LII. La gracia de la oración

569. ––Si, como se ha probado: «todo cuanto se realiza aquí abajo, incluso lo contingente, cae bajo la divina providencia», parece que se plantea la siguiente alternativa: «o que la providencia no sea cierta o que todo suceda necesariamente». Las dos opciones son contrarias a lo expuesto hasta este nuevo capítulo, dedicado a la certidumbre de la providencia divina. ¿Cómo resuelve el Aquinate esta dificultad que plantea?

––La dificultad la presenta Santo Tomás en cinco objeciones distintas. Para resolverlas, presenta una síntesis de lo ya ha expuesto y probado. Para hacer frente a estas objeciones, recuerda estas tres tesis. Primera: «nada escapa a la divina providencia». Segunda: «el orden de la misma es inmutable». Tercera: «todo lo provisto por ella tiene que acontecer necesariamente».

La primera queda probada si: «se tiene en cuenta que, como Dios es la causa universal de todo cuanto existe y a todo da el ser, es preciso que el orden de su providencia lo abarque todo; pues a las cosas a las que dio el ser es preciso que les dé la conservación, y que, además, les confiera la perfección en su último fin (III, c. 64 y ss.)».

La segunda se explica, porque: «en todo ser providente hay que considerar dos cosas, a saber la premeditación del orden y la aplicación del orden premeditado a las cosas que caen bajo la providencia, perteneciendo lo primero a la facultad cognoscitiva y lo segundo a la operativa».

En cuanto al orden pensado previamente: «la providencia, al premeditar el orden, será tanto más perfecta, cuanto más al detalle descienda dicho orden, pues, si nosotros no podemos premeditar el orden de cuantas cosas particulares entran en lo que hemos de disponer, esto proviene del defecto de nuestro entendimiento, que no puede abarcar todo lo singular, y en tanto se tiene a uno por más capacitado en cuanto más cosas singulares puede premeditar, pues quien sólo proveyere sobre cosas universales, bien poca parte de prudencia tendría».

Respecto a la imposición del orden a las cosas: «tanto es más digna y más perfecta la providencia del gobernante cuanto más universal y por medio de más gobernantes desarrolla su premeditación, porque incluso la misma disposición de gobernantes tiene gran parte en la provisión del orden».

Como «Dios es absoluta y universalmente perfecto (III, c. 28)», su providencia posee «el más alto grado de la perfección» y, por consiguiente, por una parte: «en su acción providencial mediante la reflexión sempiterna de su sabiduría ordena todas las cosas por muy pequeñas que parezcan». Por otra: «cualesquiera de las cosas que obran hácenlo como instrumentos movidos por Él (III, c. 67); y sometidas a Él, le sirven para desarrollar el orden de la providencia ideado, desde la eternidad».

Sobre la tercera tesis, la de la necesidad del cumplimiento de la providencia divina, nota Santo Tomás que no puede ser frustrable por la criatura, porque dado que: «todo cuanto puede obrar es necesario que, al obrar, le sirva, será imposible, que un agente impida la ejecución de la divina providencia obrando contrariamente». Podría darse otra posibilidad, que el impedimento a la providencia divina fuera involuntario. Sin embargo: «tampoco es posible que ella sea impedida por el defecto de algún agente o paciente, porque cuanto hay de potencia activa o pasiva, en las cosas, ha sido causado según la disposición divina (III, c. 70)».

Además, por parte de Dios: «es imposible que la ejecución de la divina providencia sea impedida por cambio del providente, porque Dios es absolutamente inmutable, Como ya se probó (I, c. 13)». Por consiguiente, debe afirmarse la siguiente cuarta tesis, que se deriva de las tres anteriores: «la divina providencia jamás puede fracasar».

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570. ––Para poder resolver las cinco objeciones, ¿compendia el Aquinate algo más de lo ya explicado?

––En segundo lugar, Santo Tomás recuerda una quinta tesis, conexionada con las otras cuatro: «Algunas cosas de las que están sujetas a la providencia divina son necesarias y otras cosas contingentes; no en cambio todas necesarias».

Para probarla, recuerda Santo Tomás, que, como ya se demostró: «todo agente tiende a lo bueno y a lo mejor según su posibilidad (III, c. 3)». También que, además: «lo bueno y lo mejor varían de significación según se refieran al todo o a las partes». El bien del todo significa: «la integridad, que resulta del orden y composición de las partes».

