XLII. La luz de la gloria

452. ––¿En la otra vida, el alma humana podrá alcanzar la visión divina por su naturaleza o por sí misma ?

––Declara Santo Tomás que: «No es posible que una substancia creada pueda alcanzar por su propia virtud aquel modo de visión divina». La razón que da parte del siguiente principio: «Lo que es propio de una naturaleza superior no puede ser alcanzado por la inferior sin la acción de la naturaleza superior a la cual pertenece; como el agua no puede llegar a calentarse sin la acción del fuego».

Si se aplica a Dios  y a las criaturas, se advierte que: «el ver a Dios por la misma esencia divina es propio de la naturaleza divina, pues es propio de quien obra que obre por su propia forma». Por consiguiente: «ninguna substancia intelectual puede ver a Dios por la misma esencia divina si Él no lo hace», si no hace que le pueda ver de manera semejante a como Él se ve a sí mismo.

Por sí misma, por tanto, ni en esta vida ni en la gloria, puede ver la esencia de Dios. De manera que: «Es imposible que una substancia creada llegue a dicha visión sin contar con la acción de Dios». Para ello: «es preciso que la misma esencia de Dios se una al entendimiento».

Esta última afirmación confirma la tesis de la necesidad de la acción divina para verle, porque, por una parte, como se ha probado (I, c. 45): «lo que es por sí es causa de lo que es por otro (Aristóteles, Física VIII, 5). El entendimiento divino ve por sí mismo la substancia divina, pues él es la misma esencia divina, por la cual se ve la substancia de Dios», como también ya se probó. Por otra: «el entendimiento creado ve la substancia divina por la esencia misma de Dios, como por algo distinto de sí». Por consiguiente: «tal visión no puede sobrevenir al entendimiento creado sin la acción de Dios».

También lo prueba Santo Tomás por la trascendencia absoluta de Dios, y también de todo lo sobrenatural sobre lo natural. Afirma que: «Nada de cuanto rebasa los límites de una naturaleza puede sobrevenirle a ella sin la acción de otro, como el agua no tiende hacia arriba si otro no la mueve. El ver la substancia de Dios trasciende los límites de toda naturaleza creada; pues lo propio de toda naturaleza intelectual creada es que entienda en conformidad con su modo de ser substancial, y así no puede entender la substancia divina, como ya se demostró (III, c. 49). Luego es imposible que entendimiento creado alguno llegue a la visión de la substancia divina sin la acción de Dios, el cual trasciende a toda criatura»[1].

 

453. ––¿Estas conclusiones del Aquinate son puramente filosóficas y teológicas?

––La conclusión de todos los argumentos la confirma Santo Tomás por la Escritura, porque se dice en ella que «la gracia de Dios es vida eterna»[2]. Explica después de citar este versículo: «Se ha demostrado ya que en esa visión divina consiste la felicidad del hombre, que se llama vida eterna; a la cual decimos que únicamente llegamos por la gracia de Dios, porque tal visión excede todo el poder de la criatura y no es posible llegar a ella sin un don divino; y todo cuanto le viene a la criatura de este modo se considera como gracia de Dios. Pues dice la Escritura: “Me manifestaré yo mismo a él” (Jn 14, 21)»[3].                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                                 

También en su comentario a este versículo sobre la vida eterna, se lee: «Habiendo dicho que los justos tendrán vida eterna, la cual ciertamente no se puede obtener sino por la gracia, por eso el hecho mismo de que obremos el bien y de que nuestras obras merezcan la vida eterna, es por la gracia de Dios. Por eso también se dice en el salmo: “la gracia y la gloria dará el Señor” (Sal 83, 12)»[4].

Al comentar estas últimas palabras, se preguntaba  San Agustín: «¿Qué gracia? Aquella de la que él mismo (San Pablo) dijo: “Por la gracia de Dios soy lo que soy” (1 Cor 15, 10). ¿Qué gloria? Aquella de la cual él mismo escribió: “Me está reservada la corona de justicia” (2 Tim 4, 8)»[5].

Concluye en este lugar Santo Tomás: «Y así, nuestras obras si se consideran en su naturaleza y en cuanto que proceden del libre albedrío del hombre, no merecen de condigno (o por justicia)  la vida eterna, sino tan sólo en cuanto que proceden de la gracia del Espíritu Santo. De aquí se dice que el agua  que Él da “se hace fuente de agua que salta hasta la vida eterna” (Jn 4, 14)»[6].

