Permanecer
“Permaneced en mí y yo en vosotros” (Juan 15, 4) nos dice Jesús. La relación entre el Señor y cada uno de nosotros viene caracterizada en este pasaje del Evangelio por la “permanencia”, por el “estar”, por el “mantenerse”. A nosotros, que vivimos en la cultura de la liviandad, de los compromisos pasajeros, de la continua movilidad, nos resulta difícil comprender el significado de la permanencia. Apenas permanecemos en ningún sitio. En otras épocas, el hombre prácticamente moría donde nacía y asumía compromisos definitivos, inalterables: con su tierra, con su casa, con su familia, con su trabajo.
Hoy se nos empuja, de algún modo, a lo contrario: al cambio, a la variación. Casi todo lo que conforma nuestra existencia está amenazado por la inestabilidad: el trabajo, que puede perderse; los amigos, que van y vienen; el matrimonio, que no siempre es para toda la vida; el hogar, que puede quebrarse y deshacerse. En la cultura de la liviandad, el terreno firme se escapa debajo de nuestros pies y nos quedamos sin fundamento, sin asidero, sin valores que valgan siempre, sin normas que orienten, sin palabras que mantengan su significado.
La vida religiosa no está exenta de este riesgo; se ve también amenazada por el capricho y por la inconstancia; asediada por la tentación de elegir una “religión a la carta”, donde se escogen, según el propio gusto, las creencias, las formas de culto, los mandamientos que se van a cumplir, sin importar lo que Jesús ha enseñado y lo que la Iglesia, intérprete de la revelación, nos propone con la autoridad recibida de Cristo.