De ello se sigue que: «es mejor para el todo que haya disparidad entre sus partes, sin la cual no es posible el orden y la perfección del todo, que el que todas sus partes sean iguales, alcanzando cada una el grado de la mejor de las partes; pues cada parte de grado inferior, en sí considerada, sería mejor si estuviese en el grado de la parte superior».

De manera que: «el agente universal tiende al bien del todo». En cambio: «el agente particular tiende en absoluto al bien de la parte y hácela lo mejor que puede». Se explica así que en la naturaleza: «la corrupción, la disminución y todo defecto responden a la intención de la naturaleza universal y no de la particular, porque toda cosa, según su posibilidad, huye lo defectuoso y tiende a lo perfecto».

Como: «la primera distinción de partes que se manifiesta en el universo es la de contingente y necesario», se sigue, según lo dicho, que: «todo agente que es parte del universo, tiende en lo posible a conservar su ser y su natural disposición y a consolidar su efecto». No ocurre así con el agente universal, porque: «Dios, que es el gobernador universal, decide que un efecto resulte necesario y otro contingente; y, en atención a esto, les adapta diversas causas, a unos necearías y a otros contingentes». Por consiguiente está bajo el orden de la providencia divina: «no sólo que se dé tal efecto, sino también que uno sea necesariamente y otro contingentemente».

571. ––Además de estas cinco tesis ¿es preciso tener en cuenta otras?

––Por último, deben añadirse dos tesis ya explicadas, para evitar sostener que se da necesidad en todo lo que sucede. Se prueban desde lo que: «enseña Aristóteles, en la Metafísica (VI, c. 1), que si decimos que todo efecto tiene alguna causa propia y añadimos que, puesta la causa necesariamente se sigue el efecto, resultará que todos los futuros sucederán necesariamente. Pues si todo efecto tiene una causa propia, habrá que reducir todo futuro a alguna causa presente o pretérita».

Si todo efecto tiene necesariamente una causa y, a la inversa, de la actuación de la causa también necesariamente se sigue su efecto propio, se sigue que todo es necesario. Así, por ejemplo, respecto a la primera premisa: «si preguntamos de alguien si será muerto por ladrones, este efecto tiene una causa precedente, que es el encuentro con los ladrones; y éste, otra, a saber, que el individuo salga de casa; y éste, otra, o sea, que quiera buscar agua; y esto tiene a su vez una causa anterior, es decir, la sed, que es causada por comidas saladas actualmente o antes».

En cuanto a la segunda, de: «si, puesta la causa, se sigue necesariamente el efecto, será necesario también que, si come salado, tenga sed; y si la tiene, que vaya a buscar agua; y si quiere buscarla que salga de casa; y si sale, que se encuentre con los ladrones; y si le encuentran, lo maten». Por tanto, juntando lo primero con lo último, será necesario que a quien come salado lo maten los ladrones».

Sin embargo, el mismo Aristóteles dice: «no es verdad que todo efecto tenga causa propia, porque lo que es accidental, en el ejemplo: que le salgan los ladrones a éste que busca agua, no tiene causa determinante». La sexta tesis, por ello, podría formularse así: los efectos pueden tener causa propia o causa accidental.

Además: «Tampoco es verdad que, puesta la causa se siga necesariamente el efecto, porque hay causas que pueden fallar». La séptima tesis es, por ello, que hay causas infrustrables y otras frustrables.

572. ––¿Cuál es la primera objeción a la compatibilidad entre la existencia de la providencia y de la contingencia?

––De acuerdo con la sexta tesis, que afirma que los efectos pueden tener causa propia, en la primera objeción se afirma: «todos los efectos que se reducen a alguna causa propia, –o por sí misma, presente o pretérita, puesta la cual se sigue necesariamente el efecto–, suceden necesariamente».

Se infiere de ello que pueden darse tres posibilidades: o es preciso decir que no todos los efectos están sujetos a la divina providencia –y así la providencia no será universal, contra lo que antes se demostró», porque los efectos contingentes no dependerán de ella; «o no es necesario que, dada la providencia, se dé un efecto, y así la providencia no será cierta», porque la providencia no sería causa de los efectos contingentes; «o es necesario que todo suceda necesariamente, pues la providencia es no sólo presente o pretérita, sino eterna, porque nada puede haber en Dios que no sea eterno», y no se dará entonces lo contingente.