 

454. ––¿Cómo logra el alma humana, en la otra vida, con la acción divina contemplar a Dios

 ––Para contemplar a Dios: «Es preciso que el entendimiento creado sea elevado por alguna influencia de la bondad divina a tan excelsa visión».

Sobre este influjo en el entendimiento, se concreta que debe hacer que  este último tenga una especial semejanza o participación con el entendimiento divino, porque: «es imposible que lo que es forma propia de una cosa se haga forma de otra, a no ser que ésta participe alguna semejanza de aquella a la que pertenece; pues la luz no se hace acto de un cuerpo, si éste no participa de alguna diafanidad. Más la esencia divina es la forma propia inteligible del entendimiento divino y está proporcionada a él; pues en Dios son una sola las tres cosas siguientes: el entendimiento, el medio de entender y lo entendido».

Se debe concluir, por consiguiente, que: «es imposible que la misma esencia divina se haga forma inteligible de un entendimiento creado, como no sea que el entendimiento creado participe alguna semejanza divina. Luego esta participación de la semejanza divina es necesaria para ver la substancia de Dios».

 

455. ––¿En qué consiste tal participación o semejanza del entendimiento divino, que recibe el entendimiento creado?

–– Como la «esencia divina es una forma más elevada que todo entendimiento creado (…) para que la esencia divina se haga especie inteligible» de la misma, que es la condición necesaria para su visión, es preciso que: «el entendimiento creado sea elevado con alguna disposición superior».

Esta disposición implicará un cambio en el entendimiento humano, porque: «si suponemos que un entendimiento creado empieza en un instante dado a ver la substancia de Dios, es preciso, según lo indicado, que se le una en tal instante la esencia divina como especie inteligible. Pero es imposible que la esencia divina se cambie, como se demostró (I, c. 13). Será, pues, necesario, que tal unión comience a ser por un cambio del entendimiento creado; mutación que sólo puede consistir en que el entendimiento creado reciba en ese instante alguna disposición».

La necesidad de esta disposición o nueva capacidad, se advierte también si se supone que: «un entendimiento creado gozaba desde el principio de su creación de tal visión. Pues si dicha visión excede el poder de la naturaleza creada, según se probó (III, c. 52), se podrá comprender que cualquier entendimiento creado estará constituido en su propia especie natural sin capacidad para ver la substancia de Dios. Por eso, si en un principio o después comienza a ver a Dios es preciso añadir algo a su naturaleza».

Este «algo», que le dará el nuevo poder de ver a Dios, en un requisito imprescindible, porque: «no basta el aumento por intensificación de su poder natural, porque tal visión no es de la misma naturaleza que la visión natural del entendimiento creado, como consta por la distancia de lo visto. Por lo tanto, es menester que se haga un aumento del poder intelectivo por la recepción de una nueva disposición».

 

456. ––¿Cuál es la naturaleza de esta disposición, que hace que el entendimiento de la criatura espiritual participe de alguna semejanza divina, que como refuerzo y elevación sobrenaturales,  permita la visión beatífica?

 ––En este mismo capítulo de la Suma contra los gentiles,  que prueba la necesidad de tal disposición para ver la esencia de Dios, se indica que: «la disposición con que el entendimiento creado es elevado a la visión de la substancia divina se llama convenientemente “luz de la gloria”»[7].

En la Suma teológica, también  sostiene Santo Tomás que: «para que una cosa sea elevada a algún acto está fuera del alcance de su naturaleza, es indispensable que previamente se le prepare dándole una disposición superior a ella misma». Por ello: «cuando un entendimiento creado ve la esencia de Dios, es la misma esencia divina la que se hace forma inteligible a tal entendimiento; por lo cual necesita éste que se le añadaalguna disposiciónsobrenatural que lo eleve a tanta grandeza».

Precisa seguidamente, que: «como el poder natural del entendimiento creado no es suficiente para ver la esencia de Dios, como se ha demostrado (a. 4), es indispensable que, en virtud de la gracia, se le acreciente su poder intelectual, y este acrecentamiento de poder es lo que llamamos iluminación del entendimiento, así como llamamos luz al objeto inteligible»[8].

