c. 114.

[2] Ibíd., III, c. 115.

[3] Deut 10, 12.

 

[4] Catecismo de la Iglesia Católica, 2056.

[5] San Agustín, Cuestiones sobre el Heptateuco,  II. Cuestiones sobre el Éxodo, n. 140.

[6]  Santo Tomás de Aquino, Suma contra los gentiles, III, c. 116.

[7] ÍDEM, Exposición de los dos mandamientos del amor y de los diez mandamientos de la ley., Prol., I

[8] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1992.

[9] Concilio de Trento, Decreto sobre la justificación, c. VII

[10] Santo Tomás de Aquino, Exposición de los dos mandamientos del amor y de los diez mandamientos de la ley., Prol., I

 

[11] Santo Tomás de Aquino, Comentario a la Epístola de San Pablo a los Hebreos, c. X, lec. 3.

[12] Ídem, Suma teológica, I, q. 21, a. 3, ad 2.

[13] Ibíd., I, q. 21, a. 4, in c.

[14] Heb 10, 29-31.

[15] Santo Tomás de Aquino, Comentario a la Epístola de San Pablo a los Hebreos, c. X, lec. 3.

[16] Heb 10, 29.

[17] Santo Tomás de Aquino, Comentario a la Epístola de San Pablo a los Hebreos, c. X, lec. 3. En este sentido, advierte Santo Tomás que: «la muerte de Cristo (…) dependió de su voluntad paciente, voluntad que estaba dispuesta a soportar la muerte, tanto por obediencia al Padre –“Haciéndose obediente al Padre hasta la muerte” (Filip 2, 8)– como también por caridad para con los hombres –“Cristo nos amó y se entregó por nosotros” (Ef 5, 2)–. Y así la muerte de Cristo fue meritoria y satisfactoria por nuestros pecados, y en cuanto acepta por Dios, lo cual bastó para la reconciliación de todos los hombres» (Santo Tomás de Aquino, Comentario a la epístola a los romanos, c. 5, lec. 2.

[18] Heb 10, 29.

[19] Santo Tomás de Aquino, Comentario a la Epístola de San Pablo a los Hebreos, c. X, lec. 3.

[20] Heb 10, 30.

[21] Dt 32, 36.

[22] Santo Tomás de Aquino, Comentario a la Epístola de San Pablo a los Hebreos, c. X, lec. 3.

[23] ÍDEM, Suma teológica, Supl q. 89, a. 6, in c.

[24] ÍDEM, Comentario a la Epístola de San Pablo a los Hebreos, c. X, lec. 3

[25] ÍDEM, Suma teológica, Supl. q. 88, a. 1, in c

[26] Mt 19, 28.

[27] Is 3, 14.

[28] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica,  Supl., q. 89, a. 1, in c.

[29] Ibíd., Supl., q. 89, a. 6, sed c. 2.

[30] Ibíd., Supl., q. 89, a. 6, in c.

[31] ÍDEM, Comentario a la Epístola de San Pablo a los Hebreos, c. X, lec. 3.

[32] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 1022.

[33] Catecismo del Concilio de Trento, I, c. VIII, 3.

[34] Santo Tomás de Aquino, Suma teológica, Supl., q. 89, a. 6, ad 2.

[35] ÍDEM, Comentario a la Epístola de San Pablo a los Hebreos, c. X, lec. 3.

[36] ÍDEM, Suma teológica, Supl., q. 89, a. 7, ad 2.

[37] ÍDEM, Comentario a la Epístola de San Pablo a los Hebreos, c. X, lec. 3

[38] ÍDEM, Comentario a la segunda epístola a los Corintios, c. V, lec. 2.

[39] ÍDEM, Suma teológica, II-II, q. 10, a. 3, in c. «La infidelidad misma no tiene razón de pecado de no ser voluntaria. Por eso es más grave cuanto es más voluntaria» (Ibíd, II-II, q. 34, a. 2, ad 2).

[40] ÍDEM, Comentario a la Epístola de San Pablo a los Hebreos, c. X, lec. 3.

[41] 1 Cron.  21, 13.

[42] Santo Tomás de Aquino, Comentario a la Epístola de San Pablo a los Hebreos, c. X, lec. 3.

 

[43] ÍDEM, Exposición de los dos mandamientos del amor y de los diez mandamientos de la ley., Prol., I

[44] ÍDEM, Suma contra los gentiles, III, c. 117.

[45] Mt 22, 37-40.

[46] Santo Tomás de Aquino, Exposición de los dos mandamientos del amor y de los diez mandamientos de la ley.,  Prol., III.

[47] ÍDEM, Suma contra los gentiles, III, c. 117.

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