27.10.10

El Papa alemán

He comprado el libro en la librería más próxima a mi parroquia, cuyo dueño es una persona de gran amabilidad. Realmente no compro muchos libros allí, ya que suelo reservar esos momentos de enorme placer – ver las novedades, curiosear sobre tal publicación o tal otra – para los miércoles, después de mis clases en Santiago.

Me refiero a la biografía del Papa que acaba de publicar Pablo Blanco Sarto, “Benedicto XVI. El Papa alemán” (Planeta Testimonio, Barcelona 2010, 606 páginas, 21 euros). Pablo Blanco es un sacerdote de la Prelatura del Opus Dei que enseña Teología en la Universidad de Navarra. Es doctor en Filosofía y en Teología. Su tesis doctoral en Teología, “Joseph Ratzinger: Razón y Cristianismo” (Rialp, Madrid 2005, 300 páginas), constituye una interesantísima aproximación al pensamiento del que, sin duda, es, además de Papa, el mejor teólogo vivo de la Iglesia Católica. Pablo Blanco puede estar agradecido a la Providencia: No siempre sucede que el autor que uno ha estudiado a fondo para su tesis sea elegido Papa al poco de defender la propia disertación doctoral.

El libro que ahora presento – del que he leído, por el momento, 271 páginas – enlaza de modo muy oportuno acontecimientos de la historia de la Iglesia con la trayectoria biográfica del actual Pontífice, pero, sobre todo, nos proporciona un mapa de la evolución teológica de Joseph Ratzinger. No se trata sólo de un libro para los historiadores, o para los interesados por la actualidad, sino también de un texto de gran interés teológico.

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26.10.10

Había estado VIII (escrito por Norberto)

Melitón y Rómulo, desde la hora prima, repasaban el plan de vigilancia, diseñado para la fiesta del Shavuot, el plano de Yerushaláyim, incluyendo los alrededores, era recorrido una y otra vez por los legionarios, distribuyendo los puestos de guardia, marcando los recorridos de patrullas a caballo, estableciendo contraseñas y señales (un silbido atención, dos silbidos petición de ayuda, tres alarma y zafarrancho de combate). Era un momento especial para ambos, pues una vez concluido el Shavuot, habría finalizado la misión que les trajo a Yerushaláyim, regresarían a Damasco y volverían a su rutina militar, tenían planes al respecto: maniobras, nuevos movimientos, algunas nuevas armas, volverían a lo suyo.

Era la hora tertia del sexto yôm, víspera del Shavuot, y la puerta de la Torre Antonia, que daba a la calle, era un hervidero de gentes de toda suerte y condición, no solo militares sino civiles, vendedores ambulantes, arrieros y carreros, rabinos y escribas; los desocupados cruzaban por delante de la misma, pues curioseaban, y, elucubraban sobre el número de soldados que podrían estar alojados, cuántos habrían venido este año a la Fiesta; en fin, animadas conversaciones, totalmente estériles, y odiosas, para un romano, pero que provocaban encendidas disputas y abundantes predicciones en los habitantes de Yerushaláyim, era una manera de mantener las relaciones personales, además de ejercer la ironía, la picardía y el relato intercambiado de anécdotas de años pasados.

Era el momento del saludo a los menos frecuentados, y, el de la bienvenida a los viajeros llegados para la ocasión, que a su vez incrementaban el acervo de anécdotas, noticias y sucedidos entrando en esa desordenada tertulia de paseo por la ciudad, tan cara a los jerosolimitanos y a todos los israelitas, realmente a todos los próximo-orientales.

Eliecer, pasó por casa de Mohse, para confirmar que a la hora tertia, los nazarenos jerosolimitanos, estaban citados en “su esquina”, que era la más cercana a la Puerta del Pescado, haciendo una diagonal a la planta cuadrangular de las cuatro torres de la Fortaleza Antonia; eficiente y callado, como siempre, se había encargado de los contactos familiares, y, había seguido, a distancia a su prima Ana, cuando llevó los regalos, acompañado, “solo”, de Eulogio: su promesa de cuidarla, cerrada con Ambrosyós, era, para él, más valiosa que su vida, y, esos días había muchos devotos y “no devotos” en la ciudad. También había comprado los dos panecillos, que Ana llevaría como ofrenda al Templo, aunque no pudiera entrar en él, se quedaría con Judith en el Patio de las Mujeres, la ofrenda la haría Eulogio, apadrinado por Eliecer y Mohse, junto a todos los parientes “nazarenos”, varones, allí el muchacho formularía su deseo de consagrar su vida al servicio de YHWH, eso llevaría la aceptación del sacerdote de turno en el servicio del Templo, sería afirmativa la respuesta, ya que todo estaba hablado, y los “nazarenos” habían pagado el preceptivo estipendio, a escote.