A esta argumentación replica Santo Tomás: «Es evidente que, aunque la divina providencia –desde el presente o desde el pretérito, o mejor aún desde toda la eternidad– sea causa propia de un determinado efecto futuro no se sigue –como se deduce en esta primera objeción– que tal efecto haya de suceder necesariamente, puesto que la divina providencia es causa propia para que dicho efecto suceda contingentemente. Y esto no se puede anular». La divina providencia, de acuerdo con la tesis séptima, hace que sucedan las cosas de modo necesario, –y, por ello, inimpedible–, o de modo contingente –y, por tanto frustrable–. De este modo todo está sujeto a la divina providencia, que no es, por ello, frustrable o poder ser anulada,

573. ––¿Si la divina providencia es infrustrable, y, por tanto, absolutamente infalible, todo sucederá necesariamente?

––Como respuesta afirmativa se presenta en la segunda objeción, que es la siguiente: «Si la divina providencia es cierta, es preciso que la siguiente proposición condicional sea verdadera: «Si Dios provee esto, sucederá». Pero el antecedente de esta condicional es necesario, porque es eterno. Luego el consiguiente es necesario, porque es preciso que el consiguiente de una condicional sea necesario cuando su antecedente lo es, porque el consiguiente es como la conclusión del antecedente. Más todo lo que se sigue de lo necesario debe ser necesario. Luego, si la providencia divina es cierta, resulta que todo sucede necesariamente».

En la correspondiente respuesta, reconoce Santo Tomás que: «la condicional: «Si Dios ha dispuesto este futuro, sucederá» es verdadera, pero para entenderlo rectamente hay que tener en cuenta que: «sucederá tal como Dios proveyó que había de suceder. Proveyó que fuera contingente. Por tanto, se sigue infaliblemente que será contingente y no necesario».

También la tercera objeción se insiste en el problema de la infalibilidad de la providencia divina. Parte del siguiente ejemplo: «Decimos que Dios haya provisto una cosa, por ejemplo, que uno ha de reinar». Si se deja aparte esta disposición divina, y se examina el hecho en sí mismo debe sostenerse que: «será posible que reine o que no». En el segundo caso: «si no es posible que no reine, será imposible que no reine y, en consecuencia, será necesario que reine». De la negación de la posibilidad de la alternativa negativa se sigue la necesidad de la otra. En cambio: «si es posible que no reine, puesto el posible, no se sigue algo imposible», De la afirmación de la posibilidad de lo negativo no se sigue la necesidad de la otra posibilidad; pero, en este caso, «sí se sigue que falla la divina providencia». Por consiguiente: «no es imposible que la divina providencia falle». Y si es así, debe, por tanto, decirse sobre que: «Dios lo ha provisto todo, que la divina providencia no sea cierta o que todo suceda necesariamente».

A esta tercera objeción responde Santo Tomás: «Lo que se supone que Dios ha dispuesto como futuro, si es del género de lo contingente, podrá no ser, considerado en sí, pues ha sido dispuesto como contingente y con posibilidad de no ser». Tendrá dos posibilidades, porque podrá suceder o no suceder. En cualquier caso: «no es posible que falle el orden de la providencia», porque Dios ha querido que ocurre de este modo contingente. Así, en el ejemplo de la refutación: «puede decirse que tal individuo no habrá de reinar si lo consideramos en sí», porque el reinar para él es contingente, «más no sí lo consideramos como dispuesto por Dios»[1]. Se cumplirá lo previsto por Dios, Su providencia no está sujeta a los modos de necesidad y contingencia, que son propios de las criaturas.

La doctrina de esta respuesta queda completada con otra explicación de la Suma teológica. Comienza con esta afirmación: «Es posible que algo suceda fuera del orden de una causa particular, pero no que suceda fuera del orden de la causa universal». Lo prueba Santo Tomás con el siguiente argumento: «Para que algo suceda fuera del orden de una causa particular es necesario que intervenga alguna otra causa particular, la cual por necesidad, está dentro del orden de la causa primera universal». Está cada una sujeta al orden de la providencia divina. «Así, por ejemplo, la indigestión acontece fuera del orden de la potencia nutritiva, debido a algún impedimento, como la grosura del alimento, que proviene de otra causa; y así sucesivamente hasta llegar a la causa primera universal».