De ahí que: «se dice en un salmo: “En tu luz veremos la luz” (Sal 35, 10)»[9]; y nota Santo Tomás que: «Esta es también la luz de que se habla en el Apocalipsis, cuando dice, refiriéndose a la sociedad de los bienaventurados que ven a Dios, que “la claridad de Dios la ilumina” (Ap 21, 23) y merced a esta luz se hacen deiformes, esto es, semejantes a Dios, como se dice en el Evangelio: “Cuando aparezca, seremos semejantes a Él y le veremos tal cual es”(Jn 3, 2)»[10].

La luz de la gloria no es el mismo Dios, que ciertamente es «luz inteligible», sino una «luz creada»[11], porque: «si para ver la esencia divina se necesita de una luz creada, no es con objeto de hacer inteligible con ella la esencia de Dios, que ya es inteligible por sí, sino para que el entendimiento adquiera poder suficiente para entender, al modo como el hábito hace más potente las facultades para la acción, y también a la manera como es precisa la luz corporal para ver los objetos, por cuanto hace que el medio sea de hecho transparente, para que el color llegue a los ojos»[12].

La creada e infusa luz de la gloria «hace deiforme a la criatura»[13]. Por ello, hace al entendimiento capaz de realizar el acto de ver a Dios, porque: «para ver la esencia divina no se requiere esta luz en calidad de imagen representativa de Dios, sino como perfección que robustece el entendimiento para que le vea. Por tanto, puede decirse que no es medio “en el que” se vea a Dios, sino “por el que se le ve”, cosa que no impide la visión directa»[14].

 

457. ––¿Por qué dice el Aquinate. en el pasaje citado de la “Suma contra gentiles”, que esta disposición intelectual operativa se le denomina «convenientemente» luz de la gloria».

––Explica Santo Tomás que: «Como nosotros llegamos al conocimiento de lo inteligible partiendo de lo sensible, por eso trasladamos incluso los nombres del conocimiento sensible al inteligible, y principalmente a los que pertenecen a la vista, porque es el más alto y espiritual entre los demás sentidos y, en consecuencia, el más afín al entendimiento; ésta es la causa de que se llame “visión” al mismo conocimiento intelectual»[15].

Este «traslado» de nombres, que es posible por la denominada analogía de proporcionalidad, utilizada en la metafísica  de Santo Tomás, se comprende claramente desde el concepto de «transposición», utilizado por Clive Staples Lewis y que probablemente toma del sentido gramatical de alterar el régimen en la aplicación de dos partes de la oración, que se utiliza como figura retórica, llamada también hipérbaton. Lo define por la «adaptación de un medio más rico a otro más pobre»[16].

Lo explícita con estos ejemplos: «Si escribimos una lengua con veintidós sonidos vocálicos en un alfabeto con cinco caracteres vocálicos exclusivamente, será preciso dar más de un valor a cada uno de ellos. Si hacemos una versión para piano de una pieza compuesta originalmente para orquesta, las notas de piano que representan las flautas en un pasaje deberán simbolizar los violines en otro»[17]. Otro ejemplo todavía más claro es el del dibujo: «El problema del dibujo consiste en representar un mundo tridimensional en una hoja de papel plana. La solución es la perspectiva. Perspectiva significa dar más de un valor a una figura bidimensional».

Precisa, el medievalista inglés, sobre estos ejemplos, que hay que tener en cuenta, en primer lugar, que: «En los dos casos hace falta obviamente conocer el medio superior para entender lo que ocurre en el inferior». Así: «entendemos la pintura única y exclusivamente porque conocemos y habitamos el mundo tridimensional»[18].

Si hubiera alguien que sólo pudiera captar dos dimensiones, no aceptaría, por ejemplo, al ver lo que en la pintura es como un triángulo fuese al mismo tiempo una carretera en el mundo tridimensional. Pensaría probablemente que los demás: «se niegan a hablarme de ese otro mundo y su figuras inimaginables llamadas sólidos. ¿No es extremadamente sospechoso que las figuras que me presentan como imágenes o reflejos de los sólidos se conviertan, al inspeccionarlas detenidamente, en las viejas figuras bidimensionales de mi propio mundo tal como lo he conocido siempre? ¿no es evidente que su tan cacareado mundo, lejos de ser el arquetipo, es un sueño cuyos elementos le han sido prestados por este otro?».

