InfoCatólica / La Puerta de Damasco / Archivos para: Agosto 2010

31.08.10

Había estado (III)

(Escrito por Norberto)

Cuando Ana, la hija de Isaac ben Simón, el carnicero de Antioquía, e Isabel, tuvo la confirmación de que, al fin, volvería a Jerusalén, sus ojos se llenaron de lágrimas, se dirigió al patio de la casa y, allí, bajo la higuera se recogió interiormente, se arrodilló, se golpeó, suavemente, por tres veces, el corazón, acto seguido se levantó, miro al cielo, alzó los brazos y dijo: Shemá Israel, Adonai Eloheinu, Adonai Ejad (Oye, Israel, el Señor es nuestro Dios, el Señor es Uno).

Su vecino, y primo, Eliecer, le había dado la noticia y devuelto el dinero que sobró tras el pago del pasaje, mejor dicho de los pasajes, para ella y su hijo Eulogio – ella le llamaba Lev (corazón) – al que deseaba presentar a Yahvé, con tres años de retraso, aunque los judíos de la diáspora tenían dispensa, en su Templo sagrado de Yerushaláyim. Guardó las tablillas con la cabeza de toro grabada a fuego, así era la forma del mascarón de proa de la embarcación que habría de conducirles al puerto de Joppe, tras una escala en Tiro para estiba y desestiba; desde allí, una vez desembarcados, se agregarían a una de la caravanas que, formadas sobre la marcha, recorrían el trayecto entre Joppe y Jerusalén, excepto el Sabbath - si había alguna no era de judíos, por lo que, además de no cumplir la Ley, podría meterse en problemas – de ahí que hubiera escogido el día de llegada cuidadosamente: ante diem tertium nonas maii, pues ésta, 7 de mayo, era la fecha de celebración, ese año, del Shabuot (Pentecostés) 50 días después de Pésaj (Pascua).

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En el fondo, ¿por qué creemos?

Al hablar de “motivo de la fe”, en singular, nos referimos a la razón última por la que creemos, a su porqué más radical. Pueden existir muchas razones penúltimas – y cada uno de nosotros podríamos enumerar algunas de ellas-, pero sólo hay una razón última, un solo motivo de la fe: la autoridad de Dios revelante. Creemos lo que Dios nos dice porque le creemos a Él. No podemos buscar un fundamento más estable, más digno de fe, que el mismo Dios.

La revelación de Dios se caracteriza por la novedad. Dios nos comunica lo que, por nosotros mismos, no podríamos llegar a saber nunca. Y esta novedad en la comunicación exige una novedad proporcionada en la recepción. Realmente, es la manifestación de Dios la que pide y suscita la respuesta de la fe. El acto de creer recibe, así, su especificidad de su motivo, la revelación, que constituye a la vez su contenido y su fundamento. Creer, en sentido teológico, no es creer cualquier cosa; es específicamente creer la revelación divina.

La fe no es una proyección de la conciencia, no es una creación del sujeto ni un resultado de la fantasía, ya que está remitida al contenido objetivo de la revelación. Creemos lo que Dios nos ha comunicado, no lo que nosotros podríamos imaginar por nuestra cuenta. Tampoco la fe es asimilable, sin más, a cualquier otra creencia religiosa, pues se apoya, no en tradiciones religiosas de la humanidad, por venerables que sean en tanto que testimonios de la búsqueda de Dios, sino en la revelación, en la iniciativa divina; en lo que Dios ha querido hacernos saber. Es la misma revelación la que proporciona el medio – la fe - a través del cual resulta posible acceder a ella. Es Dios quien nos permite saber acerca de Dios.

La revelación es el fundamento de la fe porque el misterio de Dios se hace accesible al hombre en la historicidad de la Encarnación: en la figura de Jesús de Nazaret, el Hijo de Dios hecho hombre. Es Jesús la garantía definitiva en la que apoyarse para abrirse a la novedad divina. Por la Encarnación, Dios asume como lenguaje expresivo para llegar a nosotros la humanidad de Cristo, la globalidad de su presencia, de sus palabras y de sus obras (cf Dei Verbum, 4).

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30.08.10

Misa y misal

Dice el “Diccionario de la Lengua Española”: Misa es el “sacrificio incruento en que, bajo las especies de pan y vino, ofrece el sacerdote al eterno Padre el Cuerpo y la Sangre de Jesucristo”. El sacramento de la Eucaristía se llama “Santa Misa”, enseña el “Catecismo”, “porque la liturgia en la que se realiza el misterio de salvación se termina con el envío de los fieles (‘missio’) a fin de que cumplan la voluntad de Dios en la vida cotidiana” (“Catecismo”, 1332).

El nombre, “Misa”, vincula el culto eucarístico al culto espiritual, a la ofrenda agradable a Dios de la propia existencia. Se trata, en definitiva, de servir a Dios y a los hombres. Dos palabras resumen la vida de Cristo: “servicio” y “sacrificio”. El “sacrificio” es la consumación del “servicio”. La Liturgia es, en verdad, “el ejercicio de la función sacerdotal de Jesucristo”; de su mediación, de su ofrenda al Padre en favor de los hombres.