Por consiguiente: «Siendo Dios la causa primera universal, no ya de un solo género, sino de todo el ente, es imposible que suceda algo fuera del orden del gobierno divino. En realidad, por el mero hecho de que algo parece salirse en parte del orden de la providencia, atendiendo a una causa particular, necesariamente viene a caer dentro de este mismo orden por razón de otra causa también particular»[2].

Ello no impide que no se dé lo casual o fortuito, porque: «cuando se dice que algo es casual en las cosas, se entiende por orden a determinadas causas particulares, fuera de cuyo orden se verifica. Sin embargo respecto de la Providencia divina, como declara San Agustín: «nada sucede en el mundo por casualidad» (Ochenta y tres cuestiones diversas, c. 24)»[3].

En este lugar, Santo Tomás confirma que nada hay independiente o imprevisto a la causalidad universal de Dios con estas palabras de la Escritura: «Señor, Señor, Rey omnipotente, porque en tu poder están todas las cosas y no hay quien pueda resistir a tu voluntad si has resuelto salvar a Israel. Tú hiciste el cielo y la tierra y todo cuanto se contiene en el ámbito del cielo. Tú eres el Señor de todas las cosas y no hay quien resista a tu majestad»[4].

574. ––¿Cuáles son las otras dos objeciones?

––La cuarta objeción es la siguiente: «Cicerón en su libro De la adivinación, argumenta así: Si todo está provisto por Dios es cierto el orden de las causas. Y si esto es verdadero, todo sucede fatalmente. Y si todo se hace fatalmente, nada está abandonado a nuestro poder ni al arbitrio de nuestra voluntad. Síguese, pues, que el libre albedrío desaparece si la providencia divina es cierta. Y, por lo mismo, desaparecen todas las causas contingentes»[5].

A la objeción responde Santo Tomás que: «Habida cuenta de lo dicho, resulta vana la objeción de Cicerón. Pues como a la divina providencia están sujetos no sólo los efectos, sino también las causas y los modos de ser, según consta, de que lo haga todo la divina providencia no se sigue que nosotros nada tengamos que hacer, pues todo ha sido dispuesto de modo que sea hecho por nosotros libremente». Como se afirma en la quinta tesis hay, además de efectos y causas necesarias, las contingentes y, por tanto, también libres, y todo ello querido por Dios.

En la quinta objeción se dice: «La providencia divina no excluye las causas segundas, como ya se demostró (III, c. 77). Y entre las causas segundas, algunas son contingentes y capaces de fallar. Luego puede fallar el efecto de la providencia. Por tanto, la providencia divina no es cierta».

A ello responde Santo Tomás: «tampoco puede restar certeza a la divina providencia el fallo de las causas segundas, mediante las cuales son producidos los efectos de la providencia, como se dice en la objeción. Porque Dios obra en todo y según el arbitrio de su voluntad, como se demostró (III, c. 67 y II, c. 23). Por lo tanto, pertenece a su providencia el permitir que unas veces fallen las causas defectibles y otras el preservarlas de fallar»[6]. Así se ha probado en la demostración de la séptima tesis de la providencia divina,

575. ––Según la segunda tesis, la providencia divina es inmutable ¿Esta propiedad impide la utilidad de la oración?

––La oración no afecta a propiedad de la inmutabilidad de la providencia. Argumenta Santo Tomás, en el siguiente capítulo de la Suma contra los gentiles, que: «Así como la inmutabilidad de la divina providencia no impone necesidad a las cosas predispuestas, así tampoco excluye la utilidad de la oración»[7].

En la Suma teológica, cita estas palabras de San Juan Damasceno. «La oración es la elevación del alma a Dios» o «la petición a Dios de lo que nos conviene»[8], y, de acuerdo con ellas, afirma que: «La oración es una exposición de los deseos de nuestra voluntad a Dios para que él los cumpla»[9].

Explica también que: «Fueron tres los errores de los antiguos acerca de la oración». En primer lugar, indica que: «unos excluyeron la providencia en los asuntos humanos, por lo que venían a afirmar la inutilidad de la oración y de todo culto a Dios. A ellos se aplica lo que dice Malaquías: «Vosotros dijisteis que en vano se sirve a Dios» (Mal 3, 14)».