En segundo lugar, nota Lewis que: «el término simbolismo no es adecuado en todos los casos para expresar la relación entre el medio más elevado y su transposición en el más bajo». Así, por ejemplo, ocurre en el lenguaje, porque: «la relación entre el habla y la escritura es simbólica. Los caracteres escritos existen exclusivamente para el ojo, las palabras habladas para el oído». Por tanto: «entre ambos existe discontinuidad completa. Ninguno de ellos se parece al otro ni es causa suya. El uno es simplemente un signo del otro y significado convencional suyo»[19].

Esta discontinuidad no se da en otros tipos de símbolos en los que «el superior se reproduce en el inferior»[20]. Por ejemplo: «Los cuadros son en sí mismo partes del mundo sensible y lo representan precisamente por ser parte suya. Su visibilidad tiene el mismo origen»[21]. Cualquier objeto pintado: «es signo por ser también más que signo, por estar realmente presente de algún modo en la cosa significada». Se da una relación símbolica más plena, porque «el superior se reproduce en el inferior»[22]. Este último hay que concebirloi como una transposición o adaptación en su propio medio de la mayor riquea del superior

En su exposición, añade Santo Tomás: «Y como la visión corporal sólo se realiza mediante la luz, todo cuanto perfecciona al conocimiento intelectual recibe también el nombre de “luz”, por esto Aristóteles  (Sobre el alma, III, c. 5) compara el entendimiento agente a la luz, porque el entendimiento agente pasa al acto los inteligibles, igual que la luz en cierto sentido convierte a los objetos en actualmente visibles».

Concluye que, por ello: «la disposición con que el entendimiento creado es elevado a la visión de la substancia divina se llame convenientemente “luz de la gloria”». Precisa, no obstante, que se denomina luz: «no porque pase al acto lo inteligible, como lo hace la luz del entendimiento agente, sino porque le da poder al entendimiento para que entienda en acto»[23].

 

458. ––¿Se puede aplicar la «transposición, además de a la «luz», a la «gloria»?

––Indicaba también Lewis: «cualquier noción madura y filosóficamente respetable del cielo se ve obligada a eliminar de él la mayoría de las cosas deseadas por nuestra naturaleza». Esta noción de cielo va acompaña de negaciones: «ni alimento, ni bebida o sexo, ni movimiento y regocijo, ni acontecimientos temporales o arte». Sin embargo, esta idea negativa se acompaña de otra positiva: «la visión y goce de Dios. Como todo eso es un bien infinito, juzgamos (acertadamente) que vale más que todas demás cosas. La realidad de la Visión Beatífica tendrá un valor infinitamente más grande que la de las negaciones»[24].

Desde esta concepción común: «La exclusión de los bienes inferiores comienza a parecer la característica esencial de los superiores. Sentimos, aunque no lo digamos, que la visión de Dios no culminará nuestra naturaleza, sino que la destruirá. Esta perspectiva nada prometedora sirve frecuentemente de base al uso que hacemos de palabra como “santo”, “puro” o “espiritual”».

Hay que reemplazar esta concepción, aunque sea difícil pensar que: «la negación es exclusivamente el reverso de la consumación, entendiendo por tal cosa precisamente el acabamiento de nuestra humanidad, no nuestra transformación en ángeles o la disolución de nuestro ser en la deidad»[25].

Como en la Escritura se dice que los hombres en la resurrección «serán como ángeles en el cielo»[26], explica Lewis que: «lo seremos (…) “con la semejanza adecuada al hombre”, como los diferentes instrumentos, que tocan cada uno a su modo el mismo son. Desconocemos en qué medida será sensible la vida del hombre resucitado. En cualquier caso diferirá (…) de la vida sensible conocida en la tierra. Pero no como lo vacío se distingue de lo lleno o el agua del vino, sino como la flor se diferencia del bulbo o la catedral del diseño del arquitecto»[27].

Por último, completa Lewis la doctrina de la transposición con una fábula, que compone y que podría llamarse de la madre y el hijo en la caverna. Invita a imaginar una madre encerrada en una especie de calabozo con su hijo desde que éste nació, al que debe criar y educar allí. Para que conozca el mundo exterior, dibuja lo que hay en él en láminas de dibujo. A veces el niño tiene dudas sobre la existencia de este mundo, que desconoce. Un día la madre cae en la cuenta de que su hijo tiene una concepción equivocada del mundo y le pregunta: «”¿no crearías (…) que el mundo real está formado por líneas pintadas a lápiz?”. “¿Qué?, dice el muchacho. “¿No hay trazos de lápiz?”. Su entera noción del mundo exterior se torna súbitamente un inmenso vacío. Las líneas, único medio que le permitía imaginarlo, han sido suprimidas de él».

