Bienaventurados
He conocido personas que viven en los confines de sí mismas.
Se han vuelto ajenas a sus mejores sueños y se han dejado exiliar de sus más preciados tesoros.
Da la impresión de que el centro de su existencia les resulta desconocido, como un lugar al que se tiene miedo, y entonces huyen de las preguntas fundamentales mientras van dejando pasar el tiempo en el ciclo asfixiante de producir, consumir y entretenerse.
Para no escuchar las voces profundas–el llamado mismo de la eternidad, que se acerca inexorablemente–han poblado de ruidos su día y su noche, de principio a fin. Si alguna cuestión ardua golpea su conciencia, como queriendo despertarla, entonces se vuelven instintivamente a los murmullos de la masa, y pronto encuentran una semejanza de tranquilidad en las cobijas de la opinión del momento.
Por ese camino se llama “verdad” a la noticia que más suene; es “bello” lo que más se vende en el centro comercial de moda; es “bueno” lo que todos hacen; es “feliz” el que sale con mayor frecuencia en los medios; lo “normal” lo define la estadística y ser “agradable” significa estar bien domesticado.
¡Tantos hombres y mujeres, celosamente moldeados por estas definiciones, siempre mudables y desechables, se consideran relevados de pensar, de preguntar, de disentir, de oponerse! ¿Y para qué oponerse, al fin y al cabo, si nada que uno diga o haga podrá importar? Por ello esta gente, vestida de una sonrisa a medias, que igual significa resignación que alegría fugaz, huyen del día hundiéndose en los torbellinos de la noche. La vida, según este esquema, es aguantar, jugar bien las cartas, reírse del absurdo, colgar sobre el vacío, y tener solo admiración por aquellos que un día cortan el hilo y se lanzan a la nada.

A estos tales sólo les quedan dos caminos mutuamente excluyentes: o la fidelidad cargada de silencio y de humilde entrega en las manos de Dios, que es fuente viva del don teologal de la esperanza, o la rebeldía, que, no importa cómo se disfrace, al final sólo será traición a la Sangre inocente del Cordero.
La perplejidad aumenta por dos razones. En primer lugar, hay voces de gran autoridad que están sacando conclusiones diversas, incluso opuestas, mientras afirman basarse en las palabras del Papa. Así por ejemplo, mientras que Mons. Lingayen Dagupan, arzobispo presidente de la Conferencia Episcopal de Filipinas, invita a que “ya” se abra espacio en la mesa de la eucaristía a los que están en relaciones “rotas,” al mismo tiempo, Mons. Livio Melina, presidente del Pontificio Instituto Juan Pablo II, recuerda a todos que comulgar en esas condiciones entraña pecado grave. (Más información sobre este tipo de divergencias en el
Las polarizaciones en torno al Papa, y en torno al futuro de la moral católica, o de la Iglesia misma, son más fuertes y agudas ahora. Hay quienes ven en Francisco una renovación del Evangelio y del Espíritu por encima de la ley (y el hombre por encima del sábado) mientras que otros creen descubrir ya las grietas de un cisma irreversible.
Ya algunos medios de noticias relacionados con la Iglesia–aunque con bajo sentido de pertenencia a la fe de la Iglesia, cual es el caso de Religión Digital–han anunciado con trompetas y fanfarria lo que para ellos es una victoria. A fecha de publicación de la exhortación papal, 8 de abril de 2016, el titular de entrada de ese portal digital proclama: “El Papa pide a los obispos que abran las puertas de la comunión, caso por caso, a los divorciados vueltos a casar.” Eso es completamente falso. En ninguno de sus más de 300 numerales pide el Papa tal cosa pero el hecho de que un exabrupto así se pueda soltar impunemente ya hace que uno pueda imaginarse el daño que recibirá el pueblo cristiano sometido a una marea de opiniones supuestamente basadas en el documento de Francisco.