En segundo lugar, existió otra doctrina que: «afirmaba que todos los sucesos, aun los humanos, seguían un curso necesario que explicaban por la inmutabilidad de la providencia, la influencia de los astros o el encadenamiento de las causas. La consecuencia era la misma: negaban la utilidad de la oración».

Por último: «otros: afirmaban que los sucesos humanos están regidos por una providencia divina, excluyendo la fatalidad y defendiendo, por el contrario, la variabilidad de la providencia divina en sus disposiciones pudiendo nosotros hacerla cambiar con oraciones u otras prácticas de culto».

Las dos primeras posiciones han quedado ya refutadas en los capítulos anteriores de la Suma contra gentiles, dedicados a la providencia divina, y esta tercera, que pretende que la providencia divina es mudable para justificar la eficacia de la oración, es rebatida en el capitulo dedicado a probar que la inmutabilidad de la providencia no hace inútil la oración. La razón que da Santo Tomás es la siguiente: «La oración no se dirige a Dios con el fin de cambiar lo dispuesto eternamente por su providencia, que es cosa imposible, sino porque uno quiere alcanzar de Dios lo que desea».

Esta confianza, que implica la oración, queda justificada, porque: «es razonable que Dios asienta a los buenos deseos de la criatura racional. No como si nuestros deseos cambiaran al Dios inmutable, sino porque de su bondad se sigue la oportuna ejecución de lo deseado». Se prueba, porque: «como todas las cosas deseen naturalmente el bien, según se probó (III, c. 3) y a la excelsa bondad de Dios corresponde el distribuir ordenadamente el ser y ser bueno, es lógico que, según su bondad, cumpla los deseos piadosos que se le exponen mediante la oración».

576. ––¿En este capítulo de la «Suma contra los gentiles», el Aquinate da más razones que justifiquen que está fundada la intención de la oración?

––Entre las otras cuatro pruebas, que también da Santo Tomás, para asegurar la

posibilidad de la oración, se pueden destacar dos basadas en el amor de Dios. La primera es la siguiente: «Es esencial a la amistad que el amante quiera cumplir el deseo del amado, en cuanto quiere su bien y perfección. Por eso se dice que: «los amigos tienen un mismo querer» (Cicerón, Sobre la amistad, IV, 15)».

Además, por una parte: «como ya se demostró (I, c. 75), que Dios ama a su criatura; y tanto más ama a cada una cuando más participa ella de su bondad, que es lo que primera y principalmente ama Dios. Luego Dios quiere cumplir el deseo de la criatura racional, que, entre todas, es la que más participa de su bondad». Por otra: «la voluntad divina da a las cosas su perfección, porque es la causa de todas las cosas, como consta por lo dicho (II, c. 23)». Se debe concluir, por tanto, que: «es propio de la bondad divina el cumplir los deseos que la criatura racional le propone mediante la oración».

En la segunda demostración, se argumenta: «El bien de la criatura es una derivación de la bondad divina según cierta semejanza. Pero entre los hombres se tiene una gran estima a quienes no se niegan a acceder a las peticiones justas, por lo cual son llamados generosos, clementes, misericordiosas y piadosos los que así proceden. Luego mayormente pertenecerá a la bondad divina el escuchar los ruegos justos».

Todo ello queda confirmado por la Escritura, porque: «se dice en los Salmos: «Cumplirá la voluntad de los que le temen, oirá su oración y los salvará» (Sal 144, 19). Y en San Mateo dice el Señor: «Todo el que pide, recibe; el que busca, halla; y al que llama, se le abrirá»[10].

577. ––Si Dios, además de bondad infinita y bienhechora, es infinitamente sabio, sabe lo que necesita cada hombre y quiere ser su benefactor ¿Por qué quiere que se lo pida en la oración?

––El Catecismo de Trento, coincidiendo con la doctrina de Santo Tomás, responde así a esta cuestión: «Puede Dios en verdad, sin pedir nosotros y aun sin pensarlo, darnos en abundancia todas las cosas, al modo que provee a todos los animales, que carecen de razón, en todas las cosas para los usos necesarios de la vida; pero el benignísimo Padre quiere ser invocado por sus hijos; quiere que orando todos los días como es debido, le pidamos con toda confianza y quiere que, después de haber alcanzado lo que pedíamos, reconozcamos cada día más y alabemos su bondad para con nosotros»[11].

