La soberanía de Cristo
San Pablo, en la primera Carta a los Corintios (15, 24-28), expone que, según el designio divino, Cristo ha sido constituido soberano del universo. Esta soberanía sobre la creación se cumple ya en el tiempo y alcanzará su plenitud definitiva tras el Juicio Final. La autoridad suprema sobre todas las cosas le corresponde a Cristo, porque Cristo es Dios, sin dejar de ser verdadero hombre. Coronar el año litúrgico con la solemnidad de Jesucristo, Rey del Universo significa, pues, dirigir nuestra mirada a la meta última de toda la peregrinación de la historia humana: la restauración en Cristo de todas las cosas, las del cielo y las de la tierra (cf Ef 1,10).
Si Cristo es el Rey, el Señor, todos nosotros, los cristianos, estamos al servicio de su señorío; de un Reino eterno y universal cuyas notas distintivas son la verdad y la vida, la santidad y la gracia, la justicia, el amor y la paz. Servir al Reino de Cristo exige coordinar todas nuestras acciones para que estén dirigidas a un único fin común: la gloria de Dios; el reconocimiento de Dios como Dios. Nuestras obligaciones religiosas y nuestros deberes terrestres no pueden discurrir por vías paralelas, sino que han de estar unificados. El culto y la vida moral, las actividades profesionales y sociales, el trabajo y la vida familiar, la responsabilidad en la vida política y económica; todo lo que conforma nuestra existencia ha de orientarse al bien del prójimo y a la confesión de la majestad de Cristo.

Una catequesis del Papa sobre San Pablo, en la
Un cierto pudor nos impide, a veces, referirnos públicamente a todo lo que tenga que ver con el dinero. El dinero está muy bien visto, es un bien apetecido y apetecible, pero, en sociedad, no resulta de buena educación hablar sobre él. Mucho menos en la Iglesia. La palabra “Iglesia” se asocia, en el mapa semántico de la mente de muchos católicos, con otras palabras: “pobreza”, “gratuidad”, “limosna”, etc. Con menor frecuencia se vincula ese término a los conceptos de “corresponsabilidad”, “sostenimiento”, “contribución”.
El Día de la Iglesia Diocesana debe ayudarnos a meditar sobre nuestra pertenencia a la Iglesia y sobre nuestra corresponsabilidad en su labor pastoral y en su sostenimiento económico.
Cuando hablamos de las “iglesias de Oriente” pensamos, casi inmediatamente, en las iglesias precalcedonenses separadas de la antigua Iglesia unida – los armenio-gregorianos, los coptos, los etíopes y los siro-jacobitas – o bien en las iglesias ortodoxas, calcedonenses, ligadas a los patriarcados de Alejandría, de Antioquía, de Jerusalén y de Constantinopla que rompieron la comunión con la Iglesia de Roma. Hoy, al elenco de las iglesias ortodoxas, habría que añadir, al menos, el arzobispado del Monte Sinaí, la Iglesia de Rusia, de Georgia, de Serbia, de Rumanía, de Bulgaria, de Chipre, de Grecia, de Polonia y de Albania; a parte de las iglesias ortodoxas autónomas (Finlandia, Japón, China y Hungría).