Lejos, muy lejos de allí, en Antioquía en casa de Isaac ben Simon, Isabel preparaba los pasteles de “leche y miel”, de mejor paladar de un día para otro – en recuerdo de la promesa, realizada felizmente - además de amasar para los kreplaj, pues la masa debería estar varias horas fermentando y subiendo, era una elaboración laboriosa y no quería rozar el límite de horas de actividad permitido en Shabat, mientras tanto, Isaac despedía a su yerno Ambrosyós, Isaac le besó la mejilla , le puso las manos en la frente, para lo que el gálata tuvo que arrodillarse si no quería que Isaac se descoyuntara estirando los brazos para alcanzarle; tras haber cenado allí, marchaba para hacer la entrega de un pedido para un joven médico, recién llegado, de regreso, a la ciudad, pues era antioqueno de origen y familia, Lucas, se llamaba.

La expresión mostrada por Lucas, y la franca sonrisa, dejaron satisfecho al metalúrgico, que desdoblaba con mucho cuidado los escalpelos, cinco, en distintos tamaños y formas, los había planos y curvos, de distintas longitudes, los curvos no tenían el mismo radio de curvatura, cada uno con sus dimensiones y geometría distintas.
Había seleccionado las piedras con la mejor veta de hierro, había separado, cuidadosamente la ganga terrosa del mineral procedente de la explotación, bien conocida por él, sita en las estribaciones de la cadena montañosa del Tauros, cerca de Tarso; había partido de unos dibujos hechos por el propio médico - años después supo de su habilidad pictórica – y tras fundir la mena, había trabajado cuidadosamente los radios, los filos y las hojas para conseguir el brillante resultado.

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24.10.10

La homilía del Domingo (escrito por Koko)

En la liturgia de este Domingo las lecturas se centran en la oración del pobre, es decir, en la oración del humilde.

En el Evangelio vemos claramente dos actitudes, una a evitar y la otra a tener en cuenta.

Vemos que el fariseo sube al Templo pero en vez de rezar, en realidad lo que hace es presentar a Dios sus virtudes, su méritos, y además lo hace despreciando a los demás, creyéndose mejor que nadie. Ésta es la oración del arrogante, del soberbio que Dios difícilmente puede atender.

Por otro lado vemos al publicano, que abrumado por sus pecados, se reconoce pecador delante de Dios, reconoce su nada, su miseria, y por eso Dios lo escucha.

Quizás esta parábola se entienda mejor con un cuento.

Dicen que una vez en las proximidades de un templo vivía un monje, y en la casa de enfrente moraba una prostituta. Al observar la cantidad de hombres que la visitaban el monje decidió llamarla.

Y el monje le dijo: Tú eres una gran pecadora. Y le reprochó: - todos los días y todas las noches le faltas el respeto a Dios. ¿Es posible que no puedas reflexionar sobre tu vida después de la muerte?

Entonces la pobre mujer se quedó muy deprimida con las palabras del monje y con sincero arrepentimiento rezó a Dios e imploró su perdón. Y le pidió también que le hiciera encontrar otra manera de ganarse el sustento. Pero no encontró ningún trabajo diferente, por lo que después de haber pasado hambre durante una semana volvió a prostituirse. Sólo que ahora, cada vez que entregaba su cuerpo a un extraño rezaba al Señor y pedía perdón. El monje irritado porque su consejo no había producido ningún efecto pensó para sí.

A partir de ahora voy a contar cuantos hombres entran en aquella casa hasta el día de la muerte de esa pecadora. Y desde ese día el no hizo otra cosa que vigilar la rutina de la prostituta. Y por cada hombre que entraba añadía una piedra a una montaña que se iba formando.