Algo parecido se encuentra en la Suma teológica. Para mostrar la conveniencia de orar, presenta, en ella, esta objeción: «La necesidad de la oración es sólo para notificar nuestras necesidades a quien puede remediarlas. Pero dice San Mateo: «Bien sabe vuestro Padre que de todo esto tenéis necesidad» (Mt 6, 32). Luego, no es conveniente orar a Dios»[12].

Responde Santo Tomás: «La necesidad de dirigir nuestras oraciones a Dios no es para ponerle en conocimiento de nuestras miserias, sino para convencernos a nosotros mismos de que tenemos que recurrir a los auxilios divinos en tales casos»[13].

La cotidiana petición confiada y la alabanza de la bondad divina, que implica la oración, sirve, se indica también en el Catecismo, además de aumentar la caridad y de hacernos dignos de la gracia, para que se adquiera la humildad, porque: «quiere el Señor (…) que nosotros comprendamos y reconozcamos lo que es verdad: que, si somos dejados del auxilio de la divina gracia, nada pueden conseguir nuestras obras, y que, por lo tanto, nos ejercitemos con todo nuestro afecto a la oración»[14].

En este sentido dice Santo Tomás que: «A la liberalidad divina debemos muchas cosas que ciertamente nunca pedimos. Si en los demás casos Dios exige nuestras oraciones es para utilidad nuestra, pues así nos convencemos de la seguridad de que nuestras súplicas llegan a Dios y de que Él es el autor de nuestros bienes. Por ello dice San Juan Crisóstomo: «Considera que felicidad se te ha concedido y que gloria llevas contigo: puedes hablar con Dios por la oración, alternar en coloquio con Cristo solicitar lo que quieres y pedir lo que deseas» (Cadena áurea, sobre San Lucas, c. 18)»[15].

A pesar de nuestra inclinación al mal y de nuestra flaqueza natural, se afirma en el Catecismo de Trento que «permite Dios ser objeto de nuestros pensamientos, para que, cuando estemos orando y pidiendo con empeño merecer sus dones, recibamos deseos de santificarnos, y extinguidos todos los pecados quedemos limpios de toda mancha»[16].

Se destaca también que, por último: «según frase de San Jerónimo, la oración contiene la ira del Señor (Com. Jer., VIII, 16): y por eso dice Dios a Moisés: «Deja que me ira se encienda contra ellos y que los destruya» (Ex 32, 10), porque queriendo castigar a su pueblo, se lo impedía con oraciones. Pues ninguna cosa hay que aplaque tanto a Dios encolerizado, o que, dispuesto ya para descargar los castigos sobre los pecadores, le contenga tanto y le aparte de la ira, como las oraciones de las personas piadosas»[17].

578. ––El reciente «Catecismo de la Iglesia Católica» se ocupa también de la oración. ¿Cómo explica lo que es la oración?

––En el nuevo Catecismo, publicado por San Juan Pablo II en 1992, después de citar la definición de San Juan Damasceno, se pregunta «¿Desde dónde hablamos cuando oramos?». Se responde que no «desde la altura de nuestro orgullo y de nuestra propia voluntad». Se ora: «desde «lo más profundo» (Sal 130, 14) de un corazón humilde y contrito»[18], desde su verdadera condición de absoluta dependencia y de arrepentimiento, con tristeza y abatimiento, por ser pecador.

Se explica también que: «para designar el lugar de donde brota la oración, las Sagradas Escrituras hablan a veces del alma o del espíritu, y con más frecuencia del corazón –más de mil veces–. Es el corazón el que ora»[19]. Sin embargo, no debe entenderse el corazón en el sentido del asiento del amor y de los sentimientos, ni como fuente de bondad, ni tampoco la sede del valor. Tiene un sentido más profundo, porque, propiamente es el centro nuclear de nuestro ser, lo más íntimo de nuestro propio yo.

En este sentido fundamental: «el corazón es la morada donde yo estoy, o donde yo habito –según la expresión semítica o bíblica: donde yo «me adentro». Es nuestro centro escondido, inaprensible, ni por nuestra razón ni por la de nadie: sólo el Espíritu de Dios puede sondearlo y conocerlo». Además: «Es el lugar de la decisión, en lo más profundo de nuestras tendencias psíquicas. Es el lugar de la verdad, allí donde elegimos entre la vida y la muerte»[20].