La Santa Misa actualiza el único sacrificio de Cristo, haciendo presente la Pascua del Señor; su entrega, de una vez para siempre, en la Cruz: “Cuantas veces se renueva en el altar el sacrificio de la cruz, en el que Cristo, nuestra Pascua, fue inmolado, se realiza la obra de nuestra redención” (LG 3).

Al servicio de la Santa Misa, que es única, está el misal; es decir, el libro “en que se contiene el orden y modo de celebrar la Misa”. Hay una sola Misa – una sola celebración sacramental del sacrificio de Cristo - , pero hay muchos misales. “El Misterio celebrado en la liturgia es uno, pero las formas de su celebración son diversas”, explica el “Catecismo” (n. 1200).

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28.08.10

Humildad

Homilía para el Domingo XXII del Tiempo Ordinario. Ciclo C

Valiéndose de una parábola, el Señor nos instruye acerca de la humildad: “todo el que se enaltece será humillado; y el que se humilla será enaltecido” (Lc 14,11). No se refiere Jesús, de modo principal, a la necesidad de ser conscientes de las propias limitaciones. Este autoconocimiento – siempre oportuno – no define la especificidad cristiana de la humildad. El criterio de la humildad, su norma, es mucho más alto; es la propia figura de Jesús: “Aprended de mí, que soy manso y humilde de corazón” (Mt 11,19).

Según la traducción griega de la Biblia – la llamada versión de los Setenta - , el humilde – “tapeinós”- es aquel que se siente pobre ante Dios y, en consecuencia, es manso – “praús” - ; es decir, inclinado hacia el prójimo. En Jesús se personifican estas dos actitudes: la obediencia a la voluntad del Padre y la entrega generosa en favor de los hombres. De este modo refleja el mismo ser de Dios.

San Pablo nos ayuda a profundizar en el significado de la humildad de Jesús en el himno de la Carta a los Filipenses: “siendo de condición divina, no consideró como presa codiciable el ser igual a Dios, sino que se anonadó a sí mismo tomando la forma de siervo, hecho semejante a los hombres; y, mostrándose igual que los demás hombres” (Flp 2,6-7). Jesús se humilla ante el Padre “haciéndose obediente hasta la muerte, y muerte de cruz” (Flp 2,8). De esta obediencia brota su mansedumbre; su compasión y su servicio en favor nuestro: “Él tomó nuestras dolencias y cargó con nuestras enfermedades” (cf Mt 8,17).

La humildad de Dios es equivalente a la generosidad de su amor. San Pablo lo expresa, de otro modo, en el himno a la caridad: “La caridad es paciente, la caridad es amable; no es envidiosa, no obra con soberbia, no se jacta, no es ambiciosa, no busca lo suyo, no se irrita, no toma en cuenta el mal, no se alegra por la injusticia, se complace en la verdad; todo lo aguanta, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta” (1 Co 13,4-7). Cada una de las afirmaciones sobre la caridad constituyen rasgos definitorios de la humildad divina reflejada en la vida de Jesús: Él – Dios – “todo lo aguanta, todo lo cree, todo lo espera, todo lo soporta”.

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27.08.10

¿Es responsable creer?

¿El hombre actúa responsablemente cuando cree? ¿Resulta sensato ir más allá de lo que nuestros ojos ven, y confiar la propia vida a un horizonte de sentido, que se acepta en virtud de la fe?

Los actos humanos son aquellos que se realizan libremente, tras un juicio de conciencia. Creer es uno de estos actos. En realidad, si lo pensamos un poco a fondo, el creer siempre precede al saber. Para poder hacernos cargo de las cosas, para apropiarnos del lenguaje, para comprender aquello que vamos conociendo, necesitamos, primero, confiar. Confiamos en nuestra madre cuando nos enseña a pronunciar las palabras “casa” o “coche”. Confiamos en el profesor que nos enseña a sumar. Confiamos en el médico que nos diagnostica una enfermedad y nos receta unas medicinas.

Sin esta fe o confianza básica la vida humana resultaría imposible. No podemos verificarlo todo, sin dar algo por supuesto. El mismo desarrollo de la ciencia presupone, de un modo o de otro, una cierta confianza en la inteligibilidad de lo real y en las capacidades del ser humano para poder elaborar conceptos y teorías.

Una duda sistemática, una desconfianza persistente, una sospecha continua, haría imposible también las relaciones entre los seres humanos. No podemos, seguramente, creer a cualquiera, pero nos resulta imprescindible creer a alguien. Si acudimos a la peluquería, por ejemplo, confiamos, y parece que es razonable hacerlo, en que el peluquero, en lugar de agredirnos con cuchillas o tijeras, cumplirá su cometido de cortarnos el cabello.

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