Cuando pasó algún tiempo, el monje volvió a llamar a la prostituta y le dijo:

¡Ves esa montaña de piedras!, pues cada piedra representa uno de los pecados que has cometido a pesar de mis advertencias. Y le dijo: - Ahora te vuelvo a avisar. Cuidado con las malas acciones.

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23.10.10

Éste no debería vivir

Esta mañana he seguido parte de la retransmisión televisiva de una protesta a favor de la vida y en contra del aborto, convocada como reacción frente a un congreso de especialistas en eliminar vidas humanas antes del nacimiento.

Contaba uno de los participantes en la concentración a favor de la vida que, en un determinado momento, uno de los congresistas pro-aborto se dirigió a él. El manifestante en favor de la vida estaba acompañado por un señor aquejado de evidentes deficientes físicas y quizá también psíquicas. El congresista pro-aborto lo increpó directamente y, señalando a la persona enferma, afirmó: “Éste no debería vivir. Sólo ocasiona gastos a la sociedad”.

En este hecho, verdaderamente reprobable, se manifiesta el rostro de la ideología favorable al aborto. Quienes la sostienen se sienten por encima del bien y del mal, atribuyéndose el derecho de decidir quienes merecen vivir y quienes no.

Resulta muy cruel señalar a una persona y decir algo así como “éste se nos ha escapado”, “no ha funcionado la eugenesia con él”. Pero si es cruel decir esto de alguien ya adulto, no menos cruel es sentenciar lo mismo a propósito de un ser humano en proceso de gestación: “Por si no sale bien, para evitar la carga que supondría, hay que eliminarlo”.

Es verdad que no todos los abortos – algunos de ellos sí – obedecen a razones eugenésicas. En muchos casos, posiblemente en la mayoría de ellos, se aborta porque el bebé no llega en el momento “oportuno” y deseado, bien sea porque compromete un proyecto personal que quiere afirmar la propia independencia por encima de cualquier otra consideración, o bien porque la situación económica de la madre, o del padre y de la madre juntos, no es la más favorable para hacer frente a la responsabilidad de criar a un hijo.

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22.10.10

La oración humilde

Homilía. C. Domingo XXX del Tiempo Ordinario

Textos: Si 35,15b-17.20-22a; Sal 33; 2 Tm 4,6-8.16-18; Lc 18,9-14.

La oración, además de perseverante, ha de ser humilde. Por eso comienza con el reconocimiento de los propios pecados: “los gritos del pobre atraviesan las nubes y hasta alcanzar a Dios no descansan”, dice el libro del Eclesiástico. La humilde toma de conciencia de lo que somos debe empujarnos a ofrecernos al Señor para ser purificados: “¡Oh Dios!, ten compasión de este pecador”, rezaba el publicano.

La oración es incompatible con el menosprecio de Dios. “¿Desde dónde hablamos cuando oramos? ¿Desde la altura de nuestro orgullo y de nuestra propia voluntad, o desde ‘lo más profundo’ (Sal 130,1) de un corazón humilde y contrito?”, se pregunta el Catecismo. Atribuirse principalmente a uno mismo, y no a Dios, las buenas obras equivale, en cierto modo, a negar a Dios, ya que todo lo bueno procede de Él.

San Gregorio comenta que “de cuatro maneras suele demostrarse la hinchazón con que se da a conocer la arrogancia”. La primera de ellas es “cuando cada uno cree que lo bueno nace exclusivamente de sí mismo”. El fariseo no se desprende de su yo: “Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo”. De este modo no reconoce la primacía de la acción de Dios. Las buenas obras se deben, en primer lugar, a la gracia de Dios, y sólo secundariamente a nuestra colaboración libre con ella.

Se da a conocer también la arrogancia “cuando uno, convencido de que se le ha dado la gracia de lo alto, cree haberla recibido por los propios méritos”. En sentido estricto, frente a Dios no hay “mérito” por parte del hombre: “Entre Él y nosotros, la desigualdad no tiene medida, porque nosotros lo hemos recibido todo de Él, nuestro Creador” (Catecismo, 2007). Los méritos de nuestras obras son dones de Dios que tienen su fuente en el amor de Cristo.

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