579. ––En el nuevo Catecismo, se dedica toda una parte, la cuarta y última, a la oración ¿Asume toda la doctrina expuesta en el anterior catecismo de Trento?

––El Catecismo de la Iglesia Católica presenta «la enseñanza de la Sagrada escritura, de la Tradición viva en la Iglesia y del Magisterio auténtico, así como la herencia espiritual de los Padres, de los santos y santas de la Iglesia», y desde todo ello intenta ayudar: «a iluminar con la luz de la fe las situaciones nuevas y los problemas que en el pasado aún no se habían planteado»[21]. De ahí que se encuentre en esta parte la doctrina de la oración del catecismo anterior y se insista especialmente en el fruto de la humildad.

Se declara ya al principio que: «La humildad es la base se la oración». La oración es una gracia y «la humildad es una disposición necesaria para recibir gratuitamente el don de la oración».

Se afirma incluso que: «El hombre es un mendigo de Dios»[22]. Se indica seguidamente la confrontación con el siguiente pasaje de San Agustín: «Está de pie el mendigo a la puerta del rico; pero también este rico está de pie a la puerta del Gran rico. Le piden a él y pide él. Si no sintiese necesidad, no llamaría mediante la oración a los oídos de Dios. ¿De qué tiene necesidad el rico? Me atrevo a decirlo: tiene necesidad hasta del pan cotidiano. De hecho, ¿por qué tiene abundancia de todo? ¿De dónde le viene sino de que Dios se lo otorgó? ¿Con qué se quedará si Dios retira su mano? ¿No se levantaron pobres muchos que se acostaron ricos? Si, pues, no les falta nada, es misericordia de Dios, no poder suyo»[23].

También es destacable el desarrollo que se hace de la concepción de la oración como una gracia de Dios. Podría decirse que es el primer efecto de la gracia, es una gracia previniente respecto a las demás, porque: «Dios es quien primero llama al hombre. Olvide el hombre a su Creador o se esconda lejos de su Faz, corra detrás de sus ídolos o acuse a la divinidad de haberlo abandonado, el Dios vivo y verdadero llama incansablemente a cada persona al encuentro misterioso de la oración. Esta iniciativa de amor del Dios es siempre lo primero en la oración, la iniciativa del hombre es siempre una respuesta»[24].

Después de citar el pasaje del evangelio de San Juan de la mujer samaritana en el pozo de Jacob, se dice en el Catecismo que: «la maravilla de la oración se revela precisamente allí, junto al pozo donde vamos a buscar nuestra agua: allí Cristo va al encuentro de todo ser humano, es el primero en buscarnos y el que nos pide de beber. Jesús tiene sed, su petición llega desde las profundidades de Dios que nos desea. La oración, sepámoslo o no, es el encuentro de la sed de Dios y de la sed del hombre. Dios tiene sed de que el hombre tenga sed de él»[25].

De ahí que: «Nuestra oración de petición es paradójicamente una respuesta. Respuesta a la queja del Dios vivo: «A mí me dejaron, Manantial de aguas vivas, para hacerse cisternas, cisternas agrietadas (Jr 2, 1), respuesta de fe a la promesa gratuita de salvación, la respuesta de amor a la sed del Hijo único»[26].

580. ––La oración presupone que la providencia divina no impone necesidad y que Dios por su bondad concede al hombre la gracia de orar, porque con la oración, además de la petición concedida, proporciona mucho bienes al hombre, principalmente la humildad. No obstante, parece implicar también una mutación en la providencia divina. No obstante el Aquinate lo niega. ¿Cómo se justifican, además de los señalados, los beneficios de la oración?

––En la Suma teológica, reconoce Santo Tomás que:«Hay que mostrar de tal modo la utilidad de la oración, que nos guardemos de imponer necesidad a las cosas humanas sometidas a la providencia divina y de concebir como mudables las disposiciones divinas».

Para resolver esta cuestión, debe tenerse en cuenta que: «La providencia divina no se limita a disponer la producción de tal o cual efecto, sino que también fija de que causas se ha de originar y en que orden».