Como observa Lewis: «A partir de ahora, el muchacho tiene la idea de que el mundo real es en cierto modo menos visible que los cuadros de su madre, Pero en realidad carece de líneas porque es incomparablemente más visible»[28].

Como todas las fábulas finaliza con una «moraleja» o enseñanza, en este caso es la siguiente: «”No sabemos lo que seremos”. Más tenemos completa seguridad que seremos más, no menos, de lo que somos sobre la tierra. Las experiencias cotidianas (sensibles, imaginativas, emotivas) se parecen al dibujo, a las líneas trazadas con el lápiz sobre la superficie del papel. Si desaparecen en la vida glorificada, lo harán de modo semejante a como se borran los trazos del lápiz del paisaje real, es decir, no como se extingue la llama de la vela al ser apagada, sino como se torna invisible la claridad cuando alguien rompe la celosía, abre la ventana y deja entrar el resplandor situado en lo alto».

Puede así concluirse que: «La vida presente supone disminución, tiene carácter de símbolo. Es, por así decir, el sustituto “vegetariano”. Si la carne y la sangre no pueden heredar el reino, no es porque sean demasiado sólidas, espesas, distintas y estén en posesión de un “ser ilustre”. En realidad son extraordinariamente endebles, transitorias y fantasmales»[29].

 

459. ––¿Esta interpretación  de la «luz de la gloria» queda también corroborada por la Sagrada Escritura?

––Santo Tomás, en este capítulo de la Suma contra gentiles, recuerda finalmente: «Esta es la luz de la que se dice en la Escritura: “Con tu luz veremos la luz” (Sal 35, 10), es decir, la substancia divina; “La ciudad –es decir, la de los bienaventurados– no precisa ni del sol ni de la luna, porque la iluminará la claridad de Dios” (Ap  22, 5); “Ya no te iluminará más el sol por el día, ni tampoco el resplandor de la luna; pues el Señor será para ti luz sempiterna y tu Dios tu propia gloria” (Si 60, 19)».

A Dios igualmente, en la Escritura,  se le denomina «luz», porque:  «como para Dios es lo mismo el ser y el entender, y es la causa de que todos entiendan, por eso se le llama luz: “Era la verdadera luz, que ilumina a todo hombre venido a este mundo” (Jn 1, 19); “Dios es luz” (1 Jn 1, 5);  “Ceñido por la luz como vestidura” (Sal 103, 2). Y ésta es también la explicación de que en la Sagrada Escritura se describa a Dios y a los ángeles por medio de figuras de fuego por la claridad que éste tiene»[30].

Igualmente, en otro discurso en la Universidad de Oxford, en 1941, revalida Lewis su interpretación. Comienza con un recuerdo de lo que ocurre en antiguos cuentos de  la infancia, en los que: «los hechizos se usaban para embrujar y para deshacer encantamientos». En nuestra época, nosotros: «hemos necesitado el mayor conjuro imaginable para despertarnos del terrible sortilegio de mundaneidad imperante desde hace aproximadamente cien años. Buena parte de la educación recibida ha sido dirigida a silenciar esta tímida y persistente voz interior»[31].

Sobre el origen  de esta voz había dicho: «si estamos hechos para el cielo, el anhelo de alcanzar el lugar adecuado a nuestro ser debe estar ya en nosotros, aun cuando no corresponda todavía al objeto apropiado. Aparecerá, incluso, como rival suyo».

Sin embargo, tales objetos no idóneos no son competidores del verdaderamente anhelado, porque: «si nuestro verdadero destino es un bien transtemporal y transfinito, cualquier otro modo que pueda elegir el deseo debe ser falaz de algún modo, debe tener en el mejor de los casos una relación simbólica con lo que verdaderamente lo satisface»[32].

Además de esta negativa labor educativa:  «la mayoría de las corrientes filosóficas modernas han sido urdidas para convencernos de que el bien del hombre se halla en esta tierra».

