Dios nos habla en los santos

En el capítulo séptimo de la constitución dogmática “Lumen gentium” del Concilio Vaticano II, tratando de las relaciones de la Iglesia peregrina con la del cielo, se hace una afirmación de gran interés para comprender el significado de la Solemnidad de Todos los Santos: “Dios manifiesta de forma vigorosa a los hombres su presencia y su rostro en la vida de aquellos que, compartiendo nuestra misma humanidad, sin embargo se transforman más perfectamente a imagen de Cristo”. Y añade el Concilio: “En ellos [en los santos], Él mismo nos habla y nos da un signo de su Reino” (LG 50).

Dios no permanece en el silencio en relación con los hombres. Ha querido mostrar su presencia y su rostro. Y lo ha hecho, de un modo definitivo, en Cristo: “quien ve a Jesucristo, ve al Padre; Él, con su presencia y manifestación, con sus palabras y obras, signos y milagros, sobre todo con su muerte y gloriosa resurrección, con el envío del Espíritu de la verdad, lleva a plenitud toda la revelación y la confirma con testimonio divino” (“Dei Verbum”, 4).

La revelación, el “hablar de Dios”, su automanifestación a los hombres, que en Cristo llega a su centro y plenitud, resuena en la vida de los santos; de aquellos hombres y mujeres – semejantes a nosotros – que se han dejado transformar por la gracia en imágenes vivas, en iconos del Señor. A esta meta, a reproducir la imagen de Cristo, estamos llamados cada uno de nosotros (cf Rm 8, 28-30). La santidad es el despliegue de la vocación cristiana. Dios nos ha hecho hijos suyos y esta condición de hijos se verá culminada cuando seamos semejantes a Él, cuando “lo veamos tal cual es” (cf 1 Jn 3,1-3).

“Todo el que tiene esperanza en Él se purifica a sí mismo, como Él es puro”. La esperanza del cielo es inseparable del camino de la perfección; de un itinerario que pasa por la cruz, por la renuncia y por el combate espiritual: “Estos son los que vienen de la gran tribulación: han lavado y blanqueado sus vestiduras en la sangre del Cordero” (cf Ap 7, 2-14). El progreso espiritual, la asimilación progresiva a Cristo, implica la renuncia y la mortificación que conducen a vivir en la paz y en el gozo de las bienaventuranzas (cf “Catecismo”, 2015).

Que el Señor, que nos permite celebrar los méritos de todos los Santos, nos conceda, por esta multitud de intercesores, la deseada abundancia de su misericordia y su perdón. Que nos otorgue escuchar la palabra viva que nos dirige en la vida de los santos y que nos dé la gracia de convertirnos nosotros mismos en signos de la grandeza, de la bondad y de la gloria de Dios.

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