También que: «Entre las muchas causas existentes una de ellas son los actos humanos. Si los hombres, por tanto, son causa de algo, esto no quiere decir que sus actos inmuten la disposición divina, sino que al hacer tal cosa ejecutan un efecto que está de antemano dispuesto por Dios. Esto sucede aun en las causas naturales».

Por consiguiente: «no de otro modo sucede en la oración». De manera que: «nuestra oración no tiende a cambiar la disposición divina, sino a obtener todo aquello que Dios tenía dispuesto conceder por las oraciones de las almas santas, es decir, que, como dice San Gregorio: «con nuestra petición merecemos recibir lo que Dios desde toda la eternidad tenía pensado darnos» (La fe ortodoxa, I, c. 8)»[27].

Parece que: «la oración doblega el ánimo de aquel a quien se pide para que nos conceda lo que pedimos» y que ello sea un impedimento para orar a Dios, porque «el ánimo de Dios es inmutable e inflexible»[28]. Según lo dicho: «Nuestras oraciones no se ordenan a mudar las disposiciones divinas sino a obtener por la oración lo que Dios ya tenía dispuesto a darnos»[29].

 

Eudaldo Forment

 



[1] Santo Tomás., Suma contra los gentiles, III, c. 94.

[2] ÍDEM, Suma teológica, I, q. 103, a. 7, in c.

[3] Ibíd., I, q. 103, a. 7, ad  2.

[4] Est  13, 9-11.

[5] Santo Tomás, Suma contra los gentiles, III, c. 94. Véase: Cicerón, Sobre el destino, 17, 40. Después de exponer el argumento, citado por San Tomás, comenta San Agustín: «Este gran hombre que es Cicerón, tan sabio, defensor tantas veces y con tanta maestría de los intereses de la humanidad, puesto en esta alternativa, elige el libre albedrío. Para dejarlo sólidamente establecido, nos hace ateos». Añade: «Sin embargo, el hombre que tiene espíritu religioso elige ambas cosas a la vez, confiesa ambas cosas y ambas cosas las fundamenta en la fe de su religión» (San Agustín, La ciudad de Dios, V, c. 9, n.2).

[6] Santo Tomás, Suma contra los gentiles, III, c. 94.

[7] Ibíd., III, c. 95.

[8] San Juan Damasceno, Exposición esmerada de la fe ortodoxa, III, c. 24.

[9] Santo Tomás, Suma teológica, III, q. 21, a. 1, in c.

[10] ÍDEM, Suma contra los gentiles, III, c. 95.

[11] Catecismo del Concilio de Trento, de San Pío V y Clemente XIII,  IV, c. 2, 7

[12] SANTO TOMÁS, Suma teológica, II-II, q. 83, a. 2, ob. 1.

[13]Ibíd., II-II, q. 83, a. 2, ad 1.

[14]  Catecismo del Concilio de Trento, de San Pío V y Clemente XIII , IV, c. 2, 9.

[15] SANTO TOMÁS, Suma teológica, II-II, q. 83, a. 2, ad 3.

[16] Catecismo del Concilio de Trento, de San Pío V y Clemente XIII,  IV, c. 2, 10

[17] Ibíd., IV, c. 2, 11.

[18] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2559.

[19] Ibíd., n. 2562.

[20] Ibíd., n. 2563

[21] Juan Pablo II, Constitución apostólica “Fidei depositum” para la publicación del Catecismo de la Iglesia Católica, escrito en orden a la aplicación del Concilio Ecuménico Vaticano II, 3.

[22] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2559.

[23] San Agustín, Sermones, Serm. 56,  9.

[24] Catecismo de la Iglesia Católica, n. 2567.

[25] Ibíd., n. 2560. Decía San Agustín que Cristo: «tiene sed de la fe de aquellos por quienes derramó su sangre. Por consiguiente, Jesús le dice a la Samaritana: “Mujer, dame de beber” (Jn 4, 8)» (San Agustín, Ochenta y tres cuestiones diversas, c. 64, 4).

[26]  Catecismo de la Iglesia Católica,  n. 2561.

[27] Santo Tomás, Suma teológica, II-II, q. 83, a. 2, in c.

[28] Ibíd., II-II, q. 83, a. 2, ob. 2.

[29] Ibíd., II-II, q. 83, a. 2, ad 2.

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