Newman: Algunos textos de la “Apologia”
1. La importancia del “dogma”
“Cuando tenía quince años (en el otoño de 1816) se produjo en mí un gran cambio interior. Caí bajo la influencia de un credo definido y recibí en mi intelecto la marca de lo que es un dogma, que gracias a Dios nunca se ha borrado ni oscurecido”.
“Desde los quince años, el dogma ha sido el principio fundamental de mi religión. No conozco otra religión ni puedo hacerme a la idea de otro tipo de religión. La religión como mero sentimiento me parece algo ilusorio y una burla”.
2. La “lógica de la fe”
“Es el hombre concreto quien piensa; pasan unos cuantos años y me encuentro con que pienso de otra manera, ¿cómo es esto? Toda la persona ha cambiado, la lógica de papel no hace más que dar cuenta y tomar nota. Toda la lógica del mundo no hubiera logrado que yo fuera a Roma más de prisa de lo que lo hice”.
3. El Objeto de la fe: el Creador
“No haré consideraciones sobre mis sentimientos; ahora sé con toda claridad algo que entonces no sabía: que la Iglesia Católica no permite que ninguna imagen material o inmaterial, ningún credo o formulación dogmática, ningún rito, sacramento o santo, ni siquiera la Santísima Virgen, se interponga entre el alma y su Creador. Es por eso un cara a cara, ‘solus cum solo’, entre el hombre y su Dios. Sólo Él crea, sólo Él redime, ante su mirada imponente iremos a la muerte, en Presencia Suya discurrirá nuestra eterna felicidad”.

El “exento” es aquel que se libra, que se desembaraza de cargas, obligaciones, cuidados o culpas. La “exención”, en el vocabulario jurídico-eclesiológico, hace referencia a “un privilegio legal por el que un sujeto, o sujetos, son puestos fuera de la jurisdicción de un superior bajo el que normalmente estarían” (“Exención”, Diccionario de Eclesiología, dir. C. O’Donnell – S. Pié Ninot, Madrid 2001, 425-426, 425). Un “privilegio” es siempre una concesión, una merced, una gracia.
Si nos propusiésemos diseñar una campaña de propaganda para difundir una ideología o para vender un producto, jamás escogeríamos como eslogan las palabras de Jesús: “El que quiera venirse conmigo que se niegue a sí mismo, que cargue con su cruz y me siga” (Mt 16, 24). La propaganda y la publicidad ofrecen una vida más cómoda, más placentera y confortable. Jesús habla de cruz. Se da, pues, un contraste entre lo que el mundo nos propone y lo que nos propone el Evangelio.
El “amor” se define, según el Diccionario, como el “sentimiento intenso del ser humano que, partiendo de su propia insuficiencia, necesita y busca el encuentro y unión con otro ser”. El amor, así definido, revista múltiples matices. Necesitamos y buscamos el encuentro con otros: el amor de los padres, el de los hermanos, el de los amigos. También, si es el caso, el amor conyugal.
Aquí, puestos a complicar las cosas, no hay quien nos gane. No hace muchos días, en la laica Francia, el presidente de la República asistía en la iglesia de Los Inválidos a un funeral oficiado por el eterno descanso de diez soldados franceses muertos en Afganistán. No parece que hayan temblado los pilares de Francia, como tampoco temblaron cuando el féretro de Mitterrand fue conducido a la catedral de París para su último adiós. De lo que se trata es de orar por los muertos y, como el Estado no es una iglesia, parece normal que esa misión se le encomiende a la Iglesia. ¿A la Iglesia Católica? Pues sí, si los difuntos pertenecían a ella, o si sus familiares así lo desean. ¿Y si algún fallecido no es católico? La Iglesia ora por todos, con generosidad, pero es comprensible que otras comunidades eclesiales u otras religiones organicen sus propios ritos. Los representantes del Estado harán bien en asistir, sea cuales sean sus convicciones, por respeto a las víctimas y a las familias de las víctimas, a esos ritos fúnebres.