Sin embargo,: «Es sorprendente que doctrinas filosóficas como la del progreso o la evolución creadora sean a pesar suyo testimonios de que nuestro verdadero fin está en otra parte». Basta advertir como paradójicamente: «arremeten contra la tierra cuando quieren convencernos de que es nuestra morada».

Siguen, para ello, un proceso de tres fases. En primer lugar: «comienzan tratando de persuadirnos de que la tierra se puede transformar en el cielo. Al hacerlo así, quieren compensar nuestro sentimiento de exilio en un mundo terrenal como éste».

En segundo lugar, seguidamente: «nos aseguran que el feliz acontecimiento ocurrirá en un futuro todavía muy lejano. Quieren desagraviar así el conocimiento de que la patria no es ésta de aquí y ahora».

Por último, en tercer lugar: «para no despertar el anhelo de lo transtemporal y echarlo todo a perder, recurren a cualquier retórica disponible para expulsar de nuestras mentes el recuerdo de que, si la felicidad por ellos prometida pudiera alcanzarla el hombre en la tierra, la muerte haría que la perdieran las sucesivas generaciones, incluida la última de todas. La historia entera sería, pues, nada para siempre»[33].

En el interior del hombre persiste una ansia o «deseo de algo no aparecido nunca en nuestra experiencia. No es posible acallarlo porque nuestra experiencia está sugiriéndolo continuamente»[34]. Además, es problemático, porque, por una parte: «si atendemos a sus exigencias, tomaremos conciencia de un deseo que ninguna felicidad natural puede satisfacer». Por otra: «en la tierra el deseo es todavía errante, inseguro de su objeto e incapaz en gran medida de descubrirlo donde realmente se encuentra»[35].

Queda la alternativa de acudir a la Escritura, porque: «los Libros Sagrados nos dan noticias de él. Se trata, naturalmente, de una indicación simbólica. El cielo se halla por su misma definición fuera de nuestra experiencia. Cualquier descripción ininteligible debe versar, sin embargo, sobre objetos accesibles a la observación sensible. La imagen del cielo de las Escrituras es, pues, tan simbólica como la ideada supuestamente por el deseo sin ayuda alguna. El cielo no está realmente lleno de joyas, ni es tampoco la belleza de la naturaleza o una primorosa pieza musical. La diferencia reside en que las imágenes de las Escrituras tienen autoridad»[36].

Confiesa Lewis que: «En principio, encuentro muy pequeño el atractivo natural de estas autorizadas representaciones. A primera vista debilita mis deseos en lugar de despertarlos». Sorprendentemente añade: «Eso es precisamente lo que debo esperar. Si el cristianismo no me dijera más sobre el lejano país de lo que mi propio temperamento me induce a suponer, no sería más excelso que yo». Por el contrario: «si tiene más que ofrecer, debo esperar que sea inmediatamente menos atractivo que “mi propia materia”». Ello revela que: «no debemos apartar nuestros ojos nunca de aquellos elementos suyos aparentemente enigmáticos o desagradables, pues lo enigmático y lo desagradable ocultan realidades que no podemos conocer todavía y necesitamos conocer»[37].

 

460. ––¿Se dan más coincidencias en la exposición de esta interpretación entre Santo Tomás y Lewis?

–– Es destacable la manera similar que exponen ambos la noción de la gloria que se da en el cielo. Escribe Lewis, en este mismo lugar, que: «gloria significa, a mi parecer fama o luminosidad»[38]. Coincide con Santo Tomás, que también enseñaba que, según los clásicos: «la palabra gloria significa propiamente que el bien de uno llega al conocimiento y encuentra la aprobación de muchos». Precisaba que: «tomada la gloria en sentido más amplio, no sólo consiste en el conocimiento de la multitud, sino de parte de pocos, de uno solo o incluso de sí mismo únicamente, al considerar su propio bien como digno de alabanza»[39].

Asimismo nota Lewis que: «el deseo de fama (…) sugiere una pasión competitiva, consecuentemente algo más propio del infierno que del cielo, pues ser famoso significa ser más conocido que la demás gente». Añade que, sin embargo: «Santo Tomás de Aquino consideraba: «sinceramente la gloria celestial como fama o buena reputación», pero que: «no se trata naturalmente de notoriedad otorgada por nuestros semejantes, sino de reputación concedida por Dios, de su aprobación o “aprecio”»[40].

Como indica Lewis, afirma Santo Tomás que la fama o  «la gloria que está en Dios es causa de la beatitud humana»[41].También que a diferencia de la fama humana: «la gloria que recibimos de Dios no es vana, sino verdadera»[42].

Puede parecer algo nuevo, pero recuerda Lewis que: «esta opinión es la de las Escrituras. Nada puede eliminar de la parábola el “accolade” (espaldarazo que se daba al armar caballero) divino. “Bien hecho, siervo bueno y fiel” (Mt 25, 23)»[43]. Aprobación que está relacionada con lo que se lee también en este mismo lugar: «Quien no sea como un niño no entrará en el cielo»[44]. De ahí que: «Nada más propio de los pequeños –de los buenos, no de los engreídos- que el enorme y franco placer de ser encomiado. Se trata de una actitud característica no sólo de los niños, sino también de ciertos animales, como los perros y los caballos».

Es patente que éste es: «el placer más humilde, el más propio de los niños, el verdaderamente característico de una criatura, la fruición específica del inferior: el júbilo de la bestia ante el hombre, del niño ante su padre, del alumno ante el maestro, de la criatura ante el Creador».

Después, observa Lewis: «cuán aterradoramente imitan las ambiciones humanas este inocente deseo, ni con qué rapidez se transforma, según experiencia propia, el legítimo deseo de ser alabado por aquellos a quienes estamos obligados a agradar en el veneno mortal de la admiración de sí mismo»[45]. No obstante, todavía desde este cambio, se puede percibir que: «la satisfacción de haber complacido a las personas verdaderamente amadas y temidas era pura».

Este pensamiento permite elevarse y de algún modo saber que: «habrá de ocurrir cuando el alma redimida, por encima de toda esperanza y casi allende la fe, conozca al fin que ha complacido a Aquel para el que fue creada. Ahora no habrá lugar para la vanidad. El alma estará libre de la miserable ilusión de creer que es mérito suyo»[46].

Al comentar los versículos de San Pablo: «El que se gloría, que se glorié en el Señor, porque el que se alaba a sí mismo ése no está probado, sino aquel a quien Dios alaba»[47], escribía Santo Tomás: «gloríese en el Señor, esto es, considerando que su gloria la tiene de Dios, para que cuanto redunde en gloria suya lo refiera a Dios “¿Qué tienes que no hayas recibido? Y si lo que tienes lo has recibido, ¿de qué te jactas? (¡ Cor, 4, 7). Y de esta manera se entiende aquí su “el que se gloríe, gloríese en el Señor”, como si dijera: “Me glorió de lo ya dicho, pero no como si por mí lo tuviera, sino de Dios. (…) verdaderamente es en Dios en quién debemos gloriarnos: no atribuyéndonos nuestra gloria, sino a Dios. Porque no es “probado”, esto es, aprobado por Dios y por los hombres aquel que “se alaba a sí mismo” –“La boca tuya, no la del otro, sea la que te alabe” (Prov 27, 2)–; sino aquel “a quien Dios acredita”, esto es, a quien hace alabable por sus buenas obras y por su milagros. Porque Dios es la causa de toda buena obra hecha por los hombres»[48].

El bienaventurado, explica Lewis, se «alegrará inocentemente» de que Dios le haya dado sus dones, y, además: «sin el menor rastro de mancha de lo que ahora podríamos llamar autocomplacencia».

Para todo hombre, lo «más esencial», lo «infinitamente más trascendental» es «lo que Dios piense de nosotros (…) Está escrito que “estaremos delante de Él” (2 Cor 5, 9-10) compareceremos ante Su presencia y seremos examinados por Él. La promesa de la gloria, don extraordinario posible tan sólo por la obra de Cristo, significa que algunos de nosotros, aquellos que Él elija, pasarán el examen, recibirán aprobación, agradarán a Dios»[49].

Desde esta concepción, coincidente con la  de Santo Tomás, concluye Lewis: «Agradar a Dios…, ser un ingrediente real de la felicidad divina… ser amado por Dios, no limitarse a ser un objeto de Su piedad, sino de su gozo, de modo semejante a como el artista se deleita en su obra o el padre en su hijo.¡Parece imposible! ¡Un peso o carga de la gloria difícil de soportar por nuestros pensamientos!»[50].

 

Eudaldo Forment

 

 

 

 



[1] Santo Tomás, Suma contra los gentiles, III,  c. 52

[2] Rm 6, 23.

[3] Santo Tomás, Suma contra los gentiles, III,  c. 52.

[4] ÍDEM, Comentario a la Epístola a los romanos, c. VI, lec. 4.

[5] San Agustín, Enarraciones sobre los Salmos, Sal 83, 12.

[6] ÍDEM, Comentario a la Epístola a los romanos, c. VI, lec. 4.

[7] ÍDEM, Suma contra los gentiles, III, c. 53.

[8] ÍDEM, Suma teológica. I, q. 12, a. 5, in c.

[9] Ibíd., I, q. 12, a. 5, sed c.

[10] Ibíd., I, q. 12, a. 5, in c.

[11] Ibíd., I, q. 12, a. 5, ob. 1.

[12] Ibíd., I, q. 12, a. 5, ad. 1.

[13] Ibíd., I, q. 12, a. 5, ad. 3.

[14] Ibíd., I, q. 12, a. 5, ad. 2.

[15] ÍDEM, Suma contra los gentiles, III, c. 53.

 

[16] C. S. Lewis, Transposición, en Ídem, El diablo propone un brindis, Madrid, Rialp, 1994, 2ª ed., pp. 97-114, p. 103.

[17] Ibíd., pp. 102-103.

[18] Ibíd., p. 103.

[19] Ibíd., p. 104.

[20] Ibíd., p. 105.

[21] Ibíd., p. 104.

[22] Ibíd., 104-105.

[23] Ídem, Suma contra los gentiles, III, c. 53

[24] C. S. Lewis, Transposición, op. cit., p.108.

[25] Ibíd., p. 109.

[26] Mt 22. 29-30; y. Mc 12. 34- 35.

[27] Ibíd., p. 109.

[28] Ibíd., p. 110.

[29] Ibíd., p. 111.

[30] Santo Tomás, Suma contra los gentiles, III, c. 53

[31] C. S. Lewis, El peso de la gloria,, en Ídem, El diablo propone un brindis, Madrid, Rialp, 1994, 2ª ed., pp. 115-130, p. 119.

[32] Ibíd., p. 118.

[33] Ibíd., pp. 119-120.

[34] Ibíd., p. 118.

[35] Ibíd., p. 120.

[36] Ibíd., pp. 120-121.

[37] Ibíd., p. 121.

[38] Ibíd., p. 122.

[39] Santo Tomás, Suma teológica, II-II, q. 132, a. 1, in c.

[40] C. S. Lewis, El peso de la gloria , op. cit., p. 123.

[41] Santo Tomás, Suma teológica, I-II, q. 2, a. 3, in c.

[42] Ibíd., II-II, q. 132, a. 1, ad 2.

[43] C. S. Lewis, El peso de la gloria , op. cit., p. 123.

[44] Mt 18, 3.

[45] C. S. Lewis, El peso de la gloria , op. cit., p. 123.

[46] Ibíd., p. 124.

[47] 2 Cor 10, 17-18.

[48] Santo Tomás, Comentario a la Segunda epístola a los Corintios, c. 10, lect. 3.

[49] C. S. Lewis, El peso de la gloria , op. cit., p. 124.

[50] Ibíd., pp. 124-125.

2 comentarios

  
Alberto el retrogrado reaccionario y rígido
Gracias por hablar de lo que importa y de lo que es nuestro destino. Por desgracia esa preocupación terrenal por lo que pasa, aunque sea eclesiástico, está comiendo la visión cristiana en incluso la razón.

Es increíble que en una denuncia se considere mucho mas grave la acusación de sodomía que la de realizar misas sacrílegas, que ni siquiera es mencionada.
22/09/18 10:56 AM
  
Raúl Carrasco Riveros
Este interesante artículo a mi entender se relaciona con los estados del alma, la complacencia de Dios, el desprendimiento del alma, la sumisión a Dios, el conocimiento de Dios, la revelación Divina, la Bondad y Misericordia de Dios, la Luz sobre todas la luces, el destino del alma en todos los mundos de Dios, la oración como conversación con Dios, la evolución en el mundo físico y el espiritual, El punto después del Cual no hay más paso, la Creación sempiterna. Me ha permitido reflexionar, lo cual agradezco al autor.
10/12/20 1:57 PM

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